Rambo contra el coronavirus
Cuando era más necesaria que nunca la presencia de líderes mundiales de talento indiscutible, nos encontramos con que la gran mayoría de dirigentes internacionales comparten la mediocridad como característica común, con muy escasas excepciones
Se nos paró la vida. De
repente, casi todo ha quedado aparcado: el trabajo diario, nuestros
planes más ilusionantes, los encuentros con otras personas a corta o
larga distancia. Nos creíamos casi invulnerables como especie humana.
Pero ahora nos invade la impotencia tristona y el buen humor forzado del
que se limita a esperar el paso indolente de los días.
El
primer error de enfoque ante esa percepción de fragilidad sería pensar
que nos ha ocurrido algo único en la historia de la humanidad. Habíamos
olvidado que nuestro planeta ha sufrido reiteradamente pandemias
bastante más mortíferas que la de la Covid-19. Y también todo tipo de
desgracias colectivas en distintos niveles, en forma de desastres
naturales o de guerras devastadoras. Las propias crisis económicas han
representado seísmos sociales inesperados que han provocado intensos
sufrimientos. Y un ejemplo muy próximo de desastre universal será el que
provocará el cambio climático, si somos tan confiados como lo hemos
sido ante el coronavirus.
No siempre resulta sencilla la previsión de esas
calamidades colectivas. En cambio, sí que parece bastante evidente que
solo pueden abordarse desde un tejido social vertebrado con eficacia a
través de las instituciones. Nadie defendería ahora mismo que este
agresivo ser microscópico circulara a sus anchas (como en el libre
mercado) y que cada persona se las arreglara como pudiera. Lo mismo
ocurre con otras emergencias equivalentes. Es la sociedad organizada la
que debe disponer de los instrumentos más consistentes para prevenir la
respuesta ante una pandemia, ante un terremoto o ante un cataclismo
económico. Y esto último es relevante, porque todos los indicadores nos
señalan que las secuelas de esta crisis nos llevarán a una nueva gran
recesión.
Un Estado Social sólido siempre será el
mejor instrumento para afrontar cualquier contingencia, pues dispone de
la capacidad para actuar desde la solidaridad institucional. Hemos
comprobado estos días las debilidades públicas que se generan cuando
nuestro sistema de salud se deteriora irresponsablemente con recortes y
privatizaciones.
Un verdadero Estado Social asume el
compromiso de desmercantilizar a todas las personas y de asegurarles sus
necesidades básicas. Se pueden garantizar a través de mecanismos
fiscales de redistribución de la renta, algo a lo que nuestras élites
económicas siempre se han negado, con un éxito indudable hasta ahora. En
palabras de Piketty, la profundización en los criterios redistributivos
será una de las claves del siglo XXI. Deberíamos prepararnos
institucionalmente para rescatar personas, en contraste con lo ocurrido
en la última década, cuando se optó por rescatar a entidades bancarias
intocables, a grandes empresas concesionarias habituales y a políticos
recolocados en el indecente carrusel de las puertas giratorias.
Por
otro lado, esta catástrofe es global y nos ha llevado a una paradoja
grotesca. Cuando era más necesaria que nunca la presencia de líderes
mundiales de talento indiscutible, nos encontramos con que la gran
mayoría de dirigentes internacionales comparten la mediocridad como
característica común, con muy escasas excepciones. Y la consecuencia
solo podía ser una paralizante falta de coordinación interestatal,
incluso en el ámbito de la Unión Europea, incapaz de articular medidas
de protección que vayan más allá de la codicia mercantilista. Debemos
repensar la globalización. Como señala Ferrajoli, es hora de impulsar
una iniciativa constituyente a nivel mundial, que genere organismos
supranacionales de garantía a escala global.
Estas
aspiraciones resultan más que legítimas. Pero puede ocurrir lo
contrario, como ya pasó tras la crisis de 2007. Estamos viendo todo tipo
de afirmaciones de la soberanía nacional, como los cierres de fronteras
o las denegaciones de ayuda mutua entre países. Al mismo tiempo, se
empiezan a producir las primeras reacciones autoritarias ante la crisis,
como acaba de suceder en Hungría, donde se ha perpetrado una variante
de autogolpe con apoyo parlamentario. Y la gestión de la crisis en
países tan relevantes como Estados Unidos o Reino Unido ha antepuesto
los intereses de sus élites económicas a la protección de la salud de
las personas. No olvidemos que ese era el debate de fondo en España
sobre el acuerdo de paralización de la actividad laboral, el cual ha
irritado a nuestros sectores empresariales.
En nuestro
país no podemos descartar la irrupción de discursos autoritarios que
acaben llevando a la desprotección de los más desfavorecidos, en una
especie de restauración empeorada. Lo vimos en los últimos años, al
incrementarse los recortes de libertades, las desigualdades sociales y
la precarización de amplias capas de la sociedad (especialmente de las
mujeres). Los anuncios grandilocuentes de determinadas donaciones
empresariales, porcentualmente irrelevantes, sin petición de una mayor
corresponsabilidad tributaria, son un indicio de maquillaje preparatorio
para no contribuir de forma proporcionada a las cargas sociales
futuras.
Más peligroso será que el autoritarismo acabe
impregnando a la ciudadanía, en momentos de excepcionalidad. El miedo
se propaga más rápidamente que un virus, porque pueden contagiarse
millones de personas a la vez. Algunos signos deberían alertarnos, como
el discurso bélico de los gobernantes, acompañados de militares en sus
comparecencias. Los soldados en las calles pueden resultar necesarios en
estos momentos, pero refuerzan las visiones autoritarias. Y no es
cierto que estemos en una guerra. Nos encontramos ante una enfermedad
que debe ser atajada con mecanismos de salud pública y de cooperación
ciudadana. Es un caso claro de no violencia aplicada a la protección de
la integridad física de las personas.
Las situaciones
de excepcionalidad son delicadas y siempre pueden acabar erosionando las
libertades. El riesgo de autoritarismo también ha podido apreciarse con
la difusión de vídeos de actuaciones policiales abusivas. Mi trabajo
diario me permite conocer la destacada profesionalidad de nuestras
fuerzas de seguridad y me lleva a la percepción de que el uso incorrecto
de la fuerza tiene carácter minoritario. Pero esas imágenes de
violencia gratuita de algunos agentes nos muestran un talante muy
negativo de autoritarismo justiciero, que puede acabar calando en la
ciudadanía, como lo demuestra el respaldo irracional de bastante gente a
actuaciones contrarias a los derechos de las personas.
La
gestión presente de esta crisis va a condicionar las bases de nuestra
vida cuando la pandemia quede neutralizada. No deberíamos permitir que
John Rambo venga a salvarnos con machetazos y admoniciones
apocalípticas, que encubren el servilismo hacia los más privilegiados.
De la amenaza contra nuestra salud nos salvará la cultura del cuidado,
la ternura que sentimos hacia otros seres humanos, nuestra voluntad
inquebrantable de plantar cara al sufrimiento. Todo ello queda
simbolizado ahora por el impresionante esfuerzo de nuestro personal
sanitario. Esos valores de la solidaridad son los que después nos deben
seguir salvando.
Daniel Defoe nos dijo que la peste
aumentaba las rencillas entre los seres humanos y Albert Camus escribió
que su peor efecto era que desnudaba las almas. Lo observamos ahora
cuando se instrumentalizan los muertos por coronavirus para buscar
ganancias partidistas. Los días pasan sin prisa, con lentitud
parsimoniosa, pero el tiempo transcurre inexorablemente. Hay que empezar
a construir un mañana mejor. Como sabía Ghandi, debemos ser el cambio
que queremos ver en el mundo.
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