miércoles, 10 de junio de 2020

Gracias, Isaac Rosa, por esa conciencia y esa humanidad. La más sana y lúcida versión del auténtico genio ¡Un abrazo inconfinable, hermano!





Nos dijeron que no nos preocupásemos mucho porque el coronavirus "solo" era peligroso para los ancianos y gente con patologías previas. "Tranquis, que solo se mueren los viejos y los ya enfermos", fue el mensaje repetido en aquellos días de febrero en que el coronavirus era un problema chino que no nos iba a alcanzar. Y si nos alcanzaba tampoco era para tanto: solo mataría viejos y enfermos.
Tanto asumimos el mensaje tranquilizador, tan aliviados nos sentimos de sabernos jóvenes, que cuando murieron los primeros viejos no nos sorprendió. Tampoco nos impresionó mucho cuando pasaron a morir de cien en cien, o luego de quinientos en quinientos cada día: seguían siendo viejos, población de riesgo, si no se mueren de coronavirus se mueren de gripe o cualquier cosa de viejos. Luego supimos de las primeras residencias asaltadas por el virus en plan asesino en serie, los residentes contagiados en masa, encerrados en sus habitaciones y muriendo solos, el ejército encontrando cadáveres cuando entraba a desinfectar… pero todo seguía dentro de lo previsto: el coronavirus era peligroso para los viejos, esa era la ley.


Estábamos en guerra, nos repetían, y ya se sabe que en la guerra caen los débiles. Se colapsaron los hospitales, había que tomar decisiones en caliente y no era momento para debates éticos, así que tuvimos clarísimo que si había más enfermos que camas, dejaríamos fuera a los viejos. Ahora nos escandalizamos con instrucciones, protocolos y correos que ordenaban dejarlos en las residencias y no admitirlos en hospitales de manera generalizada y sin evaluación individual; pero sospecho que si lo hubiésemos sabido en el momento, en caliente, no habríamos dudado mucho: los viejos, los últimos. Hubo jornadas en que la cifra de muertos rondaba los mil en un solo día. Saber que la mayoría eran viejos hacía más digerible la cifra, ¿verdad? Como digeribles son los más de 27.000 muertos de la pandemia en España cuando le añaden la coletilla de "el 85% de ellos mayores de 70 años".
Así siguieron muriendo millares de mujeres y hombres en residencias convertidas en mataderos, con la sola compañía de trabajadores desbordados, entregados, desesperados, contagiados ellos también. Siguieron muriendo, hasta sumar 19.400 según el último recuento que incluye confirmados y sospechosos. Y tras tres meses en que esos 19.400 han muerto en la más absoluta indiferencia contable, solo llorados por sus familiares (que han iniciado decenas de denuncias judiciales), ahora por fin hablamos de ellos, ocupan portadas de periódico, minutos de tertulia televisiva y conversación callejera. Pero no para preguntarnos qué falló, ni para lamentar su pérdida y honrar su memoria, ni siquiera para exigir responsabilidades: convertidos en arma arrojadiza en el lodazal político.
Lo único cierto es que los hemos dejado morir. Por supuesto que no todos hemos tenido la misma responsabilidad por su muerte, y habrá que investigar y perseguir a quienes debían cuidar de ellos y no lo hicieron, y a quienes dieron instrucciones que ahora conocemos. Pero cuando digo que los hemos dejado morir me incluyo en ese plural, pues somos muchos los que hemos abandonado a esas 19.400 personas. Los abandonamos al asumirlos como un inevitable daño colateral ("tranquilos, solo mata a los viejos"); los abandonamos al no protegerlos mejor sabiendo que precisamente eran los más vulnerables; los abandonamos al dejarlos morir encerrados en las residencias; y los hemos abandonado una vez muertos, reducidos a la ceniza de una cifra redonda o incorporados al argumentario de la disputa política.
Seguramente los habíamos abandonado mucho antes, cuando miramos para otro lado mientras las residencias quedaban en manos de grandes grupos empresariales, aseguradoras y fondos de inversión que vieron el negocio fácil de un país cada vez más envejecido y con escasez de residencias públicas. Miramos para otro lado, desoímos las denuncias y los escándalos, permitimos que los gobernantes se desentendiesen y las residencias quedasen mal dotadas, con plantillas escasas y poco preparadas porque mandaba la rentabilidad.
Ah, y el dentista, no me he olvidado del dentista. Si tú también has empezado a leer este artículo extrañado por ese dentista muerto que aparece en el título, de premio te llevas un chiste, uno muy viejo y cruel. La última versión se contaba cuando la guerra de Irak. Dice que están Bush y Blair en una rueda de prensa tras una reunión y anuncian: "Hemos acordado hacer una guerra para matar a diez millones de musulmanes y a un dentista". "¿Por qué un dentista?", preguntan varios periodistas a la vez. Entonces Blair le da un codazo cómplice a Bush: "¿No te lo dije? Nadie iba a preguntar por los musulmanes." El chiste ha tenido varias versiones, protagonizado por distintos colectivos históricamente abandonados (judíos, negros o gitanos). Ahora ya podemos añadir a los viejos.

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