El candidato propuesto por el rey se presentó ante
el Congreso argumentando tres razones para haber aceptado el encargo.
Dos no son verdad, pero una sí es cierta; seguramente supuso la única
verdad incontestable contenida en un discurso de investidura que más
pareció un ejercicio de oposición leído por un opositor con gripe o con
resaca. Si algo ha demostrado el primer día de la investidura es que
conceder tiempo ilimitado al aspirante constituye un error que pagamos
muy caro y no deberíamos volver a cometer.
Sostuvo Rajoy que comparecía debido a la necesidad urgente e imperiosa
de tener un gobierno. No parece del todo cierto. A no ser que fueran
igualmente tanta urgencia y necesidad de tener un gobierno lo que le
obligara a pasarse el mes de julio en standby, tomarse el puente de
agosto, tardar una semana en reunir a su club de fans de la directiva
Popular o seguir con pasión las olimpiadas.
Un gobierno eficaz añadió luego, seguramente porque hasta él mismo se
dio cuenta que la única prisa que le hemos visto durante dos meses la
hemos encontrado en sus caminatas. Tampoco responde a la verdad. A no
ser que entendamos por eficaz un gobierno que eleva la deuda al total
del PIB, se funde la mitad de las hucha de las pensiones o se muestra
incapaz de cumplir sus propios objetivos de déficit y tiene que prometer
ser bueno y no volver a hacerlo para que Europa no nos castigue más
fuerte.
Sostuvo Rajoy que los españoles habían dado un mandato claro para que
gobernase el Partido Popular. Se sintió tan a gusto con la afirmación
que se vino arriba, llegando a proclamar que incluso quienes no votaron
al PP habían dado un mandato claro para que gobernase el PP. De nuevo
otra falta a la verdad. El PP ganó las elecciones pero Rajoy no obtuvo
una mayoría clara para gobernar. Si no sabe cómo sumarla es su problema y
a Rajoy le corresponde arreglarlo, no a nosotros o a la oposición.
Además los números pueden hacerse de muchas maneras. Por ejemplo, otro
aspirante que fuera capaz de subir a la tribuna con los votos
suficientes bien podría alegar el respaldo del mandato claro de más de
trece millones de votantes. Emplear como argumento lo que dicen ciertas
encuestas de opinión debemos considerarlo una broma del aspirante y
punto.
Sostuvo Rajoy que no existe alternativa. Y en eso sí dijo la verdad. De
hecho supone su gran ventaja y lo que a día de hoy le permite controlar
el proceso que nos llevará o a su investidura o a elecciones. Sin
alternativa la democracia se resiente y el poder suele ser presa fácil
para quien ya gobierna. Tan seguro está de la falta de alternativa y tan
claro debe tener que constituye su mejor baza que todo su discurso y
todo su argumento podría resumirse en una única frase: "Háganme
presidente porque soy el mal menor".
Pero Rajoy es un político experimentado. Algo en su intervención dejó
entrever que ya no las tiene todas consigo. Sabe que no hay alternativa
pero algo parece decirle que a lo mejor ya no está tan claro que no la
vaya a haber. Seguramente por eso dedicó casi quince minutos de su
retórica más dura a hablar sobre Catalunya con una dedicación y una
beligerancia que no le escuchábamos desde hace meses, para empezar a
quemar las naves de los nacionalistas catalanes por si a Pedro Sánchez
se le pasara por la cabeza intentar abordarlas.
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