La dignidad del Parlamento
José Ortega y Gasset confesó que había estudiado filosofía de manera obsesiva en Leipziz, Berlín y Malburg, pero que después de habérselas visto con la Crítica de la razón pura y los neokantianos aprendió sobre todo que debía dedicarse a escribir artículos de periódico. Era español, necesitaba comprometerse con su país, difundir argumentos para salir de una descomposición política heredada del siglo XIX. Su preocupación vital quedó encarnada en una de las frases más famosas de nuestra filosofía contemporánea: "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo".
Menos conocida es otra frase suya, también de las Meditaciones del Quijote (1914): "Yo desconfío del amor de un hombre a su amigo o a su bandera cuando no lo veo esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil". Conviene recordarla en esta época de polarización, mientras los debates se concentran en identidades cerradas que después tienden a rodar hacia los extremos.
La necesidad de educar y vertebrar la sociedad hizo que la cultura progresista española, después del fracaso de la Primera República, un tiempo sobrecargado de banderías, trampas reaccionarias y egoísmos, apostase por la educación de élites dispuestas a ordenar razonablemente la nación. Fue la tarea de la Institución Libre de Enseñanza y, después, la salida de Ortega frente a la irrupción de las masas.
No se trató al principio de un elitismo clasista, pero el peligro estaba ahí y la historia se encargó de demostrarlo cuando algunos famosos republicanos acabaron soñando con la mano de hierro o pactando con el golpe militar de 1936. El peligro había sido detectado desde muy pronto. Figuras institucionistas como Fernando de los Ríos o Lorenzo Luzuriaga se acercaron al socialismo y recogieron la idea de una enseñanza única, laica y general para todo el pueblo, idea que en su juventud también había acariciado Ortega.
El jurista y aspirante a escritor llamado Manuel Azaña consiguió en 1911 una beca de la Junta de Ampliación de Estudios para conocer de cerca la vida política francesa. Francia era su referente de orden constitucional a la hora de imaginarse un futuro razonable y progresista para España. La fascinación se llenó de preocupaciones al comprobar el comportamiento degradado de la Cámara francesa, en la que unos políticos faltones confundían el debate con el insulto y la demagogia. Fulano decía barbaridades de Zutano. Azaña escribió una crónica titulada La dignidad del Parlamento en la que avisaba del daño que las mentiras y la pérdida de formas políticas causaban en la población.
El Azaña liberal y reformista de 1911 creía en el pueblo; pensaba que el daño provocaba no su descomposición, sino el desprecio desvinculador ante la conversión en estafa de instituciones que había costado siglos poner en pie al servicio de la democracia. Tanto por ayer como por hoy, desde luego, cualquier precaución es poca.
Confieso que me encierro en mi biblioteca y en mis recuerdos de lector, porque veo cosas que me preocupan. Por ejemplo, paso de la tristeza a la inquietud grave al comprobar que cada día hay más intelectuales cercanos al elitismo clasista y a posiciones autoritarias de carácter ético, político y económico. Veo, además, que sus simpatías se dirigen a sectores muy responsables de la degradación y el desamparo del pueblo. Reaccionan contra el populismo acercándose a sus causantes. Hacen lo mismo que el pueblo cuando busca compañía y vota a los que provocaron su empobrecimiento social.
Por desgracia, no tengo las esperanzas de Azaña en 1911. Si recuerdo al Ortega de 1914 y su deseo de comprender al enemigo y a las otras banderas, es porque, más que a los políticos, siento deseo de escuchar a sus votantes. Después del espectáculo de transfuguismo demagógico que hemos soportado en Murcia y Madrid, poco puedo aprender de los responsables del bochorno. Las mentiras suenan a caceroladas y las consignas son imposibles de creer.
Pero sí me gustaría entender la verdad de los votantes de pueblos y barrios de Madrid que se disponen a votar a los que maltratan su sanidad, su educación y sus derechos laborales. No es que la degradación parlamentaria esté provocando el desprecio popular del mentiroso en favor de la democracia, es que envenena el sentido común de los votantes haciendo que aplaudan bajos instintos, odios e insultos. Y eso supone un problema grande, abismal, para los demócratas que no podemos aceptar el elitismo clasista, ni queremos salvar la razón acercándonos, aunque sea transitoriamente, a ningún fascismo.
¿Soluciones? Ya quisiera yo tenerlas. Sólo escondo algunos sentimientos. Necesito una dignificación del Parlamento y la política, un debate público sin caudillos, una democracia que no mienta, pero que tampoco se hable a gritos. Tal vez así…
Y necesito seguir escribiendo artículos de periódico en infoLibre.
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