domingo, 15 de mayo de 2016

Voces en el Estrecho

(Refugiadas in mmoriam)


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                   I

Las mujeres vestían a Latifa.
Y sonaba en el patio una darbouka.
Y luego los jazmines.
Risa y complicidad.
Pastel de almendras.

Deja, madre, 
que vuelen las palomas,
que se apague el hornillo de petróleo;
no me vistáis de novia todavía.
Que tengo un corazón para cantar
y aquel que me escuchaba 
se ha perdido 
en una tierra oscura y enemiga.

¿Dónde queda el amor?
¿y para cuándo, madre,
el tacto de la seda, 
los brotes de las lilas
y la iconografía de los besos?

Tú me esperabas, madre,
tras la humedad verdosa de tu piel.
Siempre, como de invierno, 
te recuerdo; luto de corazones,
como naipe marcado, como mirra 
que aroma la plegaria, 
como tormenta seca 
que arrastra el horizonte
con el fuego de julio.
Luego, 
presentimientos 
de miel y lampadario. 
Voces. Nocturnidades. 
Pregón de limoneros en el zoco, 
las rodillas hundidas
en la rutina azul del baño turco.
El dulce peso helado de la niebla
cuando baja del Atlas.
La tos. La calentura.
La jarisa picante.
Qué tristeza de cal en las paredes.
Qué noche de cadenas.
Y qué crueldad noviembre
cuando ya no es posible un solo beso
que llevarse a la piel. 

Di que no has olvidado, madre,

la promesa escondida
que le dejaste al sol bajo la alfombra.
¿No recuerdas aún 
aquella conmoción tierna y rebelde
que hablaba con la luna
y se inventaba versos, 
que se escapaba sola, 
violando las consignas,
para ver la ciudad sin centinelas,
cuando el gato dormía y tú rezabas -
Bismillah ar-Rahman ar-Rahim-?
Yo era el caso perdido
que hablaba en una lengua diferente.

La niña ya no está. 
Quizá jamás llegó.
Y solo fueron sueño
los bucles de romero 
y sus pupilas ámbar,
su estuche de madera, 
el silencio de brisa
y de lavanda,
el silencioso ritmo
del ciempiés y la hormiga,
rondando las sandalias diminutas.
Y el dolor de un vivir 
de sombra en sombra.

Quizás aquella niña nunca fue
sino adivinación de soledades claras,
indelebles,
que arañaban tu cuerpo
y estiraban su alma. 
Y por eso, 
mujer de sueño y roca,
no le contaste cuentos
sino historia real, 
batallas y estocadas,
testamentos de reyes y sultanes.
En los que lo más noble 
era la muerte. Y por eso, mujer,
no le contaste cuentos,
sino melancolía. 

Las mujeres vistieron a Latifa
con un traje dorado
bordado en soledad 
por la mortaja fucsia de la tarde. 



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              II  


Ha llegado el siroco. 
Es como si el desierto
despertase de golpe
en la ventana.
Las mujeres amasan
los cuernos de gacela
con la almendra y la miel
y el pan para la boda
En tus ojos, Latifa,
se ha quedado en tinieblas
el ultimo peldaño.
Si pudieras decirle
que hay un canto de luz
intacta y leve
cada vez que respiras en su nombre.
Pero la historia guarda
otros planes urdidos para ti.
No tiene marcha atrás
ni se arrepiente nunca
de sus viejos errores. Los repite.
Tan solo es un archivo
de lugares comunes,
de pompa aletargada
en nunca y circunstancia,
que finge ser un siempre
a corto plazo.
Y tú, inocente Latifa,
eres aliento fresco
en el  verano,
desde que apareciste
cuando quiso la luz
que el tiempo fuese
y fue contigo
un relámpago dulce
de sueños y nostalgias.
Los guionistas que el destino contrata
siempre aciertan.
Tu personaje estaba bien escrito
en la memoria azul
de las estrellas.
Cada cifra marcaba su lugar
en las suaves llanuras
que partían en dos el horizonte.
Y luego el mar. Allí  a lo lejos,
recitando las olas
igual que los suspiros.

Apareció una tarde
cuando el sol se marchaba
hacia el fondo del cielo
y sonreía. Trazábais a la vez
otro futuro
para un tiempo mejor,
cuando volviera.
"¿Me esperarás?"-te dijo.
Y tú le respondiste con un beso
y aroma de silencio.
Tuvisteis que aprender
otro lenguaje y a enjugar
el candor de un sentimiento
que dejábais varado en las esquinas
del mundo y del futuro.
Y nadie adivinó
por qué empalidecía la fragancia
de arándanos y flores
por qué se amontonaban
los flecos de la lluvia
en tus mejillas
desde que viajó solo
hacia la costa
para tomar el barco de los sueños
y luego regresar
cargado de regalos y esperanza.
Nadie tuvo jamás una sospecha
de aquel vivir intacto y paralelo
entre vosotros. Terriblemente amor.
Nadie supo jamás de aquella mar creciente
ni de donde brotó la voz
que os convocaba.

"Te esperaré"-rezabas en silencio,
mientras el tiempo urdía en su telar
otra historia de ahora,
otra inminente rueda de abalorios
donde no estaba él sino su ausencia
y el no saber
si habrá llegado a tierra
la patera en la se embarcó
para volver un día.

El presente no mira hacia el pasado
ni tiene compasión
con nuestros sueños. Ahora vas a casarte
solo con la palabra
de tus padres y los padres de un hombre
al que no amas. Y la vida te duele
y te aprisiona y el amor ya no está,
se fue con él.

Dejas que te maquillen las mujeres
y que la henna borre de tus manos,
con las luces del alba,
los hilos de caricia que te quedan.


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                  III  


Nunca volvió.
Tal vez no pudo hacerlo.
Y en aquel no saber
ella le dibujaba
con escamas y ópalos
en el fondo de un mar
casi borrado
sin comprender muy bien
por qué lo hacía.

Siempre fueron leyenda
tus ojos alumbrados
por esa luz que brota
como un ave
de insomnios y cristal
y no había rincones
en la rotundidad de tu perfil
ni en la sombra chinesca 
de tus dedos.
Solamente el vacío 
sobre los almohadones
que no llegaste a usar.
El temblor luminoso
de un barco abandonado 
en la bahía,
las palabras de sémola
que nunca pronunciamos,
el viaje discontinuo,
la espera intermitente
en el cabo encendido
de cada tempestad
cuando la tierra acaba
y solo cuentan noches 
y océano. 

Se te inundó la frente
de esos pequeños rizos
que anidan en el tiempo
cuando se va el verano
y cortan las avispas
los canales del mosto.

Y después el silencio
perfecto y acabado
entre las olas
de una piedad adusta
gota a gota. Un adiós,
-bishmillah, inshallah-,
gaseoso y ausente;
y el sol te dibujaba
cada vez más cercano
al alejarte
como si la distancia
se perdiera de golpe
en pellizcos de luz
sobre las aguas.

El sol te arrebató
silbando un tatuaje
sobre la piel del alma
con ritmo de  papiros 
y de aceite
derramado en otoño
cuando el olivo llora
y salen a pescar 
las soledades. 
Así dijiste adiós 
sin decir nada y diciéndolo todo
sin decir. Rápido y ajustado
siguiendo a las gaviotas
sin avisar siquiera, 
sin miedo a los papeles
ni a las aguas oscuras.
No miraste el reloj
ni el almanaque.

Tenías, Ibrahim, 
esa rara firmeza
que da el saber altivo
de un orgullo cabal
que siempre te miraba
en la penumbra
como si fueses suyo
desde siempre. 

Elegiste las puertas del Estrecho
con esa placidez 
que da el final de  octubre
y un beso de tabaco en la mejilla
para decir adiós
mientras llovía en silencio
por mi cuerpo 
y empapaba mi alma
la sombra de una noche 
cada vez más intensa
y más devastadora
a pesar de la calma 
y el abrazo del sol. 

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             IV  


Han talado el olivo
que llenaba de pájaros
el aire.
Y Latifa prefiere
peinarse sin hablar
ni mirarse al espejo
en el azul creciente
de otro día
sin cielo al que rezar.
Ha olvidado reír
como en aquellos años.
Ni siquiera la mueca la obedece.
Que la risa abandona el corazón
cuando se echa de menos
un futuro con nombre y apellido
y lágrimas oscuras
acuden a cerrar las verjas de la tarde.

Le quedan las señales del exilio.
Suma y calla,
que se le ha ido borrando
año tras año la memoria feliz
de las caricias, la suave bendición
de la ternura

qué difícil seguir
viendo la misma luz
cuando nos abandona 
la realidad intensa
de aquello que soñamos

le susurró la lluvia resbalando
silencios
en el cristal helado
de otra noche sin luna.

Se acaban estos versos
al estirarse el alba
mientras la ciudad sueña
y el Gloria de Vivaldi
se ha dejado caer
con rima perezosa
en rebeldía
entre la mecedora
y la tetera.

Latifa e Ibrahim
ya son una parábola de niebla
un olvido turquesa en la mañana
robado a la metáfora del mar.


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              *********

Nota
Los poemas de este ciclo sobre las refugiadas están inspirados en una historia real. Evidentemente, Latifa no se llama así. Pero la historia es cierta. Ella, de origen bereber vive en Marruecos, hija de un profesor de matemáticas y la única chica entre cuatro hermanos, estudió informática cuando casi ninguna mujer de su país lo podía hacer. A finales de los ochenta. Se enamoró de un compañero de estudios que por falta de trabajo se embarcó y desapareció al cruzar el Estrecho de Gibraltar. En la fosa común del Mediterráneo. Ella, con una depresión, se acabó casando contra su voluntad, al viejo estilo, con un hombre al que conoció unas semanas antes de la boda que habían acordado las dos familias. Matrimonio que fue un fracaso absoluto, en el que ella ha sido maltratada, humillada y separada de su único hijo, por leer libros en otros idiomas que no son el árabe. Cuando pidió ayuda a su propia familia, sus padres, siempre cultos y aparentemente, abiertos, le respondieron que algo estaría haciendo mal y que ellos no podían ni debían hacer nada en un caso así, en el que ella depende, por ley, de su marido.
Este ciclo de poemas es un homenaje a esas mujeres, como las que describe Fátima Mernisi, grandes de alma, más despiertas que la cultura que las oprime, y con vidas llenas de dolor y de injusticia. También es un homenaje a las mujeres refugiadas que ahora aprenden español en el centro de ayuda al refugiado, donde colaboro. Muchas de ellas han podido escapar de situaciones muy parecidas a las de Latifa.


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