Mala persona
“A menudo, la fuerza del ser vil se la dan los serviles”.
El escritor napolitano Antonio Scurati está publicando una serie de libros que relatan, valiéndose de los artificios de la novela, el ensayo histórico y la biografía, el ascenso hacia el poder en su país del dictador Benito Mussolini, la estrategia del terror que le abrió las puertas del Gobierno de Italia, la ferocidad criminal de su ejército de camisas negras y la cobardía del resto de formaciones políticas, que unas veces por puro cálculo de intereses y otras simplemente paralizadas por el espanto, le dejaron hacer, miraron para otra parte y pusieron la nación entera y sus órganos democráticos en manos de un loco sanguinario que, aparte de su carácter homicida, era un cínico que bautizó su táctica como “ducha escocesa”, que no era otra cosa que una versión encarnizada del juego del palo y la zanahoria: en sus discursos, el Duce alentaba la violencia y justificaba las ejecuciones de su banda de matones, y en sus artículos y editoriales de Il popolo d'Italia llamaba a la calma y exigía sentido de Estado a las partes implicadas, lo mismo que si quienes derramaban la sangre y quienes la perdían fuesen comparables.
La radiografía que Scurati hace del fascismo, una ideología sin más idea de fondo que la de imponerse por la fuerza y cuyo único fin real, por debajo de la grandilocuencia de sus discursos, es la eliminación física y moral del adversario, produce escalofríos en unos momentos en que esa filosofía de la brutalidad vuelve a asomar en el horizonte y, aquí y ahora, la ultraderecha se ha convertido en España en la tercera fuerza del Parlamento, con cientos de miles de votos como aval. La conclusión del paso atrás es que no aprendemos nunca, ni siquiera de la lección tenebrosa que supusieron treinta y ocho años de dictadura que lo único que sembró fueron tumbas. Que haya quien cree que el legítimo descontento social por estas o aquellas causas puede servir de coartada para apoyar el regreso de los bárbaros y darles carta de naturaleza, está cometiendo un error grande y, sobre todo, peligroso: cada palmada en la espalda del lobo lo hace más voraz. La autoridad del ser vil se la dan los serviles.
El histriónico Mussolini era un payaso, sin duda, un tipo ridículo, igual que Hitler o Franco, y qué duda puede caber de que también era un perturbado, como cualquier persona capaz de arrebatarle la vida a otra, pero eso no le hacía en absoluto menos dañino, tal vez al contrario, porque no resulta descabellado pensar que ese tipo de ser vil se venga de sí mismo en los demás, los castiga por sus propias limitaciones y les hace pagar sus traumas. La explicación psicológica, en cualquier caso, es lo de menos, lo peor de esos individuos abominables no es lo que son, sino lo que hacen.
En una de sus características rabietas, el líder del Partido Popular, Pablo Casado, ha calificado al presidente del Gobierno ni más ni menos que de “mala persona”. La causa, si es que necesita alguna quien tiene la costumbre del insulto y la boca siempre llena de metralla, ha sido la remodelación del Ejecutivo, con entradas y salidas ministeriales y con un claro aviso para navegantes y polizones por parte de Pedro Sánchez, que sentenció que la remodelación estaba destinada a asegurar la estabilidad “para treinta meses.” Es decir, hasta que acabe la legislatura. Parece que en la derecha, sin embargo, hay prisas y miedo a que las medallas acaben en la solapa del rival, porque la vacunación va avanzando con paso firme, cada dosis es un asalto ganado al virus y están al caer los millones de Europa, sobre los que tanto le gustaría poner las manos a la oposición: la de cosas que se podrían privatizar con ese dinero y la de amigos a los que podrían beneficiar para cobrarles el favor en las próximas elecciones.
Es increíble la facilidad con que los inquilinos de la sede en venta de la calle de Génova llaman golpistas a quienes el Tribunal Supremo dejó en sediciosos por los delitos que cometieron durante el procés y, al mismo tiempo, igualan, por medio del propio Casado, la democracia con el franquismo, blanqueado como una “ley sin democracia”, según su lamentable definición. Y todo ello, mientras va de la mano de Vox, esa formación que sigue nombrando cargos que se fotografían con banderas inconstitucionales y le exigen a él radicalizarse hasta rozar el extremismo. Si se esforzase un poco, daría pena a la vez que rabia, defendiendo la libertad de comer carne roja en nombre de las mismas siglas que trataron de impedir cada una de las libertades que hemos ido conquistando en estos años y a pesar de AP y el PP, que se opusieron al divorcio, el aborto, las leyes de igualdad, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la eutanasia… Como para dar lecciones sobre nuestros derechos.
En realidad, algunos de ellos y sus socios ultras en general no tienen nada que enseñar. Al menos, nada bueno. En las dos novelas hasta ahora publicadas por Antonio Scurati, M, el hijo del siglo y M, el hombre de la providencia –aparecidas aquí en el sello Alfaguara–, vemos a un Mussolini que nos recuerda a algunos personajes de nuestra actualidad: un antiguo socialista y director del diario progresista Avanti que al ser expulsado de ambos lugares fundó Il popolo d'Italia y la turba fascista reconvertida con el tiempo en partido, al mando de la cual, entre otras cosas, le prendió fuego a su antiguo periódico. Su camino hacia Roma fue el que siempre recorre esa gente: tras embaucar al pueblo y utilizarlo en su beneficio para luego traicionarlo –“hay que volverse hacia quienes no trabajan con los brazos”, tramaba, de puertas para adentro, a la vez que lanzaba consignas populistas desde los balcones y las tribunas para seducir a los obreros–, él y sus columnas de verdugos se lanzaron a aniquilar a tiros y golpes de maza a cualquiera que se interpusiera en su camino. Me permito recomendarles su lectura y me apuesto lo que sea a que no les será difícil encontrar las mismas similitudes que he encontrado yo entre aquellos hechos y personajes de entonces y algunos de hoy en día. Naturalmente, salvando las distancias… por ahora.
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