viernes, 6 de mayo de 2016

Habeas corpus

No fallaba. Cada mañana desde hacía un par de semanas, le despertaba la misma voz, a la misma hora, en el piso de al lado. Pared con pared. 
Fede llevaba casi tres años viviendo en aquel quinto piso pequeñito y acogedor. Luminoso y claro. En un barrio ni demasiado periférico ni demasiado céntrico. Sin nada que destacar, salvo la misma contaminación y las mismas aceras llenas de excrementos y meadas de perro, que concedían a la ciudad un olor ya  integrado en el contexto y en el funcionar normal de la urbe. No por ello menos asqueroso y desagradable, sobre todo cuando el invierno se despedía de repente en un día soleado a conciencia por una situación de Poniente que sin previo aviso convertía las calles y plazas en un gigantesco micro-ondas. Y aumentaba el hedor con la sensación de estar hirviendo en el aire. Exceptuando esa repugnante condición, el barrio, la calle, y el entorno del distrito no presentaban ningún rasgo desagradable. Los vecinos tampoco destacaban por nada especial. Sencilla y afable. La gente. Nada adicta a trasnochar ni a ningún exceso particularmente molesto. Por eso le extrañó tanto que en el piso de al lado, desde hacía unos días, no se había parado a contarlos, aquella voz monótona y persistente, gritase cada mañana a la misma hora "¡¡¡¡¡¡¡¡Maríaaaaaaaa, abre la puerta que la tele no va...!!!!!!!. ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Cristian, dame agua, joderrrrrrrrr!!!!!, Que no quiero, que no quiero, ¡¡¡socorro....!!!" Y luego, el silencio absoluto. La vida seguía su curso como si tal cosa. 
Lo había comentado con el vecino de en frente, que se encogió de hombros y le miró como sin entender, mientras se disponía con prisa a bajar las escaleras. El ascensor le  producía agorafobia y le dejó con la palabra en la boca. "Yo no me preocuparía, ya se apañarán, ¿no?" Fede no supo qué decir; se quedó en la entrada de su casa con la puerta abierta, dudando entre dar un toque al extraño vecino desconocido, del que no sabía nada o desentenderse del asunto.
 Hasta que habían comenzado las sesiones de gritos matutinos, había creído  que la única habitante de la casa de al lado era una mujer rubia de bote, de edad indefinida, físico potente, pendientes de aros enormes y siempre subida en unos tacones finísimos y altísimos que inexplicablemente conseguían sostener aquella mole corpórea vestida casi siempre con unas ceñidas prendas minifalderas de tela estampada en leopardo. Apenas un buenos días o un buenas tardes. Nada que diese pie a un diálogo. 

Serían las ocho de la mañana cuando al día siguiente las voces planas volvieron a la carga, pero esta vez de un modo desgarrador. "¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Socorro, María, qué  Rubén me mata!!!!!!!!", y así hasta las 9'30. Fede no pudo más y llamó al 112. "Es para dar una aviso urgente. En el piso de al lado alguien quiere matar a alguien. Sí, grita sin parar pidiendo auxilio; he llamado al timbre y nadie me abre ni responde, pero los gritos no paran." Al colgar pensó un montón de posibilidades. Un enfermo crónico, inmovilizado y dejado a su suerte. Un hijo oculto de la mujer-leoparda, drogadicto con síndrome de abstinencia, un abuelo nonagenario con alzeihmer. Y aquella bruja indiferente, saliendo y entrando sin darse por aludida. De repente el silencio y  de golpe el grito cada vez más desgarrador. Se le hicieron eternos los quince minutos que la policía municipal y la ambulancia tardaron en llegar. Tuvieron que forzar la puerta para entrar en la casa de los horrores. 
Fede estaba pálido y aturdido. Nunca se había visto tan cerca de un suceso criminal o de un accidente espantoso como en el que seguramente iba a  tener que testificar, pensó con un escalofrío mientras los agentes y los enfermeros entraban en el siniestro piso, seguramente ensangrentado y vete a saber en qué condiciones truculentas encontrarían el panorama. 

Telefoneó a la oficina para decir que iría más tarde, estaba seguro de que  debería cooperar con la justicia cuando se descubriese el pastel y de que su presencia era imprescindible, seguramente, para testificar in situ. Pegó la oreja a la pared y solo se escuchaba el rumor confuso de conversaciones cruzadas, palabras sueltas. Se peinó a toda velocidad, se puso la cazadora. Seguramente ahora le pedirían que les acompañase a la comisaría del barrio para hacer la denuncia pertinente. Luego sonó el timbre. Ya. Se dijo a sí mismo que debía tener valor para afrontar el trago y no flaquear ante el horrible espectáculo que tendría que presenciar y abrió la puerta con gesto digno, de entereza forzosa y forzada.

"Pase, pase", le indicó uno de los agentes mientras entraban al salón comedor de la casa de al lado. "Aquí lo tiene, ¿qué le parece?" Allí estaba, mirándoles fijamente como si nada. Un loro. Un loro de plumaje espectacular, que al verle le observó con la misma mirada impune y contra natura de un preboste aforado o de un rey irresponsable constitucional de sus actos, pillados con las manos en la masa y con la misma conciencia de sí mismos y de sus respectivos entornos que aquella criatura vestida por la naturaleza con la policromía de un plumaje espectacular, aunque en el caso de la gerifaltía, desgraciadamente, sermoneando falacias en algún congreso de diputados fuera de tiesto o en cualquier palacio-jaula que les pille a mano, pero con la misma descarada frescura de una bestezuela emplumada  y completamente  inocente de su condición parlanchina, que en ella resulta virtuosismo y en ellos es un cínico y falaz delito político. Como  si le conociese de toda la vida, con aquella voz plana y átona, sin quitarle ojo de encima, le soltó en catarata todo su repertorio parlanchín: "María, abre la puerta que la tele no va. Rubén me mata. Dame agua, Cristian, joder. Hola, vecino, ¿hoy no trabajas? Vecino abre la puerta que el agua no va, María me mata. Rubén abre la puerta que la tele no va".
No acertó a decir nada. Los agentes, los enfermeros y el médico de urgencias se despidieron entre chirigotas, después de hacerle firmar una especie de sentencia del absurdo, justificando el servicio solicitado. Un aire de irrealidad cayó sobre Fede y lo envolvió en un olor a calabaza asada, a café recién hecho y a especias. El loro desde la jaula en el salón, seguía a su aire. A la mañana siguiente, a las ocho menos cuarto, como más o menos, cada día,  la voz volvió a sonar atravesando el tabique, igual que siempre. "Vecino, vecino, abre la puerta que la tele no va; María dame agua que el vecino me mata". Y de pronto algo nuevo se incorporó a la rutina diaria. Llovía a mares, tras meses de implacable sequía. Y el agua, golpeando los cristales y los muros, le puso música al estribillo. "La vida compone sus raras partituras en cualquier sitio, la vida debe estar loca. Como una regadera, o como ese loro...Mariano, vete a casa, que el gobierno no va...Me estoy rayando" pensó Fede, mientras leía los mensajes en el guasap, desayunaba a toda pastilla, apagaba la luz del baño, conectaba la alarma, desconectaba el wifi, cerraba el grifo, se anudaba los zapatos, se ponía las gafas de ver más lejos, cerraba de un portazo y llamaba el ascensor.

No hay comentarios: