martes, 2 de agosto de 2016

Soberanía salvaje



Guardianes de semillas: un investigador conserva en Lanzarote antiguas simientes
Guardianes de semillas: un investigador conserva en Lanzarote antiguas simientes Diario de Lanzarote 

 
Las ciencias de la naturaleza no enseñan acerca de nuestra propia naturaleza interior. Asignaturas como “Conocimiento del medio” desconocen la regulación del metabolismo celular. Disertamos sobre comidas para combatir el hambre, pero no de alimento para nutrirnos. Pensamos el mundo en términos cuantitativos, cuando la vida interior sólo sabe de calidad altamente específica; de cooperatividad positiva en las reacciones celulares, en vez de competencia.
Todo el mundo sabe qué son los hidratos de carbono, las grasas y las proteínas. Pero ¿sabemos de qué están hechas? La tecnología alimentaria analiza el contenido porcentual en cada uno de estos combustibles metabólicos, pero para su correcta absorción, digestión y recambio celular necesitamos aminoácidos y ácidos grasos esenciales -porque no los podemos sintetizar- así como vitaminas y coenzimas sin los cuales ni el sistema inmune nos protege contra lo extraño, ni los ciclos moleculares de materia y energía entre órganos y tejidos funcionan. No funcionan ni cerebro ni corazón.
En nuestro país ya hay cuatro generaciones criadas con alimentos envueltos en plásticos y alimentados con almidón modificado de maíz modificado. Fuimos criados con los aceites vegetales hidrogenados que nos coló Flora durante años (porque eran mejores que la mantequilla ¿recuerdan?) y que siguen estando dentro de cualquier pan o dulce aunque se ha demostrado que son causa directa de enfermedades cardiovasculares.
Mucho de lo que se vende es tóxico y adictivo en términos metabólicos, como los azúcares invertidos o los edulcorantes (NAS) incluidos en cientos de alimentos supuestamente dietéticos. Producen, entre otros datos probados, intolerancia a la glucosa al modificar nuestra flora intestinal. Sin embargo, la FDA tiene seis más aprobados para el consumo.
El glifosato es venenoso. Sería manipulador y anticientífico afirmar lo contrario. Lo es, porque inhibe específicamente la vía del siquimato, precursor de los aminoácidos esenciales fenilalanina, tirosina y triptófano. El triptófano es precursor indispensable de moléculas neurotransmisoras y antioxidantes como la serotonina y la melatonina. Además, es el que en menor proporción se encuentra en la proteína animal y no lo acumulamos. Si lo eliminamos de plantas y microorganismos, nos quedamos sin él. Por si esto no fuera suficiente, su toxicidad es ampliamente conocida- como la de otros plaguicidas y herbicidas- por inhibir los citocromos P450, una familia de más de cincuenta genes que constituyen el sistema de protección contra xenobióticos más importante que existe desde el principio de la evolución de las especies.
Poner los plaguicidas y demás venenos al alcance de cualquiera está a la altura de dejarnos a todos con una pistola en la mano. Y, sin embargo, el glifosato se rocía por doquier en nuestros parques y jardines, habiéndose extendido su permiso de uso otros años más en contra de la opinión mayoritaria.
Esta misma semana, se publica un estudio realizado en más de diez millones de personas en cuatro continentes que demuestra que millones de personas mueren de obesidad derivada de las grasas tóxicas, es decir, por malnutrición en la abundancia, mientras otros miles de millones se mueren de hambre. El modelo de alimentación agroindustrial de la mal llamada “revolución verde”, a pesar de su gran producción, no ha sido capaz de solucionar la desnutrición -pero sí de aumentar la manipulación de los alimentos hasta límites inimaginables y sumirnos en esa absurda malnutrición de la abundancia.
Agrotóxicos, manipulación de los alimentos, pérdida de biodiversidad, pérdida de variedades agrícolas y ganaderas tradicionales, contaminación de suelos, aguas y cuerpos… ¿es éste, realmente, el mejor y el único sistema agroalimentario al que podemos aspirar? No lo es. Muchos científicos no ligados directamente a la industria y que, por tanto, no tenemos que vender “nuestro producto” lo llevamos diciendo desde hace décadas. Muchos hemos suscrito cartas abiertas en contra de los OMG que no han tenido repercusión mediática, de la misma manera que el show de los nóbeles no lo ha tenido en prácticamente ninguna de las mejores revistas científicas (compruébenlo).
Este súbito renacer transgenetista no es más que el último intento de colarnos una técnica que ha quedado obsoleta ante las nuevas tecnologías de edición genética por CRISPR/Cas, capaces de alterar baratito y al alcance de cualquiera genes de poblaciones enteras: un peligro al que tendremos que enfrentarnos en un debate que asusta a sus inventores.
Lo que ha permitido la vida de nuestra especie durante milenios ha sido la compleja bioquímica de las plantas: su simbiosis con los microorganismos del suelo y del agua, la transmisión de biodiversidad por los polinizadores, el respeto a los ciclos esenciales del carbono, nitrógeno y fósforo y poder disponer de una calidad del aire respirable, pues el oxígeno es nuestro principal combustible metabólico.
Como desde diferentes puntos de vista hemos denunciado en este blog de Última llamada, los principios de la termodinámica muestran que la vida sólo es posible dentro de unos límites y esos límites se están haciendo cada vez más estrechos debido a la crisis energética, a la pérdida de biodiversidad y a la pérdida de capacidad de los ecosistemas de mantener las funciones que regulan la vida. No podemos seguir en este camino de manipulación y contaminación sin que ello nos pase factura en forma de degradación ambiental y pérdida de salud.
No debería hacerse negocio con una comida que no alimenta, o que destruye el territorio, o que nos hace perder el inmenso legado de biodiversidad y conocimiento adquirido a lo largo de la historia por nuestros antepasados. Debemos empezar a recuperar nuestra soberanía salvaje, es decir nuestra capacidad de alimentarnos con nutrientes de una tierra fértil, sin ningún aditivo, con una agricultura que sirva para producir alimento pero también para enriquecer la tierra, purificar el agua y restaurar la calidad del aire.

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