Baltasar Garzón: "Erradicaría cualquier comportamiento de componente fascista"
- El jurista sabe lo que le ha costado y lo que ha pagado por cumplir
64 años entregado a la justicia y por sobrevivir a su incondicional
compromiso de servicio público
- "La decisión más complicada a la que probablemente me he enfrentado
en mi vida tiene que ver con el secuestro de Ortega Lara", confiesa a infoLibre
Publicada el 20/06/2020 a las 06:00
Actualizada el 22/06/2020 a las 13:23
Infolibre
El jurista Baltasar Garzón atiende a infoLibre. Nos
cuenta sus gustos en música, cine y ficción, así como algunas
reflexiones personales.
Fiel a su familia, a su tierra y a Machado, el juez más mediático no es necio, no confunde valor y precio. Sabe lo que le ha costado y lo que ha pagado por cumplir 64 años entregado a la justicia, por haber nacido para vivir muchas vidas en una y por sobrevivir a su incondicional compromiso de servicio público.
Un seminarista que no pudo con el voto de castidad
En la familia de Baltasar Garzón Real nunca hubo un abogado, tampoco un magistrado. Él se decidió a aplicar inexorable la ley a sabiendas de que con eso estaba cargando tormentas. Antes, la vida, generosa con su infancia, le vio crecer sin preocupaciones en Torres, comiendo “rebanadas de pan con el aceite jienense” de su pueblo, “con el tomate y bacalao” que, ahora, su dieta tanto extraña. Y mientras se deleitaba y veía partidos de fútbol en la plaza con sus vecinos, se impregnaba para siempre “del olor a tierra mojada de las encinas de Sierra Mágina”. Disfrutando “de la libertad, de la ausencia de horarios y fronteras”, se aferraba a aquel tiempo, intuyendo que aquello se iba a acabar.
Teniendo poco, plantando más y siguiendo con poco, Ildefonso Garzón, su mujer, María Real, y los cinco hijos del matrimonio dejaron la agricultura para hacer del trabajo en una gasolinera la moneda de cambio de su puchero. Antes, el segundo de sus vástagos, Baltasar, con once años, ya había entrado en el seminario de Baeza: “Yo quería ser sacerdote. Era lo más grande que se podía ser en este mundo. Y tenía aptitudes humanas, pero no hacía oración, no me mortificaba”. Entre padrenuestros y avemarías, el niño que un día ya como juez diría al presidente Carlos Menem que no se ponía al teléfono ya que estaba investigando los crímenes ocurridos durante la dictadura militar argentina, se puso la camiseta del Barça para no chupar banquillo pese a simpatizar con el Real Madrid. Ser portero brillante de aquel equipo le abrió las puertas para dedicarse al fútbol profesional.
De aquello sólo quedó la promesa de lo que podía haber sido, cicatrices aún permanentes en las caderas del juez y una incondicional pasión culé que le lleva a elevar a Johan Cruyff a los altares del deporte. Años en los que la algarabía y las faldas de las compañeras de colegio de las monjas filipinas del mismo barrio beaciense hicieron que “no superara el celibato”. En una fiesta del verano de 1973, se enamoró de una compañera, Rosario, Yayo, Molina. Guiado por la frase con la que Billy Wilder remata con prodigio su cinta favorita, Con faldas y a lo loco, el seminarista asumió que “nadie es perfecto” y, haciendo chapuzas como albañil, doblando el lomo como camarero y tratando de ganar unas pesetas en una gasolinera, financió su carrera universitaria en Sevilla. Tras siete años de noviazgo, en 1980, el juez y su compañera se dieron el sí quiero en Jaén.
El juez infatigable
En el onubense Valverde del Camino bautizó su carrera judicial en 1981 y de allí fue trasladado a un juzgado de instrucción de Jaén, Villacarillo. Buscando a pie, entre la nieve nocturna de la sierra, a un desaparecido para autorizar el levantamiento del cadáver, y saltando por el balcón de un cortijo para efectuar la orden de reconocimiento de un lugar que cerró su dueño, se ganó el apodo de El Infatigable. También dictó la primera de una larga lista de polémicas sentencias que le enfrentó al Ayuntamiento de Beas de Segura: las catorce cruces de piedra, situadas en aquel término municipal, recordaban, desde el final de la Guerra Civil, a un grupo de fusilados en el convulso verano de 1936 por las venganzas que marcaron los primeros años de la contienda. Sin embargo, tras un pleno municipal, las cruces se derribaron. Los familiares de los asesinados reclamaron al juzgado la posesión de las piedras y Garzón, sin dudarlo, se pronunció. Condenó al Consistorio a reponer las cruces despojadas en el mismo lugar marcado por la sangre en el que, durante 40 años, se había hecho recuerdo sentido a las víctimas.
Vivir a diario con la amenaza de un tiro o de una bomba
Por aquel entonces, al son del cante jondo de Enrique Morente, llegaron tres hijos, muchas maletas por los cambios de destino en distintos juzgados y, en 1988, el puesto de magistrado-juez del Juzgado Central de Instrucción nº 5 de la Audiencia Nacional. La carrera de Garzón era tan imparable como los sustos y amenazas que, con mucho más, hicieron menos apacible la infancia y adolescencia de los hijos del juez que la suya propia. Investigando a los GAL “alguien envenenó a nuestra perra, se introdujeron en casa y robaron una copia del sumario”.
Coches familiares incendiados, pinturas con símbolos nazis, insultos, cartas amenazantes, vaticinios de barbarie que lejos de amilanar a los Garzón-Medina hicieron de la familia una piña contra cualquier agresión externa. Eso sí, siempre sometida a la vigilancia y contravigilancia: “No he podido pensar en la muerte ni en las amenazas. No podría haber hecho mi trabajo. Si el miedo me ganara en algún momento, tendría que renunciar”. No en vano, cuando el Tribunal Supremo le condenó, en 2012, a once años de inhabilitación por escuchas ilegales en el caso Gürtel, la hija mayor del juez, María, publicó un libro cuyo título, Suprema injusticia, reflejaba su sentir por el “calvario” que aquella condena supuso para su padre y para toda la familia.
Su decisión más difícil
Antes, el magistrado que reconoció que “es bueno también tener enemigos”, instruyó causas contra el terrorismo, contra los paraísos fiscales; golpeó a las dictaduras ordenando la detención de Pinochet;procesó a noventa y ocho militares argentinos por delitos contra la humanidad; tirando del hilo descubrió la Operación Cóndor, que unía las dictaduras del Cono sur; suspendió las actividades de Batasuna; desarticuló organizaciones de narcotraficantes limpiando la costa gallega de clanes como los Charlines o deteniendo a Laureano Oubiña; e instruyó tantos sumarios contra ETA que se convirtió en el epicentro de las amenazas de la organización terrorista.
Consciente de que donde no hay decisión no hay vida, las suyas en ocasiones se han visto forzadas a ser trabajo de equilibrista: “La decisión más complicada a la que probablemente me he enfrentado en mi vida tiene que ver con el secuestro de Ortega Lara, el funcionario de prisiones que estuvo más de 500 días secuestrado en un zulo, en un agujero que medía dos metros de largo por uno setenta de alto. Y cuando pidieron la decisión de ir a buscarlo pues yo la concedí sin todos los elementos que podían dar un resultado positivo. Pero había que tomar una decisión y esa decisión comportaba que, si te equivocabas, muy probablemente ese hombre iba a morir. Afortunadamente, después de lo que se hizo, se consiguió la liberación pero fue una decisión muy difícil”.
Sobrevivir a la inhabilitación y abanderar la defensa de Assange
Tampoco fue fácil dimitir tres años antes, en 1994, del cargo de secretario de Estado y renunciar al acta de diputado, tras diez meses formando parte del Gobierno de Felipe González. Con el convencimiento de que había sido manipulado para limpiar la imagen de corrupción de aquel PSOE, Garzón volvió a su casa, la Audiencia Nacional. Investigar los crímenes del franquismo le supuso una querella por prevaricación de Manos Limpias. Admitida a trámite por el Tribunal Supremo, junto con otras dos de Falange y de Libertad e Identidad, en 2010, el juez infatigable fue suspendido en sus funciones a causa de investigar las desapariciones del franquismo.
Apartado de la magistratura que forma parte de su ser, aquel niño de Torres que soñaba con proclamar justicia desde un púlpito, se convirtió en consultor externo de la Corte Penal de la Haya, se integró en el Comité de Prevención de la Tortura del Consejo de Europa y la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia. También preside FIBGAR, una organización pro Derechos Humanos y jurisdicción universal que, entre otros proyectos, promueve que los crímenes medioambientales sean catalogados como de lesa humanidad.
Ahora, con 64 años, erguido por el orgullo que lleva el nombre de su madre a la que siempre rinde tributo, es doctor honoris causa por más de veinte universidades, dirige un bufete de abogados y como los retos alimentan su sangre, coordina la defensa jurídica del fundador de Wikileaks, Julian Assange. Acostumbrado a interrogar, no a ser interrogado, a Garzón, sin embargo, no le cuesta responder, qué es lo peor de nuestro país mientras levanta la vista de Calle Este-Oeste, el libro sobre los orígenes del genocidio de Philippe Sands: “Si antes estaba preocupado por el auge de la extrema derecha como antesala de lo que puede ser el fascismo, ahora, después del impacto del covid-19, lo estoy mucho más. Erradicaría cualquier comportamiento de componente fascista, de extrema derecha, que no acepte el juego democrático. No se trata de expulsarles de la democracia sino de que se sometan a los principios democráticos”.
El hombre al que le desvela la injusticia, que sueña con togas y con resolver instrucciones y que, en una, ha vivido tantas vidas como sumarios han pasado por sus manos, despide su Playlist adelantando el título de su próximo libro, La Encrucijada. Se queda disfrutando de las bulerías del maestro Camarón mientras pierde la mirada en el recuerdo, que plasma en su diario, sin olvidar al de Campos de Castilla porque “si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar”.
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