domingo, 8 de julio de 2018

La poesía tiene, entre otros, el poder de descubrir la hermosura en lo patético. Y viceversa. Nunca sabremos si es un don o un espejismo. Pero ahí está. Como la magia adolescente de una realidad demasiado adulta y poco diplomática

Invitación a tocarse el cuerpo

Luis García Montero

Los primeros paseos por la playa me devuelven a la costumbre de mirar los cuerpos. Las orillas del mar mantienen un calor o una humedad democrática que reúne cuerpos de toda condición, realidades masculinas, femeninas, gordas, delgadas, jóvenes, viejas, guapas, feas, orgullosas o tímidas. La realidad es flexible porque está acostumbrada a existir y a gobernarnos.

De pronto me saluda una vieja amiga a la que tardo en reconocer. Qué bárbaro, que mal le ha quedado esa operación en la cara, me dice después el cuerpo de mi mujer que camina al lado de mi cuerpo. Los seres humanos han querido aprovecharse de las flexibilidades de la realidad para intervenir en ella, y a veces con poca prudencia. Religiones, credos políticos, sueños patrióticos y raciales saltaron del pasado al futuro para reescribir la historia o imponer un destino.

Según las posibilidades tecnológicas avanzaban, las intervenciones se hicieron más desfiguradoras. El filósofo Alain Badiou caracterizó el siglo XX por una fascinación de lo real que desembocó en las grandes tentaciones totalitarias. De forma apresurada, sin tiempo de espera, se intervino en la realidad para cambiarlo todo en la búsqueda de un orden nuevo e, incluso, de un hombre nuevo. Las proclamas del ser y las invenciones tecnológicas provocaron una discusión seria entre la historia, la naturaleza y la vida.

Pero como la realidad es flexible, resulta también muy paradójica. Otro filósofo, Slavoj Žižek, señaló que esta fascinación por lo real ha desembocado en un mundo virtual que tiende a sustituir esa misma experiencia de la realidad por una composición de imágenes animadas en los reinos abstractos.Somos una tarjeta de crédito.
Del deseo de intervenir hemos pasado a la conciencia de nuestra propia invisibilidad, la misma del dinero que no se ve cuando juega a la bolsa con más rapidez que el tiempo propio de lo humano. Ya, sí, no, bien, mal, ay, oh: basta con monosílabos o exclamaciones, porque ni siquiera queda hueco en la prisa para la brevedad de un fragmento. Sin dioses, sin credos políticos, sin la lentitud del cuerpo, en cuanto nos separamos de la orilla del mar, nos sentimos tan solos que no nos acompaña ni nuestra soledad. La pantalla del ordenador o del móvil están ahí, nos ofrecen de todo, nos instalan en lo que no puede tocarse, incluso en el interior de una vagina o en unos labios manchados de semen.

Conscientes de esa sustitución de lo real por lo virtual, los cuerpos necesitan instalarse en el espectáculo, irrumpir ante nosotros más allá de su simple presencia. Los tatuajes de los futbolistas y de otros luceros de la espuma mediática cubren también la piel de muchos cuerpos que se acercan a la espuma del mar. Estamos tan solos y tan limitados, somos tan invisibles, que el tatuaje moderno no fija un compromiso de amor eterno, sino que procura dar gritos en la propia piel con el deseo de hacerla visible.

Y es que el cuerpo sólo es ya visible como irrupción, como impertinencia. Algunas series policiacas convierten la autopsia del cadáver en una parte central del argumento para enseñarnos la carne. Aquí el hígado roto, el pulmón atravesado, la masa encefálica destrozada. La verdad es que uno se siente más seguro en el reino de lo invisible, porque cada vez que irrumpe el cuerpo es en forma de catástrofe con el impudor de la violencia y la pornografía. Violentas y pornográficas son las apariciones mediáticas de los cuerpos humanos que luchan contra el mar en nuestras costas, migrantes de lo invisible a lo visible, tarjetas sin crédito que sólo pueden aspirar a los fondos del mar o a ser considerados cargamentos de carne humana. La carta de ciudadanía no es más que una mezquina superstición virtual si la separamos de la carta humana. Europa se muere de miedo y de vergüenza.

Es la realidad del mundo que hace acto de presencia en la superstición virtual que nos gobierna. Y no hace falta que llegue la catástrofe desde las afueras. Si nos atreviésemos a mirarnos a nosotros mismos, encontraríamos un paisaje sin pudor de miserias y avaricias insaciables.

Elijo mis tareas políticas para este verano: mirar, mirarme, tocar, tocarme. Aprender a envejecer, sentir la existencia del cuerpo en el paso del tiempo, observar las arrugas, las manchas en la piel. Pedir que me toquen, tocar, compartir la vida más allá de las realidades virtuales. Entre el miedo y la vergüenza, tal vez exista el camino de la serenidad comprometida. Meditaciones, me digo a mí mismo, de un cuerpo fatigado y conmovido. 

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Tocar es imprescindible para sentirse vivos. Por descontado. Tocar la vida y tocar nuestro cuerpo con agradecimiento y gozo, para tener la certeza de que aun estamos y somos naturaleza palpitante, sentiente, humana y sobre todo humanizante. Tocar a los otros con la mirada, el olfato, el tacto, el oído y el sabor, es precioso... siempre que sea desde el amor, la empatía, el profundo respeto mutuo y la fraternidad, claro, porque de lo contrario seríamos la manada en acto de estropicio. Que es otra posibilidad de tocar cuerpos mientras se hace papilla la dignidad del Otro/Otra, y de uno misma, of course!
Aunque si no aprendemos al mismo tiempo a tocarnos el alma mediante la conciencia, pronto ese cuerpo serrano se nos convertirá en nuestro mejor y más sutil enemigo, el menos visible y combatible, el silencioso invasor de urgencias y tirano de instintos, más que nada por el hábito forzoso de la condena a la autoconvivencia, que cuando hasta el ego nos la hace imposible se nos convierte y nos convierte en una soledad indeseada, recalcitrante y gris. Que aparece como  una enfermedad heredada de no sabe quién, y no por genética, sino  especialmente por cultura, por hábito irredento, por deseducación y falta de recursos más evolucionados y adaptados al crecimiento de la especie y de cada una y uno de nosotras.

Hay también otras alternativas para experimentar y aprender. Desde la combinación consciente del alma y el cuerpo se disfruta de todo,  se desdramatizan los berrinches, se asumen con mucha más libertad y optimismo los achaques, los deterioros y jamacucos; que los años vividos desde la raíz que unifica el secesionismo de los sentidos y el pensamiento a su bola, con el ser como eje de la vida cognitiva además de sensitiva, convierten en vacuna y hasta en una alquimia inesperada que nos enseña con mucha paciencia y mucho humor, a tomarnos muy poco en serio a nosotros mismas, a mirar con ternura el esperpento propio y ajeno, y  a hacer de cada juicio, al asalto inevitable, una sentencia absolutoria; la conciencia es implacable como fotógrafa hiperrrealista del autorretrato y eso nos puede hacer compasivos y misericordiosos con todos y todas, si somos capaces de superar las tentaciones del dichoso ego y su ombligomanía autocomplaciente, pero terrible en sus valoraciones desde la heterobservación juzgona y obsesiva. 

Y poco a poco, los pétalos de la ilusión acerca de lo que creemos poseer como verdades intocables se desgajan a cámara lenta y nos muestran un desnudo irrevocable: el nuestro, desde la piel más o menos acariciable de hoy, al esqueleto repartido entre gusanos y cenizas de un mañana seguro. Un cuerpo, -parafraseando astrakanamente a Muñoz Seca en La Venganza de Don Mendo- 'en otro tiempo atlético, hoy enfermizo y escuálido, al que la pasión frenética, trocó de hermosa crisálida en mariposa sintética'. Un cuerpo al que de poco vale tocar si no se sabe quién es, ni para qué está aquí, que sólo es un buzón de caprichosos deseos sin madurar, sensaciones e ideas, fijas o inconsistentes, un estupendo cambalache de metabolismos y funciones celulares, que ahora son  y mañana no. Y que de repente la certeza de un final sin luces se pone las pilas y a ese amasijo corpóreo le hace tirarse de cabeza en la cala de una angustiosa melancolía sin calcular las dimensiones del fondo marino sobre el que ha saltado huyendo de sus laberintos sin salida.
Y es que nadie tiene escapatoria de sí mismo a no ser que, como dice Antonio Machado, se haga camino al andar. O sea, que se desarrolle una autoconciencia compartida como mapa y brújula para ir caminando mientras creamos el rumbo que elegimos seguir: el único modo de hacer camino al andar. Sin ese recurso maravilloso y tan machadianamente ligero de equipaje, todo pasa y todo queda...en nada. Cuerpos, kilos de más o de menos, anorexias o bulimias, arrugas y estiramientos, tatuajes, tintes capilares, extensiones, bisoñés, rastas, celulitis, michelines combinados con pellejos colgantes, juventud apabullante y vejez inevitable, significan lo mismo si no hay nada más que rascar en el fondo de cada experiencia viva que  ha nacido para hacer su propia ruta pero en armonía con los demás caminantes que se cruzan y acompañan de tantas formas, y no vive ni es nada valioso para sí mismo, mientras no se entera de qué y de quién es en realidad, además de lo que aparenta, hace, piensa, dice, tiene...o finge.

El cuerpo es fantástico, desde luego, pero ¿hay algo más por ahí, cuando al Rolls-Royce maravilloso se le acaba la gasolina en medio del desierto y el chófer, convencido de ser uno con el coche durante todo el viaje, no sabe por dónde salir y liberarse del marrón?

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