Y la guerra contra la Tierra desembocó en una pandemia global
10 de marzo de 2021
Público
Un año buscando un culpable. Durante estos 365 días de pandemia, los dedos de la humanidad han apuntado hacia todo tipo de causas sin encontrar respuestas, sólo estigmas y conspiraciones. Lo evidente es que las explicaciones a este colapso parcial de los sistemas socioeconómicos –que durante los primeros meses de epidemia adquirió tintes distópicos– no están ligadas a la aleatoriedad de la naturaleza, ni a los intereses rebuscados de una nación asiática por alterar el orden geopolítico mundial, sino que se relacionan directamente con la forma en la que el ser humano se relaciona con la Tierra. El origen del nuevo coronavirus no es un pangolín, tampoco un laboratorio, sino una crisis ecológica provocada por las sociedades neoliberales y su cultura del crecimiento material.
«No hay duda de ello», asiente Fernando Valladares, doctor en Ciencias Biológicas e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Si bien no se sabe el origen exacto de la covid-19, todas las certezas científicas del momento apuntan a la pérdida de biodiversidad generada por actividades económicas como la deforestación, el comercio y la cría intensiva de especies animales. La propia ONU ha advertido de cómo la guerra contra la Tierra y el deterioro de los ecosistemas está llevando a la humanidad a una nueva era marcada por la aparición de epidemias. Tanto es así que el último informe del IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de Ecosistemas) señala que en la naturaleza hay 1,7 millones de virus desconocidos que podrían saltar a la especie humana en cualquier momento en un proceso de zoonosis.
Para Valladares, la destrucción de la naturaleza es esencial para entender el origen de esta coyuntura epidémica en la que las civilizaciones modernas se han visto inmersas. «Estamos defecando sobre los ecosistemas, los estamos volviendo prácticamente disfuncionales y eso tiene unas consecuencias», advierte el experto. Donde hay un bosque, donde hay poblaciones de mamíferos y aves, hay biodiversidad, que no es otra cosa que un escudo protector que pone distancias entre el ser humano y los patógenos que se concentran en los reservorios naturales. Existen tres niveles de variedad natural que contribuyen a controlar la proliferación de patógenos. Por un lado, La diversidad de formas de vida: predadores y presas, carnívoros y herbívoros, de sangre fría y de sangre caliente. Cada una de estas funciones aportan un equilibrio natural que impide que haya sobrepoblación de especies que alberguen mayor número de reservas víricas. Por otro lado, en los ecosistemas hay una biodiversidad que afecta a animales dentro de un mismo grupo, es decir, diferentes tipos de roedores, de aves, de mamíferos. «Esto es un mecanismo de dilución que ayuda a disminuir las cargas víricas», matiza el investigador. Por último, hay una tercera escala de biodiversidad que afecta a un nivel genético, de tal forma que un virus no afecta de la misma forma a todos los animales de una misma especie concreta. «Este mecanismo lo tenemos los propios humanos y lo hemos visto con el coronavirus, cuando la enfermedad se ha manifestado de formas muy diferentes en cada uno de los pacientes».
La forma en la que el ser humano interactúa con animales, el modo en el que elimina hectáreas de bosques y expande sus ciudades sobre la naturaleza contribuye a que todos estos mecanismos se alteren, provocando que los virus y bacterias que permanecen ocultos puedan saltar al ser humano. «La Tierra es un sistema muy complejo de relaciones, donde cada especie tiene su función. De alguna forma, llevamos décadas irrumpiendo en los ecosistemas , alterando hábitats y poniendo especies salvajes cerca de nosotros. Esto no ha hecho más que incrementar los riesgos de que haya zoonosis», expone Gema Rodríguez, responsable de Especies Amenazadas en el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF).
Un círculo vicioso de malas prácticas
En la pérdida de biodiversidad y el incremento de riesgos de zoonosis intervienen elementos que se retroalimentan en un círculo vicioso. Por un lado, el cambio climático provocado por la actividad económica del ser humano basada en la quema intensiva de combustibles fósiles y el cambio de usos de la tierra. La subida de temperaturas del planeta resulta crucial para entender la propagación de la covid, tal y como apunta una investigación reciente de Science of the Total Environment, que detalla cómo los cambios en el termómetro han terminado alterando los ecosistemas de tal forma que las poblaciones de murciélagos –animal que sirve de reservorio de diversos tipos de coronavirus– de Myanmar o Laos se desplazarán hacia Yunnan, China.
La economía fósil ha provocado una gran crisis climática que es determinante para entender cómo los vectores de contagio de virus de origen animal se acercan cada vez más al ser humano. La covid no es un caso aislado. El zika, la malaria o el dengue también guardan relación con la forma en la que especies de mosquitos se trasladaron a nuevos hábitats con la progresiva subida de los termómetros. En el caso de España, el último informe del Ministerio para la Transición Ecológica y la Fundación Biodiversidad advierte de cómo las transformaciones en el clima pueden convertir la península ibérica en un lugar perfecto para que se asienten mosquitos que transmiten el virus del Nilo o las garrapatas que propagan la Fiebre Hemorrágica Crimea-Congo (FHCC).
«Esta pandemia es un síntoma más de que el ser humano no está en paz con el planeta Tierra. Desde el punto de vista semántico podríamos decir que la relación con el Planeta es violenta», opina Unai Pascual, economista del Centro Vasco para el Cambio Climático (BC3) y uno de los autores del último informe del IPBES sobre biodiversidad y pandemias. Se refiere el experto a otros impulsores directos de procesos de zoonosis, que a su vez aceleran o contribuyen al cambio climático. «Los cambios del uso de la tierra son determinantes», sostiene. En este punto, el experto señala que la deforestación tiene «unas implicaciones notables, ya que la tala masiva de árboles es una forma directa de destrucción de la biodiversidad, además de ser una de las causas principales de la aparición enfermedades infecciosas de origen zoonótico» como el SARS o el ébola, cuya propagación estuvo condicionada por el desplazamiento de especies de animales tras la devastación de selvas y bosques, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), que estima que el 70% de los brotes tienen que ver con esa pérdida de espacios verdes.
La deforestación –que lleva asociada una carga de emisiones de CO2 y destruye sumideros de carbono que ayudan a combatir el cambio climático– se relaciona directamente con el modelo agropecuario industrializado, en tanto que donde hoy se eliminan bosques, mañana se plantarán monocultivos de soja o aceite de palma destinados a la alimentación del ganado en las macrogranjas. Tanto es así, que según el Instituto Real de Asuntos Internacionales, el 76% de la tala masiva de árboles tiene que ver con este tipo de cultivos. El peso que ha adquirido la ganadería industrial en la economía neoliberal es, según Valladares, «una bomba de relojería» de cara a la irrupción de nuevas epidemias. Y es que las macrogranjas –además de generar una importante masa de gases de efecto invernadero– han sido en las últimas décadas reservorios de patógenos que han terminado saltando al ser humano. La gripe aviar o la gripe porcina son los dos ejemplos más recientes.
No sólo la ganadería intensiva es un factor de riesgo; el coronavirus también ha puesto en el foco mediático el impacto en la salud que pueden tener los mercados húmedos y la cría de especies invasoras. El mercado de Wuhan, epicentro de la pandemia de la covid-19, ha sido determinante para entender cómo el ser humano se expone al entrar en contacto con especies sacadas de sus hábitats. No en vano, esta epidemia también ha revelado los problemas de otras prácticas peligrosas que se desarrollan en Europa, como la cría intensiva de visones americanos, una especie invasora que ha sido el origen de múltiples rebrotes en el viejo continente durante 2020. Gema Rodríguez, cuya organización reclama el cierre de las fábricas peleteras, argumenta que «la cría de especies salvajes equivale a criar vectores de enfermedades». La cría de especies silvestres es muy común en España, donde existen granjas de jabalís o de liebres destinadas a las sueltas cinegéticas, cuya concentración en espacios reducidos debilita su sistema inmunológico y favorece la propagación de patógenos y enfermedades como la tuberculosis.
La raíz del problema
La ganadería industrial, la deforestación, la cría de especies salvajes o el propio cambio climático son impulsores directos para la aparición de nuevas epidemias como la del coronavirus; prácticas concretas y visibles que, según Valladares, conducen a la humanidad hacia una era donde las pandemias pueden ser cada vez más frecuentes. «Si seguimos así, es objetivo decir que tendremos más procesos de zoonosis. De hecho, es posible que haya múltiples epidemias al mismo tiempo. Es una cuestión de probabilidad y estadística, cuanta más biodiversidad perdamos, menos capacidad tendrán los ecosistemas de protegernos», expone el biólogo.
Para el economista del BC3, es importante entender que los impulsores directos de la pandemia se sustentan en impulsores indirectos relacionados «con la gobernanza, la economía y las normas que regulan el comercio a nivel local, regional y global». En otras palabras, la tala masiva de árboles o la financiación de la agricultura y la ganadería no son prácticas aisladas, sino que responden a los mecanismos económicos del sistema neoliberal de crecimiento expansivo y a una cosmovisión sociocultural basada en el consumo material. «Que haya unas normas que permitan estas actividades no quiere decir que estas sean buenas. Eso es de lo que debemos empezar a hablar; de meter mano a todo metabolismo económico», argumenta Pascual.
El sistema de crecimiento económico se está topando con los límites físicos del planeta, del que cada vez quedan menos recursos que extraer. La naturaleza, de una forma casi mitológica, envía sus señales de alerta con forma de pandemia; con forma de colapso. Y es que la tiranía del PIB, la cultura de medir la prosperidad de un Estado en función de su riqueza material, está empezando a tener resultados paradójicamente antieconómicos. «Necesitamos bajar el consumo, reorientar la economía hacia los cuidados, desacelerar. Antes de pisar el freno tenemos que distribuir y asignar los recursos productivos de las economías de una forma sostenible. Si no cambiamos los mecanismos de gobernanza a todos los niveles, seguiremos perdiendo biodiversidad, acelerando el cambio climático y padeciendo pandemias» con un gran coste, no sólo humano, sino en la economía de los países. «La única forma de prevenir nuevos virus es desacelerar. No es una opinión, es un hecho basado en toneladas de artículos científicos que nos dicen que es más costosos reaccionar ante una pandemia que prevenir», sostiene Pascual.
Para Valladares, los estragos causados por la covid debería bastar para que la humanidad «aprenda» una lección valiosa sobre la importancia de la biodiversidad. «El enfoque, hasta ahora, ha sido muy paternalista y marcado por actuaciones simbólicas. Hemos tratado de salvar al lince, al lobo, al oso panda, pero no hemos ido a la raíz del problema, que es avanzar hacia un sistema que garantice que los ecosistemas nos puedan aportan seguridad», advierte Valladares. Sin embargo, un año después del estallido de la covid, con la vacuna cada vez más cerca, los datos no hacen ver que las cosas puedan cambiar. De hecho, no se observa un retroceso en actividades económicas vinculadas a la deforestación. Buena prueba de ello es que, tal y como apunta Pascual, mientras el precio del petróleo se tambaleó durante 2020, el de commodities agrícolas como la soja o el aceite de palma ha experimentado un crecimiento lineal durante todo el año.
Cuando la covid llego hace un año, los cimientos del sistema económico se tambalearon. Las grandes ciudades se vaciaron, los hospitales colapsaron y las economías nacionales se desplomaron. En cierto modo, la pandemia es un espejo que devuelve el reflejo destructivo de la actividad humana. Ahora, la luz que anuncia el final del túnel parece tan cercana como un pinchazo de aguja, pero la pregunta, tras este mal sueño, es si la nueva normalidad traerá una vacuna para los ecosistemas.
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