domingo, 25 de julio de 2021

II

Ideas Propias

Los jueces y su poder

Publicada el 25/07/2021 a las 06:00
Infolibre

Casi todo lo que sostendré en estas líneas pertenece al acervo básico que se le supone a todo ciudadano medianamente informado. Otra cosa es, respetado lector, que vivamos tiempos en que hay que luchar por recordar obviedades. Veamos. Montesquieu –persona avisada y de buen criterio, según creo que podemos convenir–, al mismo tiempo que teorizó sobre la división de poderes en cita ineludible («Para que no sea posible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder», Espíritu de las leyes, XI, 4), relativizó la caracterización del poder judicial como poder del Estado: “de los tres poderes de que hemos hablado el de juzgar es, en cierto modo, nulo” (ibid., XI, 6).

Se ha dado muchas vueltas a esa afirmación, que debería ser puesta en relación con esta otra del mismo Montesquieu que caracterizó al poder de los jueces como “ese poder tan terrible para los hombres”. Un poder terrible, como certificó Napoleón cuando, según se le atribuye, sostuvo que los hombres más poderosos de Francia eran los jueces de instrucción, porque podían poner a cualquiera en la cárcel y ordenar la incautación de sus bienes. Sí, los jueces tienen ese poder sobre las libertades y la propiedad de los ciudadanos. Un poder que es legítimo en la medida en que se ejerce conforme a la ley, porque en sistemas como el nuestro, los jueces carecen de la legitimidad democrática de origen, que concurre en el poder legislativo y en el gobierno, ya sea directamente votado en las urnas, ya por la mayoría parlamentaria habilitada por ellas. Ahora bien, la pregunta es: ¿eso significa que todos y cada uno de los jueces son, deben ser, un poder del Estado equiparable al legislativo y al ejecutivo? Dicho de otro modo, ¿en qué consiste el poder de los jueces? La tesis que quiero recordar es que todos y cada uno de los jueces son funcionarios del Estado que desempeñan un importantísimo servicio público, que llamamos función jurisdiccional, sin el que no pueden sostenerse ni el imperio de la ley, ni la paz social. Pero eso no significa que cada juez sea un poder del Estado en sentido propio.

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Los poderes de los jueces y los poderes del Estado

El iusfilósofo F. Atria, en un artículo publicado hace años a propósito de la cuestión, avisaba sobre lo que consideraba un riesgo, nada novedoso: “Hoy está de moda devaluar la autoridad del legislador y sobrevalorar la autonomía del juez. No hay en esto nada novedoso. Esto es un retroceso a formas premodernas de comprensión del Derecho, en el cual éste no era creado por los ciudadanos (que entonces eran súbditos), sino descubierto a través del ejercicio de la razón entrenada de jueces y abogados. El Derecho moderno, fundado en la idea de voluntad soberana del pueblo, hace posible la transformación de súbditos en ciudadanos que se autogobiernan”. Y, tras subrayar la imprescindible tarea de los jueces –la de juzgar, aproximar las leyes a la vida, al caso concreto, pero sin usurpar la función del legislativo–, insistía precisamente en eso, en que “todas las características que atribuimos a los jueces y en particular su independencia e inamovilidad, no responden a que sean un poder del Estado, sino al servicio público que deben prestar, esto es, la función que deben cumplir precisamente con arreglo a las leyes, y por tanto, conforme a la exigencia de la mayor imparcialidad, la ausencia de arbritariedad” .

En corto y por derecho: el poder del que dispone cada juez no es lo mismo que el poder judicial como uno de los tres poderes del Estado. Como explica la Exposición de Motivos de la LO 6/1985 del Poder Judicial (LOPJ), “El conjunto de órganos que desarrollan esa función constituye el Poder Judicial del que se ocupa el título VI de nuestra Constitución, configurándolo como uno de los tres poderes del Estado y encomendándole, con exclusividad, el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, según las normas de competencia y procedimiento que las leyes establezcan”. Quizá lo que explica la tesis que quiero recordar es la doble dimensión de ese principio de exclusividad en el ejercicio de la función jurisdiccional.

Ante todo, ese principio supone que sólo los jueces pueden desempeñar esa función, ese servicio público esencial que se describe en el apartado 3 del artículo 117: “El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan”. Lo que significa que los jueces han de estar libres de toda interferencia de los poderes públicos o privados. Y por eso las notas de independencia e inamovilidad atribuidas a todos y cada uno de los jueces. O sea, esta primera dimensión de la exclusividad protege a los jueces de cualquier intento de interferencia en su función jurisdiccional, para que sólo los jueces puedan desempeñar esa función, que es un servicio público esencial.

Pero la otra cara del principio de exclusividad es lo que dispone el apartado 4 del mismo artículo 117: “Los Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho”. Y esta segunda dimensión de la exclusividad quiere decir que los jueces no pueden atribuirse otra función que la jurisdiccional. Cada juez obtiene su legitimidad del ejercicio de la función jurisdiccional y sólo la función jurisdiccional, conforme a la ley. Ni más, ni menos. Está al servicio de la ley: no tiene legitimidad más que para hacer eso a lo que la ley le obliga.

Por lo que se refiere al gobierno de los jueces –del Poder Judicial– , es bien cierto que el Consejo General del Poder Judicial (conforme al artículo 122.2 de la Constitución), es una institución constitucional que ejerce el gobierno del conjunto de órganos que desarrollan la función jurisdiccional y que constituyen el Poder Judicial. La separación de poderes en lo que toca al Poder Judicial ha de entenderse, desde luego y ante todo, como la necesidad de no interferencia del poder ejecutivo ni del legislativo en la actividad jurisdiccional de los jueces; en segundo término, como la capacidad de control jurisdiccional de los actos del ejecutivo; y, en tercer lugar, implica que el órgano de gobierno de ese poder judicial no debe sufrir interferencia en el ejercicio de sus funciones, ni por parte del poder ejecutivo, ni del legislativo.

Ahora bien, eso no quiere decir que en la constitución del órgano de gobierno de los jueces haya que dar un cheque en blanco al corporativismo y eximirlo por tanto del requisito de legitimidad democrática, máxime cuando nuestro sistema judicial no les confiere a los jueces legitimidad democrática de origen (los jueces no son elegidos por el titular de la soberanía, por los ciudadanos), sino sólo de ejercicio, esto es, en la medida en que actúan conforme a la Constitución y a las leyes.

Justamente por esa razón, parece adecuado que su órgano de gobierno nazca de la decisión de los titulares de la soberanía, esto es, de quienes son los representantes de la legitimidad democrática, el legislativo. Que las Cámaras elijan a los miembros del gobierno de los jueces parece un corolario lógico de ese principio. Aunque puede modularse: por ejemplo, exigiendo que sean candidatos los que hayan seleccionado los propios jueces y que entre ellos la Cámaras elijan. O que haya una representación mixta: elegidos por los propios jueces y elegidos por el legislativo.

Del gobierno de leyes al gobierno de jueces

Una última cuestión es la que se plantea cada vez con más fuerza en estos meses como consecuencia de determinadas decisiones por parte de lo que podríamos considerar un sector significativo de los magistrados que componen los tribunales de justicia de mayor rango, como también de un Consejo del Poder Judicial que ha excedido en más de dos años el período de su mandato, sin que el legislativo haya conseguido proceder a renovarlo, ni tampoco los propios componentes del CGPJ hayan dado muestra de una voluntad suficiente de obligar a tal renovación (por ejemplo, dimitiendo de cargos de los que están cesantes conforme a la previsión legal).

Algunos han llegado a hablar de que estaríamos asistiendo en España a lo que se conoce como lawfare, un término de origen norteamericano equivalente a guerra jurídica, esto es, a la utilización torticera del Derecho para subvertir, por ejemplo, la posición legítima de quien ha ganado las elecciones (la tesis de Trump y sus seguidores frente a Biden), o ha alcanzado el gobierno en virtud de una medida constitucional como la moción de censura constructiva (el gobierno Sánchez en España), sin tener que esperar a que llegue la convocatoria electoral, o sin recurrir a mecanismos constitucionales previstos para cesar al gobierno, como el revocatorio o la citada moción de censura constructiva. Me parece una hipótesis excesiva, por más que en ciertos círculos de la magistratura existan sin duda quienes se empeñan pertinazmente en discutir la legitimidad democrática del gobierno de coalición y tratan incluso de torpedearlo mediante fallos que implican la negación de la legalidad de normas jurídicas emanadas del gobierno, o el bloqueo de la aplicación de leyes surgidas de la iniciativa parlamentaria de los grupos que lo sostienen en las Cámaras. En ello coinciden con la estrategia adoptada por el partido VOX y dubitativa, pero progresivamente, por el PP, que hizo suya la peregrina tesis de que un partido que es legal y que legal y legítimamente forma parte del Gobierno debe quedar excluido de cualquier negociación parlamentaria sobre la renovación del CGPJ, porque así se le antoja al PP.

Más verosímil me parece que en determinados círculos doctrinales, jurídicos, mediáticos y políticos (muchas veces no es fácil distinguirlo) se esté dando pábulo de facto a un fenómeno que conocemos bien, el deslizamiento del Estado de Derecho al Estado de jueces, al gobierno de los jueces. Por ejemplo, cuando se insiste en que la última esperanza, el último reducto del Estado de Derecho y de la democracia hoy sería el poder judicial, entendido en su sentido más corporativo y enfrentado con el gobierno y aun con el legislativo. De donde, por ejemplo, el empeño en que el CGPJ debe ser elegido únicamente por los jueces, porque los jueces deben estar gobernados por los jueces, un argumento de Perogrullo que ignora, como he recordado más arriba, el diseño constitucional de ese órgano de gobierno y el obvio argumento de que la soberanía popular, la legitimidad democrática, se encarna en las Cámaras, no en los jueces.

El riesgo de propiciar un “gobierno de jueces” no viene de ahora, por más que algunos hayan desempolvado una monografía de Bernd Rüthers, publicada en 2014, Die Heimliche Revolution vom Rechtstaat zum Richterstaat: la tesis del deslizamiento del Estado de Derecho a un Estado de jueces no es una novedad entre juristas críticos alemanes, como por ejemplo Henning, autor en 1962 de un trabajo con el título "Rechtstaat und RichterStaat" (publicado en el volumen 3 de la revista Jahrbuch für Christliche Sozialwissenschaften), y sobre todo, René Marcic, quien estudió y advirtió sobre el fenómeno en su fundamental ensayo de 1957 Vom GeesetzStaat zum RichterStaat. Por no decir que todo ello tiene mucho que ver con el conocido como Movimiento del Derecho Libre FreiRechtsBewebung, una escuela doctrinal que propició Ehrlich en una obra seminal de 1903, Freie Rechtsfindung Und Freie Rechtswissenschaft y que continuaron Kantorowiz y Fuchs. Por lo demás, en el fondo, todo se remonta a Platón y a la disputa sobre el gobierno de filósofos/sabios/expertos o técnicos, frente al gobierno de leyes. Nihil novum sub sole, salvo para quien piensa que lo novedoso es lo que se publicó ayer, en inglés. O, para ser más exactos, como me recordaba en una reciente conversación en redes el profesor Javier Zamora Bonilla, invocando al Mairena de Machado, que los novedosos apedrean a los originales… En cualquier caso, lo importante es esto: los jueces y también su gobierno obtienen su legitimidad del desempeño de sus funciones conforme a lo que establecen las leyes. Y quienes tienen legitimidad para establecer las leyes son los diputados y senadores elegidos por el pueblo y que, por ello, encarnan por representación la voluntad del soberano, que son los ciudadanos, no ningún funcionario del Estado, por imprescindible y noble que sea su función.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por València.

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