Una noche sin luna
Una noche sin luna, la obra que Juan Diego Botto y Sergio Peris Mencheta le dedican a Federico García Lorca, se ha convertido en un verdadero acontecimiento teatral. El público, agitado por lo que ve y le cuentan, participa en una representación en la que los sentimientos se convierten en razones y los recuerdos se colocan en medio del presente. Las palabras pasan del hoy al ayer para hacer que la memoria forme parte de la realidad.
Esta invitación, muy desde el presente, a la propia memoria me envolvió mientras veía Una noche sin luna y se multiplicó al leer el artículo de Ian Gibson a raíz de la obra. Cuando el hispanista volvió al Teatro Español para verla por segunda vez, la representación se convirtió en un doble homenaje al poeta y al estudioso de su biografía. Una emoción más.
Siempre recuerdo que descubrí la poesía de García Lorca en la biblioteca de casa de mis padres gracias a la edición de sus Obras completas publicada por Aguilar. La cubierta en piel y el papel biblia quizá tuvieran algo que ver con el relámpago sagrado de unos versos en los que las palabras te invitaban a entrar en un mundo sumergido. La luna era sin duda algo más que la luna cuando bajaba a la fragua en busca del niño que debía morir.
Unos años después tuve la suerte de que cayese en mis manos el libro de Ian Gibson sobre La represión nacionalista en Granada y la muerte de Federico García Lorca publicado por Ruedo Ibérico en 1971. Descubrí entonces que las palabras invitan a entrar en mundos sumergidos porque la vida está llena de historias personales y colectivas que forman el sedimento del paisaje cotidiano. En las palabras está el rumor de los olvidos. Bajo mis pies, bajo las calles que recorría para ir al colegio o visitar a mis abuelos, existía un mundo destrozado por un golpe militar y por años de silencio imperativo.
La vocación poética se convirtió entonces en un modo de preguntar y de preguntarme sobre aquello que existe en la realidad, una manera de recuperar la decencia humana que habían enterrado los escombros de una guerra, una forma de buscar la herencia de García Lorca, y de Fernando de los Ríos, y de Salvador Vila, el rector ejecutado, y de Constantino Ruiz Carnero, el periodista que agonizó durante horas en una celda después de que le rompieran las gafas y los ojos con la culata de un fusil.
Al salir de la función de Juan Diego Botto sentí que la noche de Madrid se había quedado sin luna. Si la luna es en la obra de Federico García Lorca una metáfora de la muerte, acababa de ser vencida por un Federico vivo, permanentemente vivo, encarnado por un actor convencido, convincente y dueño de una madurez artística incuestionable. Allí estaba el Federico alegre, simpático, culto, popular, valiente, digno en sus miedos, homosexual, comprometido y dispuesto a enfrentarse al odio de los que le llamaban García Loca y despreciaban con hueca retórica nacionalista su modo de amar a España. Allí estaba, abrigado por efectos teatrales de primera calidad, el Federico que había defendido el arte frente a la degradación mercantilista de la cultura y la comunicación con el público frente al elitismo de los puros y los estetas.
Allí estaba el Federico ejecutado en 1936, allí estaban la España de ayer y la España de hoy. Duele que tantas invitaciones al odio, la homofobia, el machismo, los bulos, la ley de la selva y la desigualdad hayan vuelto a presentarse sin pudor en nuestra vida cotidiana. Por eso agradecí los aplausos emocionados de mucha gente, pero sobre todo de una chica joven que hacía suya la vida de Federico y convertía la memoria en apuesta de futuro. En épocas difíciles, sin perder de vista la realidad, conviene buscar la esperanza.
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