miércoles, 1 de abril de 2020

Se nos paró la vida. De repente, casi todo ha quedado aparcado: el trabajo diario, nuestros planes más ilusionantes, los encuentros con otras personas a corta o larga distancia. Nos creíamos casi invulnerables como especie humana. Pero ahora nos invade la impotencia tristona y el buen humor forzado del que se limita a esperar el paso indolente de los días.
El primer error de enfoque ante esa percepción de fragilidad sería pensar que nos ha ocurrido algo único en la historia de la humanidad. Habíamos olvidado que nuestro planeta ha sufrido reiteradamente pandemias bastante más mortíferas que la de la Covid-19. Y también todo tipo de desgracias colectivas en distintos niveles, en forma de desastres naturales o de guerras devastadoras. Las propias crisis económicas han representado seísmos sociales inesperados que han provocado intensos sufrimientos. Y un ejemplo muy próximo de desastre universal será el que provocará el cambio climático, si somos tan confiados como lo hemos sido ante el coronavirus.
No siempre resulta sencilla la previsión de esas calamidades colectivas. En cambio, sí que parece bastante evidente que solo pueden abordarse desde un tejido social vertebrado con eficacia a través de las instituciones. Nadie defendería ahora mismo que este agresivo ser microscópico circulara a sus anchas (como en el libre mercado) y que cada persona se las arreglara como pudiera. Lo mismo ocurre con otras emergencias equivalentes. Es la sociedad organizada la que debe disponer de los instrumentos más consistentes para prevenir la respuesta ante una pandemia, ante un terremoto o ante un cataclismo económico. Y esto último es relevante, porque todos los indicadores nos señalan que las secuelas de esta crisis nos llevarán a una nueva gran recesión.
Un Estado Social sólido siempre será el mejor instrumento para afrontar cualquier contingencia, pues dispone de la capacidad para actuar desde la solidaridad institucional. Hemos comprobado estos días las debilidades públicas que se generan cuando nuestro sistema de salud se deteriora irresponsablemente con recortes y privatizaciones.
Un verdadero Estado Social asume el compromiso de desmercantilizar a todas las personas y de asegurarles sus necesidades básicas. Se pueden garantizar a través de mecanismos fiscales de redistribución de la renta, algo a lo que nuestras élites económicas siempre se han negado, con un éxito indudable hasta ahora. En palabras de Piketty, la profundización en los criterios redistributivos será una de las claves del siglo XXI. Deberíamos prepararnos institucionalmente para rescatar personas, en contraste con lo ocurrido en la última década, cuando se optó por rescatar a entidades bancarias intocables, a grandes empresas concesionarias habituales y a políticos recolocados en el indecente carrusel de las puertas giratorias.
Por otro lado, esta catástrofe es global y nos ha llevado a una paradoja grotesca. Cuando era más necesaria que nunca la presencia de líderes mundiales de talento indiscutible, nos encontramos con que la gran mayoría de dirigentes internacionales comparten la mediocridad como característica común, con muy escasas excepciones. Y la consecuencia solo podía ser una paralizante falta de coordinación interestatal, incluso en el ámbito de la Unión Europea, incapaz de articular medidas de protección que vayan más allá de la codicia mercantilista. Debemos repensar la globalización. Como señala Ferrajoli, es hora de impulsar una iniciativa constituyente a nivel mundial, que genere organismos supranacionales de garantía a escala global.
Estas aspiraciones resultan más que legítimas. Pero puede ocurrir lo contrario, como ya pasó tras la crisis de 2007. Estamos viendo todo tipo de afirmaciones de la soberanía nacional, como los cierres de fronteras o las denegaciones de ayuda mutua entre países. Al mismo tiempo, se empiezan a producir las primeras reacciones autoritarias ante la crisis, como acaba de suceder en Hungría, donde se ha perpetrado una variante de autogolpe con apoyo parlamentario. Y la gestión de la crisis en países tan relevantes como Estados Unidos o Reino Unido ha antepuesto los intereses de sus élites económicas a la protección de la salud de las personas. No olvidemos que ese era el debate de fondo en España sobre el acuerdo de paralización de la actividad laboral, el cual ha irritado a nuestros sectores empresariales.
En nuestro país no podemos descartar la irrupción de discursos autoritarios que acaben llevando a la desprotección de los más desfavorecidos, en una especie de restauración empeorada. Lo vimos en los últimos años, al incrementarse los recortes de libertades, las desigualdades sociales y la precarización de amplias capas de la sociedad (especialmente de las mujeres). Los anuncios grandilocuentes de determinadas donaciones empresariales, porcentualmente irrelevantes, sin petición de una mayor corresponsabilidad tributaria, son un indicio de maquillaje preparatorio para no contribuir de forma proporcionada a las cargas sociales futuras.
Más peligroso será que el autoritarismo acabe impregnando a la ciudadanía, en momentos de excepcionalidad. El miedo se propaga más rápidamente que un virus, porque pueden contagiarse millones de personas a la vez. Algunos signos deberían alertarnos, como el discurso bélico de los gobernantes, acompañados de militares en sus comparecencias. Los soldados en las calles pueden resultar necesarios en estos momentos, pero refuerzan las visiones autoritarias. Y no es cierto que estemos en una guerra. Nos encontramos ante una enfermedad que debe ser atajada con mecanismos de salud pública y de cooperación ciudadana. Es un caso claro de no violencia aplicada a la protección de la integridad física de las personas.
Las situaciones de excepcionalidad son delicadas y siempre pueden acabar erosionando las libertades. El riesgo de autoritarismo también ha podido apreciarse con la difusión de vídeos de actuaciones policiales abusivas. Mi trabajo diario me permite conocer la destacada profesionalidad de nuestras fuerzas de seguridad y me lleva a la percepción de que el uso incorrecto de la fuerza tiene carácter minoritario. Pero esas imágenes de violencia gratuita de algunos agentes nos muestran un talante muy negativo de autoritarismo justiciero, que puede acabar calando en la ciudadanía, como lo demuestra el respaldo irracional de bastante gente a actuaciones contrarias a los derechos de las personas.
La gestión presente de esta crisis va a condicionar las bases de nuestra vida cuando la pandemia quede neutralizada. No deberíamos permitir que John Rambo venga a salvarnos con machetazos y admoniciones apocalípticas, que encubren el servilismo hacia los más privilegiados. De la amenaza contra nuestra salud nos salvará la cultura del cuidado, la ternura que sentimos hacia otros seres humanos, nuestra voluntad inquebrantable de plantar cara al sufrimiento. Todo ello queda simbolizado ahora por el impresionante esfuerzo de nuestro personal sanitario. Esos valores de la solidaridad son los que después nos deben seguir salvando.
Daniel Defoe nos dijo que la peste aumentaba las rencillas entre los seres humanos y Albert Camus escribió que su peor efecto era que desnudaba las almas. Lo observamos ahora cuando se instrumentalizan los muertos por coronavirus para buscar ganancias partidistas. Los días pasan sin prisa, con lentitud parsimoniosa, pero el tiempo transcurre inexorablemente. Hay que empezar a construir un mañana mejor. Como sabía Ghandi, debemos ser el cambio que queremos ver en el mundo.

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