Las ciencias de la naturaleza no enseñan acerca de
nuestra propia naturaleza interior. Asignaturas como “Conocimiento del
medio” desconocen la regulación del metabolismo celular. Disertamos
sobre comidas para combatir el hambre, pero no de alimento para
nutrirnos. Pensamos el mundo en términos cuantitativos, cuando la vida
interior sólo sabe de calidad altamente específica; de cooperatividad
positiva en las reacciones celulares, en vez de competencia.
Todo el mundo sabe qué son los hidratos de carbono, las grasas y las
proteínas. Pero ¿sabemos de qué están hechas? La tecnología alimentaria
analiza el contenido porcentual en cada uno de estos combustibles
metabólicos, pero para su correcta absorción, digestión y recambio
celular necesitamos aminoácidos y ácidos grasos esenciales -porque no
los podemos sintetizar- así como vitaminas y coenzimas sin los cuales ni
el sistema inmune nos protege contra lo extraño, ni los ciclos
moleculares de materia y energía entre órganos y tejidos funcionan. No
funcionan ni cerebro ni corazón.
En nuestro país ya hay cuatro generaciones criadas con alimentos envueltos en plásticos y alimentados con almidón modificado de maíz modificado.
Fuimos criados con los aceites vegetales hidrogenados que nos coló
Flora durante años (porque eran mejores que la mantequilla ¿recuerdan?) y
que siguen estando dentro de cualquier pan o dulce aunque se ha
demostrado que son causa directa de enfermedades cardiovasculares.
Mucho de lo que se vende es tóxico y adictivo en términos metabólicos,
como los azúcares invertidos o los edulcorantes (NAS) incluidos en
cientos de alimentos supuestamente dietéticos. Producen, entre otros
datos probados, intolerancia a la glucosa al modificar nuestra flora intestinal. Sin embargo, la FDA tiene seis más aprobados para el consumo.
El glifosato es venenoso. Sería manipulador y anticientífico afirmar lo
contrario. Lo es, porque inhibe específicamente la vía del siquimato,
precursor de los aminoácidos esenciales
fenilalanina, tirosina y triptófano. El triptófano es precursor
indispensable de moléculas neurotransmisoras y antioxidantes como la
serotonina y la melatonina. Además, es el que en menor proporción se
encuentra en la proteína animal y no lo acumulamos. Si lo eliminamos de
plantas y microorganismos, nos quedamos sin él. Por si esto no fuera
suficiente, su toxicidad es ampliamente conocida- como la de otros
plaguicidas y herbicidas- por inhibir los citocromos P450,
una familia de más de cincuenta genes que constituyen el sistema de
protección contra xenobióticos más importante que existe desde el
principio de la evolución de las especies.
Poner los
plaguicidas y demás venenos al alcance de cualquiera está a la altura de
dejarnos a todos con una pistola en la mano. Y, sin embargo, el
glifosato se rocía por doquier en nuestros parques y jardines,
habiéndose extendido su permiso de uso otros años más en contra de la opinión mayoritaria.
Esta misma semana, se publica un estudio
realizado en más de diez millones de personas en cuatro continentes que
demuestra que millones de personas mueren de obesidad derivada de las
grasas tóxicas, es decir, por malnutrición en la abundancia, mientras
otros miles de millones se mueren de hambre. El modelo de alimentación
agroindustrial de la mal llamada “revolución verde”, a pesar de su gran
producción, no ha sido capaz de solucionar la desnutrición -pero sí de
aumentar la manipulación de los alimentos hasta límites inimaginables y
sumirnos en esa absurda malnutrición de la abundancia.
Agrotóxicos, manipulación de los alimentos, pérdida de biodiversidad,
pérdida de variedades agrícolas y ganaderas tradicionales, contaminación
de suelos, aguas y cuerpos… ¿es éste, realmente, el mejor y el único
sistema agroalimentario al que podemos aspirar? No lo es. Muchos
científicos no ligados directamente a la industria y que, por tanto, no
tenemos que vender “nuestro producto” lo llevamos diciendo desde hace
décadas. Muchos hemos suscrito cartas abiertas
en contra de los OMG que no han tenido repercusión mediática, de la
misma manera que el show de los nóbeles no lo ha tenido en prácticamente
ninguna de las mejores revistas científicas (compruébenlo).
Este súbito renacer transgenetista no es más que el último intento de
colarnos una técnica que ha quedado obsoleta ante las nuevas tecnologías
de edición genética por CRISPR/Cas, capaces de alterar baratito y al
alcance de cualquiera genes de poblaciones enteras: un peligro al que
tendremos que enfrentarnos en un debate que asusta a sus inventores.
Lo que ha permitido la vida de nuestra especie durante milenios ha sido
la compleja bioquímica de las plantas: su simbiosis con los
microorganismos del suelo y del agua, la transmisión de biodiversidad
por los polinizadores, el respeto a los ciclos esenciales del carbono,
nitrógeno y fósforo y poder disponer de una calidad del aire respirable,
pues el oxígeno es nuestro principal combustible metabólico.
Como desde diferentes puntos de vista hemos denunciado en este blog de
Última llamada, los principios de la termodinámica muestran que la vida
sólo es posible dentro de unos límites y esos límites se están haciendo
cada vez más estrechos debido a la crisis energética, a la pérdida de
biodiversidad y a la pérdida de capacidad de los ecosistemas de mantener
las funciones que regulan la vida. No podemos seguir en este camino de
manipulación y contaminación sin que ello nos pase factura en forma de
degradación ambiental y pérdida de salud.
No debería
hacerse negocio con una comida que no alimenta, o que destruye el
territorio, o que nos hace perder el inmenso legado de biodiversidad y
conocimiento adquirido a lo largo de la historia por nuestros
antepasados. Debemos empezar a recuperar nuestra soberanía salvaje, es
decir nuestra capacidad de alimentarnos con nutrientes de una tierra
fértil, sin ningún aditivo, con una agricultura que sirva para producir
alimento pero también para enriquecer la tierra, purificar el agua y
restaurar la calidad del aire.
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