Cinco olas, cinco revelaciones
Se dice que las crisis son como un embalse en el que, cuando baja su nivel, sale a la luz todo aquello que el agua cubría y ocultaba, pero que ya estaba allí. También hay quien utiliza la metáfora de los marcadores tumorales. En ese caso, las crisis vendrían a permitir un diagnóstico preciso de patologías políticas y sociales que ya existían, pero todavía no se distinguían con nitidez. Que cada cual elija qué imagen prefiere, pero las distintas olas de la pandemia –cinco ya–, están actuando también de esta manera, y cada una de ellas está dejando en evidencia problemas previos.
La primera ola, en marzo de 2020, nos cogió por sorpresa y pronto puso de manifiesto varios fenómenos. Se comprobó la fortaleza del Estado, que fue capaz de reaccionar y poner en marcha un complejo dispositivo sin necesidad de recurrir a la violencia. Pero también quedaron claras las carencias de un sistema sanitario que, pese a ser nuestro orgullo, mostró las consecuencias de años de recortes, especialmente en comunidades autónomas como Madrid, donde el adelgazamiento de la red pública había sido mayor. Mientras descubríamos la importancia de la salud pública –esa gran olvidada–, quedó expuesta en términos particularmente trágicos la más que deficiente situación de una parte importante de los dispositivos de protección social. En particular, del sistema de residencias de mayores, como infoLibre desveló con minuciosidad. En medio del desconcierto y el caos, pudimos vivir hasta dónde llegaban las debilidades provocadas por una hiperglobalización en la que las deslocalizaciones impedían que España fuera capaz de fabricar respiradores o incluso mascarillas quirúrgicas. Ninguno de estos problemas eran nuevos, estaban ya bajo las aguas de una situación de “normalidad”, pero emergieron a la superficie impulsados por la virulencia del covid.
La segunda ola, que empezó ya en el verano de 2020, sacó a la luz las vergüenzas de las situaciones más precarias desde el punto de vista social y laboral. Los temporeros que recogen la fruta y que generalmente viven hacinados en infraviviendas sin las más mínimas condiciones higiénicas fueron las primeras víctimas del virus. La segunda ola siguió avanzando hasta final de año mostrando las carencias de entornos laborales que, exigiendo presencialidad, no fueron lo suficientemente diligentes a la hora de plantear medidas de prevención. Junto a ello, pudo percibirse la falta de refuerzos en los sistemas de transporte público en muchas ciudades. Y, en general, se sufrieron las consecuencias de una vuelta a la normalidad sin la capacidad de adaptación que la situación requería. A la par, se detectaban las primeras fiestas en casas por las noches, con los taxistas advirtiendo de su existencia y de lo que podía estar cociéndose en esos espacios privados.
La tercera ola llegó tras las navidades, con las comunidades autónomas y el Gobierno incapaces de limitar los desplazamientos, y demasiadas familias y grupos de amigos dispuestos a asumir el riesgo con tal de juntarse a celebrar. Las reuniones en torno a una mesa forman parte sustancial de la forma de vida española, y son difícilmente renunciables para gran parte de la población. Comidas navideñas, pero también vermuts multitudinarios, tardeos que han triunfado sustituyendo a la noche para salvar las restricciones horarias, y fiestas de toda naturaleza y condición llevaron el debate a otro sitio, y comenzó a sobrevolar en el ambiente la pregunta sobre cuánto riesgo estábamos dispuestos a asumir. La salud ya no era el bien supremo a preservar, y la estructura social, tan arraigada en la familia y en las celebraciones tradicionales que se llevan a cabo en la intimidad de cuatro paredes, hizo el resto. A las pocas semanas, curvas disparadas.
La cuarta ola nos inundó cuando parecía que el final estaba ya muy cerca. De nuevo la proximidad de un periodo vacacional, junto con la tardanza en la puesta a punto del sistema de vacunación, formaron un cóctel mortal. La Unión Europa dejó ver claramente las dificultades de articular sistemas para comprar vacunas con las medidas de seguridad pertinentes, y las negociaciones con los laboratorios fueron oscuras, opacas y repletas de problemas. A Europa también le ha sacado los colores la pandemia.
Estamos ante la quinta ola, y esta vez, ya con la vacunación plenamente engrasada y siendo un éxito en todo el territorio, son los jóvenes los que están en el punto de mira. Chavales y chavalas, que celebran el fin de curso –de un curso especialmente duro para todos, también para ellos– con macrofiestas y viajes como si nada hubiera pasado, son ahora los que se contagian y pueden contagiar a adultos sin la pauta completada. Pero estos jóvenes, la gran mayoría estudiantes, han contado para autorizar y financiar estos viajes con la complicidad de unas familias incapaces de hacerles ver el riesgo que corrían. No sólo eso, sino que, comprobado el desastre e intuyendo a dónde nos puede llevar, algunos padres y madres han salido a protestar por lo que consideran un “secuestro” de sus retoños –¡quién se hubiera podido quedar encerrada a los veinte años en un hotel con cientos de compañeros y colegas!–, incapaces de asumir su responsabilidad y transmitírsela a sus hijos. Flaco favor estamos haciendo a los jóvenes apoyando acríticamente a esos estudiantes en lugar de hacerles conscientes de las consecuencias de sus actos. Esta vez ha sido la relación intrafamiliar la que ha quedado en evidencia, y sobre todo la incapacidad de muchos adultos para acompañar a sus hijos en el proceso de madurar, es decir, de hacerles conscientes de las consecuencias de sus actos.
Cinco olas, y cinco demostraciones palmarias de problemas que teníamos previamente, y que se nos han mostrado en toda su desnudez. Ojalá sirva para aprender.
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