Nos dijeron que no nos
preocupásemos mucho porque el coronavirus "solo" era peligroso para los
ancianos y gente con patologías previas. "Tranquis, que solo se mueren
los viejos y los ya enfermos", fue el mensaje repetido en aquellos días
de febrero en que el coronavirus era un problema chino que no nos iba a
alcanzar. Y si nos alcanzaba tampoco era para tanto: solo mataría viejos
y enfermos.
Tanto asumimos el mensaje tranquilizador,
tan aliviados nos sentimos de sabernos jóvenes, que cuando murieron los
primeros viejos no nos sorprendió. Tampoco nos impresionó mucho cuando
pasaron a morir de cien en cien, o luego de quinientos en quinientos
cada día: seguían siendo viejos, población de riesgo, si no se mueren de
coronavirus se mueren de gripe o cualquier cosa de viejos. Luego
supimos de las primeras residencias asaltadas por el virus en plan
asesino en serie, los residentes contagiados en masa, encerrados en sus
habitaciones y muriendo solos, el ejército encontrando cadáveres cuando
entraba a desinfectar… pero todo seguía dentro de lo previsto: el
coronavirus era peligroso para los viejos, esa era la ley.
Estábamos en guerra, nos repetían, y ya se sabe que en la
guerra caen los débiles. Se colapsaron los hospitales, había que tomar
decisiones en caliente y no era momento para debates éticos, así que
tuvimos clarísimo que si había más enfermos que camas, dejaríamos fuera a
los viejos. Ahora nos escandalizamos con instrucciones, protocolos y
correos que ordenaban dejarlos en las residencias y no admitirlos en
hospitales de manera generalizada y sin evaluación individual; pero
sospecho que si lo hubiésemos sabido en el momento, en caliente, no
habríamos dudado mucho: los viejos, los últimos. Hubo jornadas en que la
cifra de muertos rondaba los mil en un solo día. Saber que la mayoría
eran viejos hacía más digerible la cifra, ¿verdad? Como digeribles son
los más de 27.000 muertos de la pandemia en España cuando le añaden la
coletilla de "el 85% de ellos mayores de 70 años".
Así
siguieron muriendo millares de mujeres y hombres en residencias
convertidas en mataderos, con la sola compañía de trabajadores
desbordados, entregados, desesperados, contagiados ellos también.
Siguieron muriendo, hasta sumar 19.400 según el último recuento que
incluye confirmados y sospechosos. Y tras tres meses en que esos 19.400
han muerto en la más absoluta indiferencia contable, solo llorados por
sus familiares (que han iniciado decenas de denuncias judiciales), ahora
por fin hablamos de ellos, ocupan portadas de periódico, minutos de
tertulia televisiva y conversación callejera. Pero no para preguntarnos
qué falló, ni para lamentar su pérdida y honrar su memoria, ni siquiera
para exigir responsabilidades: convertidos en arma arrojadiza en el
lodazal político.
Lo único cierto es que los hemos
dejado morir. Por supuesto que no todos hemos tenido la misma
responsabilidad por su muerte, y habrá que investigar y perseguir a
quienes debían cuidar de ellos y no lo hicieron, y a quienes dieron
instrucciones que ahora conocemos. Pero cuando digo que los hemos dejado
morir me incluyo en ese plural, pues somos muchos los que hemos
abandonado a esas 19.400 personas. Los abandonamos al asumirlos como un
inevitable daño colateral ("tranquilos, solo mata a los viejos"); los
abandonamos al no protegerlos mejor sabiendo que precisamente eran los
más vulnerables; los abandonamos al dejarlos morir encerrados en las
residencias; y los hemos abandonado una vez muertos, reducidos a la
ceniza de una cifra redonda o incorporados al argumentario de la disputa
política.
Seguramente los habíamos abandonado mucho
antes, cuando miramos para otro lado mientras las residencias quedaban
en manos de grandes grupos empresariales, aseguradoras y fondos de
inversión que vieron el negocio fácil de un país cada vez más envejecido
y con escasez de residencias públicas. Miramos para otro lado, desoímos
las denuncias y los escándalos, permitimos que los gobernantes se
desentendiesen y las residencias quedasen mal dotadas, con plantillas
escasas y poco preparadas porque mandaba la rentabilidad.
Ah,
y el dentista, no me he olvidado del dentista. Si tú también has
empezado a leer este artículo extrañado por ese dentista muerto que
aparece en el título, de premio te llevas un chiste, uno muy viejo y
cruel. La última versión se contaba cuando la guerra de Irak. Dice que
están Bush y Blair en una rueda de prensa tras una reunión y anuncian:
"Hemos acordado hacer una guerra para matar a diez millones de
musulmanes y a un dentista". "¿Por qué un dentista?", preguntan varios
periodistas a la vez. Entonces Blair le da un codazo cómplice a Bush:
"¿No te lo dije? Nadie iba a preguntar por los musulmanes." El chiste ha
tenido varias versiones, protagonizado por distintos colectivos
históricamente abandonados (judíos, negros o gitanos). Ahora ya podemos
añadir a los viejos.
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