martes, 1 de abril de 2014

Precioso y entrañable. Gracias

Querido Armando

Actualizada 29/03/2014 a las 18:13    

España soportaba la piel amarillenta de los enfermos como si estuviese iluminada por una bombilla pobre. Sí, contar España era hablar de niños descalzos a la entrada de los pueblos, de caminos de herradura, plazas sucias, fondas descuidadas y tabernas con vino peleón. Era hablar del miedo a la Guardia Civil y de recuerdos callados bajo una atmósfera sin higiene, como los retretes y los suburbios.

Contar España: eso es lo que hicieron un grupo de narradores sociales en los años 50 y 60 del siglo XX. Antonio Ferres, Alfonso Grosso, Jesús López Pacheco y Armando López Salinas optaron por un realismo descarnado para hablar de la miseria como una parte más de la represión política. El hambre forma siempre parte de la represión y el castigo, muerde igual que una paliza en un cuartelillo o el sonido de un disparo en una cuneta. La gente no podía votar, la gente se jugaba la vida en obras peligrosas por un salario ruin, la gente dejaba el campo para buscar una chabola en las afueras de la ciudad o para hundirse en la explotación de una mina.

Contar la vida de la gente. Bertolt Brecht se preguntó muchas cosas. ¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas? En los libros sólo aparecen los nombres de los reyes, pero no resulta creíble que ninguno de ellos arrastrara los bloques de piedra. César venció a los galos. ¿No llevaba siquiera a un cocinero? Un gran hombre nace cada diez años. ¿Quién paga los gastos de su grandeza? Preguntas de Brecht, preguntas de los novelistas sociales que quisieron contar España y contar la vida de la gente que, mientras sufría la miseria como una forma más de castigo, tejía poco a poco un país roto con sus trabajos mal pagados, sus migraciones y sus sacrificios.

La muerte esta semana de Armando López Salinas no sólo me ha afectado de manera íntima, sino que me ha hecho pensar en la otra cara de la Historia, una tarea imprescindible en medio del circo mediático que dobla sus campanas por los césares y los padres de la patria. Conocí a Armando en los primeros años 80, cuando llegó a Granada como miembro del Comité Central del Partido Comunista para hacer campaña electoral por la provincia de Granada. Fue un honor viajar en coche con él por carreteras muy secundarias y hablar a su lado en un escenario. Había leído sus libros, estaba enterado de su historia.

Después de ganar el premio Acento de relatos, Armando publicó La Mina, finalista del premio Nadal en 1959. La solapa de la primera edición contaba que, después de cursar tres años de bachillerato, tuvo que ponerse a trabajar al concluir la guerra. Fue pintor de brocha gorda, llevó la maleta de un representante de zapatos, ejerció de auxiliar en una oficina y estudió para calcador y delineante en una fábrica de manufacturas eléctricas. Era la biografía lógica de un hijo de militante anarquista, vencido como la República y juzgado en la posguerra. La lectura apasionada le enseñó que la escritura es un ajuste de cuentas con la realidad, un modo de nombrar todo lo que sufre pena de silencio.

En Colliure, junto a la tumba de Antonio Machado, un jurado compuesto por Carlos Barral, Antonio Ferres, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo, Manuel Lamana, Eugenio de Nora y Manuel Tuñón de Lara, le concedió en 1962 el premio Ruedo Ibérico por la novela Año tras año. Recuerdo que una muchacha le dice a su padre al final de la historia: “Esta casa es como España, sucia y fea. Pero se puede arreglar. Habrá que cambiarlo todo, habrá que hundir la piqueta hasta que salga el rojo de los ladrillos”.

Para hundir la piqueta de la literatura y contar España, Armando ideó libros de viajes. Las crónicas de Caminando por las Hurdes, escritas junto a Antonio Ferres, tuvieron tanta repercusión que Jean Paul Sartre mandó traducirlas y las publicó en Les Temps Modernes. Con Alfonso Grosso redactó Por el río abajo, un testimonio de la vida de los pueblos del Guadalquivir. Literatura social, seca, de tricornio y sed, de resistencia, dolor y esperanza. La crónica de viaje huyó del costumbrismo para contar la realidad del país.

Armando sacrificó después su dedicación a la literatura por una entrega plena a la militancia en el Partido Comunista y a la lucha clandestina contra la dictadura. Poco a poco se fue alejando de las letras. Aunque la exigencia de la política no fue la única causa. También pesaron los caminos tomados por un mundo literario novísimo que pronto se dedicó a hablar de Venecia o de Barthes para celebrar la inmediata entrada de España en el capitalismo desarrollado. La narrativa social estaba de sobra en una narrativa poco aficionada a narrar. El desprestigio de la política en nuestro país es un asunto más viejo de lo que se cree. Ser escritor ayuda a saberlo.

Me gustaba hablar con Armando de literatura. Me gustaba oírlo recordar su infancia en Madrid. Y contaba historias de la clandestinidad, de sus colaboraciones en La Pirenaica, de su Partido. Era un hombre bueno y justo. Era una de esas personas que se borraran en la historia para que brille solitaria la figura de César.

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