¿De quién es la calle?
por Luis García Montero
La calle es mía. Eso afirmó en 1976 Manuel Fraga Iribarne, ministro de la dictadura franquista y creador de la derecha española que hoy soportamos. Sus herederos tienen la misma aspiración de propiedad en 2014, pero han aprendido a camuflar sus comportamientos. En vez de negar de principio la disidencia política, prefieren convertirla en un problema de orden público.
Intentan así ejercer el autoritarismo en nombre de la seguridad ciudadana. No les gusta que se vean en la calle las protestas, ni tampoco las consecuencias sociales de sus políticas. Tomar la calle es una necesidad para los maltratados, los desahuciados, los empobrecidos, los enfermos abandonados, los estudiantes malqueridos. Es una necesidad para los que luchan contra la avaricia de los bancos y contra unas reformas laborales que han dejado sin seguridad ni derechos a los trabajadores. Tomar la calle es un modo de sentirse ciudadanos.
Una comunidad se forma gracias a los vínculos. Una comunidad democrática se sostiene en la sanidad y la educación compartida y en una riqueza equilibrada gracias al salario digno y al trabajo decente. Cuando se abisman las diferencias económicas, cuando se liquidan los servicios públicos, la comunidad se deshace. Es normal que los ciudadanos intenten tomar la calle para reforzar los vínculos y exigir las responsabilidades que pretenden desdibujar las élites. Es tradicional, y viejo, y calculable, que las élites quieran criminalizar la pobreza y convertir la disidencia en un asunto de orden público. Lo analizó hace años el sociólogo Loïc en el ensayo Las cárceles de la miseria (Alianza, 2000).
La pregunta sobre la propiedad de la calle late en el corazón de la democracia. De su respuesta depende la idea de orden como imposición del poder autoritario o como marco público de convivencia.
El Proyecto de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, que el Gobierno envió al Congreso el pasado mes de julio, es un buen ejemplo. Intenta convertir en ley la experiencia represiva de los últimos tiempos. Un muchacho de 22 años, llamado Alfon Fernández, va a ser juzgado la próxima semana por su participación en la Huelga General del 14 de noviembre de 2012. Pueden caerle 5 años de cárcel. No es un caso aislado. Además de miles de multas y sanciones, en este momento hay casi 300 sindicalistas procesados por su participación en huelgas y protestas obreras. Lo paradójico es que la observación de la realidad señala más hacia el abuso y las actuaciones desmedidas de la policía que hacia los altercados graves de los manifestantes. El Gobierno está actuando con una clara desproporción represiva.
El ministerio de Justicia es hoy un ejemplo claro de la regresión democrática que sufre España. La Justicia se vuelve cada vez más cara, más represiva y menos independiente. Aunque el Proyecto de Ley sobre la Seguridad Ciudadana se explique como una medida contra los excesos en el derecho de manifestación, se trata en realidad de una amenaza contra un valor clave para la respiración democrática: la libertad de manifestación, reunión y expresión. Supone también un recorte del derecho de huelga y de la proyección pública de la actividad sindical.
Más que seguridad, se pretenden la inseguridad y la indefensión. Supone, por ejemplo, una importante pérdida de garantías cívicas que la autoridad gubernativa pueda imponer castigos graves sin pasar por el control judicial. Si ocurre un conflicto callejero, una de las partes involucradas podrá tomar decisiones sin la valoración de un juez. También resulta inquietante que la administración se arrogue la autoridad de poner multas desproporcionadas por un poco definido concepto de “alteración de la seguridad”. Participar en la protesta por un desahucio o hacer una fotografía en una manifestación puede desembocar en una ruina considerable.
Incluso convocar una manifestación… El concepto de solidaridad -tan olvidado cuando se trata de ayudar a las personas-, sirve en el proyecto de excusa para hacer responsables a los convocantes de un acto de todo lo que pueda hacer cualquier persona que pase por allí. Con unos infiltrados mañosos, figuras que ha abundado mucho en las últimas movilizaciones, se puede acabar con los derechos de cualquier organización.
¿Son exageraciones? No, son interpretaciones posibles de un proyecto de ley que refleja de forma nítida el deterioro actual de la democracia española. La generalizada libertad de explotación y empobrecimiento de la ciudadanía quiere normalizarse, igual que sus miserables condiciones de trabajo, a través de la borradura de la protesta política en los espacios públicos.
Tomar la calle es negarse a vivir la exclusión del gueto y abrir un debate sobre el concepto de orden. La normalidad democrática invita a la convivencia y la solución en libertad de los conflictos. La voluntad represiva impone el silencio y hace del espacio público una escenificación de la mentira. La salud no debe confundirse con una enfermedad silenciada.
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