Compañía de la muerte
La muerte no interrumpe nada, escribió Luis Rosales. Es un verso que no puede leerse de forma precipitada. Demasiado conocemos el golpe que supone, la quiebra sentimental, el vacío íntimo de las muertes. Tardamos tiempo en comprender el paso que hay entre el plural y el singular, las muertes y la muerte, para asumir hasta qué punto el sinfín de la muerte forma parte de la vida, una vida que sigue su curso sin interrupciones más allá de cada uno de nosotros. La naturaleza que nos sostiene no nos necesita para seguir su camino. Nuestra muerte forma parte de su vida.
Pero cuesta trabajo entenderlo. La muerte ha cobrado protagonismo durante este año largo de pandemia. En medio de una sociedad demasiado narcisista en sus deseos y demasiado irresponsable en sus necesidades, la muerte había desaparecido de nuestra actualidad. Programados en las ofertas de los deseos insaciables, parecía que la vejez y el deterioro estaban ocultos bajo las prisas de la vida, los silencios avergonzados de los hospitales, las operaciones de estética o el almacenamiento de recuerdos sobrantes en las residencias de ancianos. Llegó la peste y nos recordó nuestra fragilidad, nuestra necesidad de cuidados. Y no sólo me refiero a nuestros cuidados personales, sino a la prepotencia de un modo de vida que devora poco a poco el aire que respiramos y la tierra que pisamos. La naturaleza no necesita nuestra vida particular, pero nosotros sí necesitamos la suya.
Habíamos sido irresponsables a la hora de olvidar. También me parece precipitado pensar que la muerte es sólo un efecto de las plagas y las catástrofes. No hace falta que un virus homicida llueva sobre nosotros para sentir la herida de la pérdida y la fugacidad. La muerte forma parte de la normalidad y conviene ser conscientes de ello para no encerrarla en el olvido o para no convertirla en un circo informativo. La muerte no es una anormalidad.
En 1999 perdí a un poeta y amigo íntimo, Javier Egea. Quizá fue la última vez que sentí la muerte como una tragedia que rompía el argumento de mi vida. Con poco más de 40 años, no estaba preparado para entender que alguien tan cercano en edad y vida dejase de responder al teléfono. Luego la costumbre de la muerte ha ido poco a poco dejando de escandalizarme, quizá porque he acabado tomándomela en serio.
Escribo este artículo en el tren, camino de Valencia y Oliva para acompañar a Francisco Brines en su muerte. Este año está siendo muy duro entre mis amigos poetas. Se fue primero Joan Margarit, después Pepe Caballero Bonald y ahora Paco. Cuando un amigo íntimo se va, es difícil consolarse con las cursilerías del dolor y los argumentos falsos. La muerte íntima es demasiado descarnada. Durante semanas oí la risa de Joan cada vez que yo murmuraba eso de que siempre viviría en sus libros. Me daba pudor utilizar la frase hecha. Pero el caso es que pasaron las semanas y ahora abro un libro suyo y lo siento junto a mí, sentado en la mesa, con su voz y su vida llena de inquietudes y de acuerdos. Supongo que me pasará lo mismo con Pepe y con Paco cuando se aleje de mí su muerte viva para que se acerque hasta mí su vida en la muerte.
No estoy hablando de calidad literaria. Eso lo doy por supuesto. Hablo de que la vida nos va acostumbrado con el paso de los años a la muerte. Y no es tampoco que uno sea consciente de que cumplir años nos acerca al final. Se trata más bien de sentir que cada vez hay más personas íntimas del otro lado, que cada vez nuestro mundo propio ocupa más espacio en la serenidad de los cementerios o las cenizas. Hay demasiado mundo mío más allá de la luz para que yo pueda vivir la muerte como una tragedia. Ahora sólo pueden escandalizarme los asesinatos, las prepotencias asesinas.
Y la vida sigue. Mi hija Elisa nos anuncia feliz que va a ser madre. A Almudena y a mí nos ilusiona ser abuelos. Es lo normal, es el río de la vida y la muerte que pasa entre las verdades de la buena poesía, la parte de la memoria y de ilusiones que forma nuestro presente. La muerte no interrumpe nada, don Luis, la casa está encendida. La muerte nos enseña un modo pudoroso de tomarnos en serio la intimidad.
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