sábado, 19 de abril de 2014

La Pascua


                                       


Cada año, a estas alturas del movidón globalizado de la Pascua, me invade la misma vergüenza ajena y propia. Una vergüenza antropológica, de especie en general y católico-cristiano-judía en particular. Me acobardo. Se me amustia el gozo primaveral. Como en Navidad se me congelan los arriates del alma, cuando me sale al paso el consumismo sin sentido, la borrachera idiotizada por el buenismo repentino que sólo alcanza a pasar sus bondades por las máquinas registradoras del gran comercio, mientras el mantra diario sigue siendo, a continuación del paréntesis transaccional, el "por ahí te pudras, pero ahora toca ser bueno; es el ritual, ¿sabes?"

Por un lado hay católicos que dicen creer y que cumplen puntualmente con las liturgias de su credo. Lo que no es garantía en absoluto de que sepan lo que creen ni de que realicen en la práctica lo que afirman creer. Por otro lado, hay aprovechados que se constituyen incluso como líderes de esas masas cómodas y pías y aprovechan las rentas de la historia para que esas masas nunca se despierten, dejen de ser masa y comiencen a ser individuos conscientes de sí mismos y de los demás, del medio que habitan, no para depredarlo y hacer negocio con él, sino para mejorarlo y compartirlo, como era el propósito inicial de Jesús de Nazaret, al que los virtuosos hipócritas de siempre colgaron en una cruz, como harían hoy mismo si volviese a darse el caso de que se lo tropezasen de nuevo, como hacen cada día, cuando pasan por encima de los derechos del prójimo más olvidado y abandonado, que, según Jesús, es la personificación de ese Dios al que tanto invocan y tan poco entienden ni conocen.

Celebrar el asesinato de Jesús a cargo de los poderosos de este mundo y olvidarse de su resurrección como energía amorosa, renovadora, compasiva y solidaria, es una blasfemia, un sacrilegio como la copa de un pino y un escarnio, mucho más que una celebración en su memoria. Se han quedado con el lado gore y derrotado; con el sadismo y el horror show, pero no se han coscado de nada que supere el mismo morbo que sentía el pueblo romano cuando acudía a contemplar en el Coliseo el monstruoso espectáculo del martirio en época de persecuciones. Parece que sólo haya cambiado la tecnología y que el contexto psicológico siga siendo el mismo de hace 2014 años. Seguramente los concelebrantes de siempre, y a lo largo del tiempo, no han tenido en cuenta que es imposible e inexplicable que unos pocos y malavenidos pescadores semianalfabetos del siglo I de esta Era, que ni siquiera entendieron con claridad el mensaje del evangelio, hundidos hasta el fondo, decepcionados hasta las cachas por la muerte envilecida y vergonzosa de su lider y sin apoyo social ni económico de ningún tipo, sin tener donde caerse muertos, tuviesen de repente el valor necesario para plantar cara al miedo, al Sanedrín judío que se las traía en bote y a los romanos que no eran cosa de dejar a un lado, para estar serenos, decididos, pacíficos y con capacidad para mover multitudes que pronto fueron millones. No lo podemos achacar a la publicidad, que estaba censuradísima por el poder y por los recursos mediáticos inexistentes. Ni a los viajes de turismo, que allí sólo viajaban los pastores nómadas para cambiar de pastos a la región de al lado y las legiones romanas para ir arramblando con los pastos, los pastores y lo que cayese por el camino. Si no hubiese pasado nada especialísimo, imprevisible y raro, Jesús ni siquiera habría sido citado por Flavio Josefo, porque su caso no era, ni mucho menos el de Espartaco, que puso en jaque al poder imperial con miles de esclavos en armas y con los gladiadores a la cabeza de la insurreción. Lo de Jesús fue otra cosa muy distinta. Tanto, que a lo largo de la historia, ya tan larga, muy pocos han pillado el hilo del asunto. Y esos pocos no han sido ni son gente de ruido ni de gritos, ni de tronos, ni de palacios, ni de curias, ni de vaticanos. Todo lo contrario, esos pocos fueron, han sido y siguen siendo los únicos testigos fiables de aquella rareza inicial, intemporal y constante.

Hace un par de semanas leí el interesante cuaderno monográfico que eldiario.es dedica a la iglesia católica. Y tuve la sensación de que estaba leyendo a Salustio o a Tácito o al mismo Claudio antes de que Agripina le envenase cambiando las amanitas cesáreas por las phaloides, hablando sobre la Roma republicana, los enjuagues de Catilina, y el Imperio que siguió a continuación. Nada que ver con Jesús. Y me ha resultado hasta éticamente reconfortante. Un buen tocho de páginas dedicadas a las tramas de poder corrupto de una multinacional sin escrúpulos, ensoberbecida con su propia aureola mitológica y mundanísima, empastrada en lo peor de lo peor contando cuentos sobre lo mejor de lo mejor, para seducir auditorios, llenar cepillos y firmar concordatos, apoderarse de almas despistadas, voluntades inestables y testamentos generosos para comprar las mejores parcelas de los cielos católicos. En esas andamos ahora mismo. Una comedia de dimensiones planetarias. Con un papa al que se endosa el beneficio de la duda. ¿Será verdad? ¿Será un montaje? Con esa iglesia  todo es posible, menos que cambie. Si eso fuera posible ahora mismo, la iglesia desaparecería para dar paso al Evangelio. El papa dejaría de ser un político a cargo de un estado, dejaría de recibir constantemente a los mandatarios de la corrupción, mientras no acabasen con el desastre genocida que les hace millonarios, El Vaticano saldría a subasta en la ONU y los billones del capital obtenido se invertirían en ayuda y planes de emergencia para los seres humanos que sobremueren en condiciones inhumanas. El papa no jugaría a ser "el bueno" mientras " el feo" y "el malo", se reparten el pastel y hace como que con él no va la cosa; como si la película no fuera la misma y los tres colegas no fuesen las tres máscaras del mismo personaje.

Mientras el infierno anide en la cúpula del poder religioso, político y económico, no podremos descubrir qué paso en el siglo I, tras la crucifixión del Nazareno rebelde y antisistema, pero pacífico, amoroso y justo como el que más, qué despertó y "contagió" las facultades superiores del Espíritu en aquellos hombres corrientes, miedosos, incultos, ignorantes, bloqueados y cobardes, crédulos en lo espectacular pero escépticos y más bien cerriles, en lo importante y profundo que no hace ruido ni milagros estrepitosos, pero que cambia la vida de arriba a abajo sin anunciarlo a bombo y platillo,como crece el casi microscópico grano de mostaza hasta hacerse árbol. Y es que ese estado no es una receta ni una póliza que se compra en una iglesia-farmacia-estanco al módico precio de una limosna para "el culto", que nunca se sabe si es un tedeum, una misa o el cura o el obispo que saben cinco idiomas, teología,liturgia y derecho canónico. Es un estado al que se llega, no unas rebajas de julio o de enero.

Si ese papa Francisco fuese de fiar, ni sería papa ni se habría cambiado el nombre, no habría tenido tiempo, tal y como está el curro en el sector humano y lo urgente que es echar cables a los que se hunden de verdad. Simplemente ni siquiera habría pasado de párroco o de mártir por la causa de los pobres, -como tantos compañeros suyos, incluidos jesuitas- que no dudaron en denunciar a los mercaderes en el templo y lo pagaron, no precisamente con un nombramiento cardenalicio y lo que sigue- de los perseguidos por las dictaduras asesinas de cristianos reales. No de pila bautismal, sino de corazón, mente y alma resucitados por el bautismo interior. Ése que se produce en el silencio, en la soledad, donde "Tu Padre que está en lo secreto siempre está contigo y te escucha", te explica por dentro que los otros también son tú y te alimenta para que puedas seguir creciendo con ellos, sin tener que apoyarte en los cambalaches indecentes y corruptos de un mundo basado en la mentira, la crueldad , los poderes del dinero como único diosh y la ambición al servicio del mal común. Eso sí que es la Pascua. El paso, de un estado precario de esclavitud a otro de liberación, que es lo que significa el término Pascua.

De momento parece que la única acepción que se vive por estos pagos es la de hacer la pascua a los más deficitarios y sufrientes, practicando con verdadera unción devota y mientras se besan las reliquias del lignum crucis, -que son millones a base de copias-fraude-, esa jaculatoria blasfema tan familiar en los círculos ppolíticos de Rouco Varela y su Vaticano: que se jodan. Algo que nada tiene que ver, obviamente, ni con Jesús de Nazaret ni con su evangelio ni con su vida. Ni con la Resurrección, en la que, por supuesto, ninguno cree, porque no es cosa de creer sino de vivir en carne propia. Y al parecer, ellos, de eso, nanay.
De momento y a falta de pan real, buenas son tortas ilusorias. Más que una pascua, una vergüenza bochornosa. Ains!


Forges

 

El Roto

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