La bandera de España ondea a media hasta en la madrileña Plaza de Colón, durante el luto nacional decretado por las víctimas de la pandemia del coronavirus. REUTERS/Juan Medina
La bandera de España ondea a media hasta en la madrileña Plaza de Colón, durante el luto nacional decretado por las víctimas de la pandemia del coronavirus. REUTERS/Juan Medina
La idea de los economistas convencionales sobre la función del Estado en la economía que predomina en los centros de poder es que debe ser lo más liviana posible, limitándose a desbrozar el camino para que la iniciativa privada actúe con la mayor libertad, pues se piensa que sólo el capital privado es el que tiene capacidad para crear valor, mientras que la intervención estatal sería puramente improductiva.
Llevado al extremo, ese principio se ha traducido históricamente en reclamar del Estado una práctica que con ocasión de esta última crisis provocada por la Covid-19 hemos podido comprobar con especial nitidez: la socialización de las pérdidas del capital privado cuando éste las provoca y la privatización del beneficio una vez que el Estado consigue sacarlo a flote. Lo estamos viendo ahora y lo vimos en otras anteriores, como en la última crisis financiera de 2008, cuando los Estados hicieron suya la gigantesca deuda y las enormes pérdidas que había provocado la banca privada.
Esa política se ha impuesto gracias al poder que tienen quienes se benefician de ella y para eso se hace creer que el Estado no puede hacer otra cosa positiva que no sea el quitar las piedras de camino por donde debe discurrir el capital privado. Así se ha generado un mito que hace mucho daño a las economías en su conjunto y, curiosamente, también al capital privado más dinámico e innovador.


La realidad es otra, tal y como han puesto de relieve muchos estudios y en especial los que últimamente viene realizando la economista Mariana Mazzucato. El valor ni lo crea ni puede crearlo por sí solo el capital privado. No es verdad que lo generen exclusivamente, como se piensa, los empresarios o los emprendedores como resultado de su simple acción individual.
En contra de la creencia generalizada, lo cierto es que el valor y la riqueza productiva sólo pueden generarse con el concurso de las instituciones públicas, de los centros de investigación y enseñanza públicos y del conjunto de la sociedad, es decir, del Estado.
Mazzucato ha demostrado con números y análisis de experiencias reales que la innovación privada, los grandes éxitos empresariales y los grandes avances tecnológicos generalmente asociados a la iniciativa o a la búsqueda del beneficio individual no hubieran podido producirse nunca sin la previa intervención del Estado. Sin que las instituciones públicas asuman la investigación básica que a la empresa privada no le resulta rentable, sin la demanda previa de los Estados y sin sus proyectos estratégicos financiados con capital pública es materialmente imposible que cualquier empresa privada desarrolle los productos que hoy día están a la vanguardia de los negocios.
De ahí se deduce, por tanto, que tratar de fomentar la innovación y la creación de valor debilitando cada día más al Estado es un camino que a la postre impide que el capital privado salga adelante.


A nadie le cabe duda de que el capitalismo basado en la iniciativa privada ha sido capaz de lograr los avances tecnológicos más avanzados de la historia de la humanidad o de proyectar la actividad productiva hacia horizontes nunca contemplados. Pero la realidad es que esto sólo se ha podido conseguir con la previa iniciativa del Estado, de las instituciones y la sociedad en general y, por supuesto, con el dinero público como punto de partida.
Jibarizar el Estado, limitar sus recursos, cortar las alas de la iniciativa pública o frenar la inversión estatal en ciencia y desarrollo tecnológico, en infraestructuras de todo tipo, en educación y en cualquiera de los servicios públicos esenciales es condenar a las sociedades y a las propias empresas privadas al retraso y al empobrecimiento. No ha habido un sólo caso histórico de una economía cuyo sector privado haya avanzado y se haya consolidado con competitividad y poder económico sin la presencia y el concurso de un Estado económicamente fuerte y dinamizador.

Guste o no, lo cierto es que el emprendimiento que resulta determinante y motor de los demás es el que protagoniza inicialmente el Estado y así ha ocurrido en mucha mayor medida con la revolución tecnológica de los últimos treinta o cuarenta años. La inmensa mayoría de los inventos e innovaciones que luego fueron más exitosos, o que determinaron el éxito en los mercados privados, se han generado inicialmente en el sector militar o en los centros públicos civiles de investigación.

La clave del éxito económico y del progreso de las economías más avanzadas del planeta nunca ha sido la fortaleza de un sólo sector y menos del privado, sino la actuación coordinada del conjunto de los sujetos económicos, de la existencia de un ecosistema que funcione coordinada y sinérgicamente.
Ahora que nos estamos proponiendo reconstruir nuestras economías deberíamos tener muy en cuenta esta realidad. Deberíamos ser muy conscientes de que los mayores daños de esta pandemia se están dando precisamente allí donde los Estados y sus servicios públicos son más débiles, en donde casi han llegado a desmantelarse.

Lo anterior no quiere decir que todos los Estados hayan actuado como motores del emprendimiento y de la innovación. No ha sido así precisamente porque, como dije al principio, se tiende a exigirles que actúen simplemente como apagafuegos del capital privado y porque éste trata constantemente de quitarse de encima el compromiso de contribuir a la financiación del Estado, creyendo erróneamente que sólo le supone una carga innecesaria. Pero la alternativa a un Estado que no desempeña las mejores funciones que pude llevar a cabo no puede ser su desaparición o el reducirlo a la mínima expresión. Se trata, por el contrario, de lograr que asuma la misma función que desempeña en los casos más avanzados y exitosos.

La experiencia nos ha demostrado hasta la sociedad que los mercados pueden proporcionar resultados muy brillantes (aunque no siempre eficientes porque la competencia apenas funciona y es incompatible con la innovación que, por definición, produce diferencias y posiciones de cuasi monopolio). Pero también es evidente que su funcionamiento es espontáneo y que no está orientado, también por definición, a conseguir grandes objetivos sociales. Si estos se quieren conseguir es imprescindible la presencia del interés público, bien sea con carácter singular o bajo cualquier tipo de cooperación entre capital público y privado. Y la cuestión clave radica en que hoy día es imposible o suicida no sentirse concernido o renunciar a objetivos como frenar el cambio climático, proporcionar estabilidad y seguridad a las relaciones financieras, evitar el crecimiento desorbitado de la desigualdad, satisfacer niveles siquiera sea mínimos de las necesidades de toda la población mundial, so pena de padecer crisis sociales de consecuencias impensables; o, sin necesidad de ir más lejos, luchar contra una pandemia como la que estamos viviendo. Nada de ello, como digo, se puede conseguir no ya sin Estado sino con el Estado débil, desvestido, desprovisto de recursos y acomplejado que ha creado el neoliberalismo.
En España deberíamos reconsiderar todo esto en estos momentos y no seguir llevádonos por los cantos de sirena del neoliberalismo. En los últimos años se ha frenado el desarrollo de nuestro sistema de ciencia e investigación y se ha desmantelado todo un sistema público empresarial que funcionaba mucho mejor que el privatizado con decisiones típicas del capitalismo de amiguetes de nuestros días. Las consecuencias están a la vista: nuestra economía se convierte a pasos agigantados en un universo de servicios de bajo coste y valor añadido y nuestras mejores empresas o terminan en manos de otras extranjeras o simplemente desaparecen para dejar su mercado a otras de fuera que, en muchas ocasiones, nos colonizan con el apoyo de sus Estados potentes.

Lo que deberíamos hacer es luchar contra la auténtica ocupación que los grupos oligárquicos vienen realizando desde hace decenios de las instituciones del Estado, despojarlo de cualquier atisbo de parasitismo y ponerlo al servicio de la innovación y la creación de riqueza. En lugar de dedicarlo a ser un siervo del capital privado más rentista, en España deberíamos poner las bases para que el Estado actúe, como un socio de proyectos de innovación y de progreso, tal y como defiende Mazzucato. Con control y rigor, con eficacia y transparencia, con democracia, con inteligencia y fortaleza. Seguir renunciando al Estado y privatizar sin medida, como quiere hacer en España la derecha, sólo nos lleva a la colonización, al empobrecimiento de la mayoría y al enriquecimiento parasitario de unos pocos. No nos dejemos engañar: el Partido Popular, Vox o Ciudadanos están pidiendo que hagamos en España lo contrario de lo que han hecho y hacen las economías que tenemos a nuestro alrededor para lograr ser más fuertes y avanzadas.