Europa no funciona y Alemania juega con fuego
La decisión del Tribunal Constitucional alemán prohibiendo que el jefe del Estado ratifique el acuerdo de ampliación presupuestaria para financiar el fondo de recuperación europeo es muy importante, mucho más de lo que parece.
Mientras se mantenga, suspende la emisión de deuda y, por tanto, la distribución de los subsidios y ayudas que estaban previstas por valor de 750.000 millones de euros, algo verdaderamente grave, porque puede suponer que no empiecen a recibirse, si es que llegan a hacerse efectivos, hasta 2022. Pero es más relevante aún porque vuelve a manifestar abiertamente dos grandes problemas que las autoridades europeas no parece que quieran afrontar.
En primer lugar, la decisión del Constitucional es una prueba más de que la Unión Europea no funciona o que, si lo hace, es a trancas y barrancas y saltándose continuamente sus propias normas de actuación.
En la situación sanitaria, social y económica más grave de su historia, la Unión Europea se muestra incapaz de actuar con eficacia y dar la talla a la hora de vacunar, ayudar y promover las inversiones necesarias.
En Estados Unidos se han administrado 32,6 dosis por cada 100 habitantes y el gigantesco plan de rescate de Biden que moviliza 1,9 billones de dólares ya está aprobado y en marcha. En la Unión Europea, por el contrario, solo ha habido alguna dosis de vacuna para el diez la población, solo trece países de los veintisiete países de la Unión han aprobado el procedimiento de puesta en marcha del Fondo de recuperación y ninguno ha presentado hasta el momento su plan nacional de reformas e inversiones.
Y lo que es peor, el procedimiento establecido para impulsar la recuperación va a suponer un incremento tan brutal de la deuda que obligará a que la mayoría de los países realicen ajustes sin precedentes dando lugar -si no se toman otras medidas- a una nueva recesión cuando salgamos de la pandemia.
Sin embargo, la decisión del Constitucional alemán revela un segundo problema aún más preocupante que la paralización de los planes de recuperación y la forma en que se han diseñado: el modelo de la unión monetaria europea que impuso Alemania en su propio beneficio es insostenible por una sencilla razón. Para mantenerlo, resulta obligado realizar operaciones que son contrarias a la letra de los Tratados y a la retórica que los dirigentes alemanes han sembrado entre sus conciudadanos para convencerlos de las bondades del euro.
El problema tiene que ver con un postulado de la teoría económica que es algo complejo pero que voy a tratar de resumir de la manera más sencilla y rápida posible.
Alemania (y otros países del centro de Europa, como Países Bajos) ha sido siempre un país con grandes superávits comerciales gracias a su enorme potencia industrial y comercial.
Cuando disponía de moneda propia no podía mantener esa situación permanentemente porque, cuando eso ocurría, el marco se apreciaba constantemente y entonces se encarecían sus ventas al exterior. De 1980 a 2000 el maro se apreciaba constantemente (casi dobló su cotización respecto a la peseta) y eso hizo que su superávit tan solo pasara del 0,57% al 2,8% en ese periodo.
Sin embargo, la pertenencia a una unión monetaria en situación de mayor poderío económico y político le reporta un gran beneficio: como el superávit de Alemania tiene que ir de la mano del déficit de otros países de la unión con los que comercia, resulta que el efecto depresor del superávit global de la unión (en su mayor parte, consecuencia del alemán) se distribuye y Alemania lo paga en mucha menor parte que si tuviera moneda propia (su superávit comercial fue del 6,6% en 2019, un porcentaje que nunca llegó a tener antes del euro).
El problema aparece en los países más débiles económicamente y que tienen déficits, como España. Con moneda propia, resuelven la situación mediante la depreciación de la moneda. Es la competitividad de los pobres, ciertamente, pero la vía, al fin y al cabo, que les permite salir adelante sin incrementar su desequilibrio.
La apreciación de la moneda de países con superávit y la depreciación de los que tenían déficits era lo que explicaba que, antes del euro, España y Alemania tuvieran niveles de deuda más o menos equivalentes.
Cuando se crea una unión monetaria con países que siguen esas dos tendencias contrapuestas el problema que se plantea está claro: los que tienen superávit van a poder seguir teniéndolo pero los que registran déficit ya no solo no van a poder depreciar la moneda sino que van a tener que cargar con una apreciada que agudizará su desequilibrio. Entonces, solo caben tres posibilidades: o se establece un mecanismo de redistribución muy potente (como el que hay en Estados Unidos que es otra unión monetaria) para equilibrar, o los países deficitarios aumentan su desequilibrio comercial o asumen unos ajustes de salarios y gasto permanentes que dispara el endeudamiento. Es lo que le ha ocurrido a España desde que está en el euro: ha aumentado su déficit comercial (del 2,8% del PIB en 2000 al 9,23% en 2007, cuando comienza a endeudarse) y la deuda (del 35,8% del PIB en 2007 al 95,5% en 2019).
Alemania nunca quiso que la unión monetaria del euro dispusiera de un mecanismo de redistribución potente, es decir, de una política presupuestaria y fiscal común. Por un lado, pensaba que podría imponer a los países deficitarios suficiente disciplina para que no se endeudaran en demasía. Y, por otro, la necesidad de ese endeudamiento de los deficitarios era una buena ocasión para que los bancos alemanes hicieran negocio colocando en ellos su superávit en forma de créditos.
Sin embargo, la situación se le fue de las manos a Alemania, como es bien sabido, cuando la crisis de 2008 disparó la deuda, lo mismo que ha sucedido ahora (en mayor medida) con la pandemia.
En 2008, Alemania pudo convencer al resto de sus socios europeos de que la causa de los problemas que se estaban viviendo era su enorme deuda, cuando en realidad eso era la consecuencia, y estableció las políticas de austeridad. Pero estas, como era lógico que ocurriera, no solo no limitaron la deuda sino que la aumentaron, hasta el punto de poner en peligro la estabilidad general de euro. Sin querer modificar el encuadre general de la unión solo quedaba una salida, la intervención del Banco Central Europeo para impedir que siguiera subiendo la prima de riesgo.
Así se llegó al momento culminante. El 26 de julio de 2012 Mario Draghi, entonces presidente del Banco Central Europeo, declaró con firmeza: "haré todo lo que sea necesario para evitar la ruptura del euro y, créanme, será suficiente".
Efectivamente, lo hizo y lo hizo bien, pero saltándose a la torera el artículo 123 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea que prohíbe expresamente que el Banco Central Europeo financie a los gobiernos.
Desde entonces, el Banco Central Europeo ha sido quien ha tenido que salvar la situación actuando como lo que debe ser un banco central normal y corriente, la fuente de financiación de los gobiernos cuando resulta necesario. Algo que se ha acentuado en la pandemia cuando esta necesidad, como es bien sabido, se ha hecho imperiosa. La prueba evidente de ello es que el Banco Central Europeo ha pasado a poseer entre el 20% y el 33% de la deuda de los grandes países de la Unión.
Todo esto demuestra que Alemania está jugando con fuego en la Unión Monetaria. Quiere aprovecharse de ella pero no está dispuesta a establecer los mecanismos de reequilibrio sin los cuales, o los países gracias a los que tiene superávits se van al garete, o se hace precisa una intervención del Banco Central Europeo que es contraria a los Tratados y, además, insostenible porque no puede seguir dándose ilimitadamente.
Para poder justificar esa posición tan inestable y contradictoria, los dirigentes alemanes han tenido que sembrar un discurso bien conocido: los países del sur son unos manirrotos que no saben administrar sus recursos y a los que, por tanto, hay que disciplinar y atar en corto para que no derrochen el dinero.
Un discurso absurdo y que ahora se le vuelve en contra. Absurdo porque nadie puede entender que una nación tan inteligente y poderosa como Alemania se haya podido asociar y unir su destino con países tan nefastos, que nada le proporcionan y que le cuestan tanto dinero. Y un discurso que se vuelve en contra de Alemania cuando se llega a una situación extrema, como la de ahora.
Alemania es, en realidad, la primera interesada en que esos países deficitarios, como España, se mantengan en el euro y por eso no se contempla en las leyes que un país se pueda salir de la unión monetaria. Es la única manera, como he dicho, de que pueda seguir manteniendo superávits, pero eso no se puede conseguir sin violar las condiciones de partida, las reglas del juego que la propia Alemania impuso.
La decisión del Constitucional alemán es un nuevo aviso: la cuerda se está tensando demasiado y no se puede seguir disimulando por más tiempo que el Banco Central Europeo está haciendo una política económica que de ninguna manera entra en las competencias que le dan los Tratados, por muy conveniente y adecuada que esté siendo para salvar al euro.
Lo que nos dice la decisión que acaba de tomar el Tribunal Constitucional está muy claro: el modelo actual del euro tiene las horas contadas. O se reforma en profundidad para convertirse en una auténtica unión monetaria, o explota, bien como consecuencia de sentencias constitucionales, bien por la crisis y la divergencia brutal que va a provocar entre los diferentes países que la forman.
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