¿Nada volverá a ser como antes? ¡Nada volverá a ser como antes!
Tendremos que encontrar un equilibrio entre dos tareas simétricas y necesarias por igual: empujar hacia el futuro sin soltar la cuerda del pasado.
Nada volverá a ser como
antes. El coronavirus supone un antes y un después. El mundo va a
cambiar. Va a cambiar radicalmente. Fin de época. Punto de inflexión. Se
avecina un nuevo tiempo con nuevas reglas. Nada será igual. Adiós al
mundo tal como lo conocíamos. Bienvenidos al futuro.
Venga,
sed sinceros: ¿qué os produce la lectura del párrafo anterior? ¿Ilusión
o miedo? ¿Qué sentís cada vez que estos días encontráis esos mismos
vaticinios en artículos, entrevistas, tertulias y análisis de expertos?
¿Os ilusionáis, repetís las frases en voz alta, las compartís en
vuestros grupos de whatsapp y salís al balcón para mirar el horizonte?
¿O más bien os echáis a temblar, os escondéis bajo la cama y miráis
compulsivamente fotos antiguas (fotos de hace dos semanas)? ¿Queréis que
el mundo se dé la vuelta cual calcetín, o daríais un pulmón y parte del
otro por regresar aunque fuese un ratito a la semana previa al estado
de alarma?
Quizás las dos cosas. Yo, por ejemplo, voy por días, o
por horas. Hay ratos en que me entusiasmo pensando en esta posibilidad
imprevista de transformación social, y enumero las muchas cosas de ayer
que querría dejar atrás para siempre. Pero hay otros momentos (el día
del confinado es muy largo) en que me repito eso tan viejo de no hacer
mudanzas en tiempo de tribulación, y firmaría con los ojos cerrados por
conservar intacto ese ayer que hoy vemos alejarse, incluso con todo lo
que no iba bien, para intentar cambiarlo pero por otras vías, sin
confinamiento, miles de muertos y ruedas de prensa con generales.
El
diablillo optimista me susurra en un oído: tranquilo, Isaac, nada
volverá a ser igual porque nosotros no seremos los mismos, esta
experiencia nos va a transformar, nos cambia prioridades y necesidades,
nos rehumaniza, genera formas de comunidad y apoyo mutuo, y nos permite
aquello que hace dos semanas era inimaginable: parar, detener la
máquina, paso previo para reprogramarla. Pero en la otra oreja el
diablillo pesimista me relee fragmentos subrayados de La doctrina del shock,
me recuerda lo mal parados que salimos de anteriores crisis que también
iban a cambiar el mundo (incluso iban a cambiar el capitalismo,
¿recordáis?), y me muestra por la ventana las posibles primeras señales
del nuevo tiempo: autoritarismo, disciplinamiento social,
militarización, excepcionalidad, alabanza del modelo chino…
No
sé. Supongo que una vez pase la urgencia extrema (pero mientras ya se
producen cambios que pueden ser irreversibles) tendremos que encontrar
un equilibrio entre dos tareas simétricas y necesarias por igual:
empujar hacia el futuro sin soltar la cuerda del pasado. Dedicar tanta
energía a crear un mundo nuevo como a conservar todo lo que queremos
salvar del “viejo mundo” y que hoy está amenazado.
Con
tanto entusiasmo por saludar la nueva época se nos olvida que venimos
de un tiempo de profunda incertidumbre, y esta no ha hecho más que
agudizarse en esta crisis: si hasta hace unos días no éramos capaces de
pensar nuestras vidas a un año vista, de pronto no sabemos qué será de
nosotros la semana que viene. Y la emoción dominante hoy, pese a tanto
arcoíris en los balcones, seguramente es el miedo. Antes de soñar el
futuro necesitamos asegurar el presente, en términos de supervivencia en
muchos casos. No sea que corramos tan deprisa hacia el nuevo mundo, que
al mirar atrás descubramos que nadie nos sigue.
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