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José Antonio Pérez Tapias *
Sí, hablo de Max Weber, imaginándolo con un enfado de mil demonios al ver, desde la tribuna de invitados del Congreso de los Diputados de España, cómo se distorsionaba su propia idea acerca de la responsabilidad que debe presidir la actuación de cualquier político decente. ¿Cómo es que veríamos un redivivo Weber en semejante trance? Muy sencillo: su visita al Congreso sería el día en que tuviera lugar en el Parlamento español el debate de investidura de un candidato del Partido Popular como presidente del Gobierno. Se trataría de una jornada, por tanto, de la mayor relevancia política, dada la importancia de ese ritual democrático en el que una mayoría parlamentaria tiene que dar su voto en la medida suficiente para que el candidato pase a ser, con todas las de la ley, presidente del Ejecutivo.En fecha tan señalada, podemos suponer que Weber, siendo testigo de un procedimiento tan cargado de connotaciones simbólicas como de pretensiones políticas, imprescindible en nuestra democracia para poder llegar a primer ministro, estaría bien atento a cómo se planteara el mismo debate entre el candidato y los portavoces de los demás grupos parlamentarios. A la mente del gran sociólogo acudirían textuales sus propias reflexiones, sobre todo aquellas que, entre su magna obra, nos dejó en ese magnífico texto que es “La política como vocación”, escrito allá por 1919, sin que desde entonces haya perdido ni un ápice de actualidad. Muy en especial resonarían en su memoria las páginas que tratan sobre la “ética de la responsabilidad” como propia de una acción política atenta a la lógica de su propio ámbito –el del poder-, pero éticamente orientada.
Con la panorámica que del hemiciclo se tiene desde la tribuna de invitados, el pensador alemán pondría a cavilar todo su intelecto para hacerse cargo de los términos del debate que podía presenciar. Estando bien informado sobre los avatares de la política española, a pesar de todo no dejaría de asombrarse al ver la prepotencia de un nutrido grupo parlamentario, el de la derecha constituida por el Partido Popular, al mostrarse éste como una amalgamada coyunda de neoliberales y conservadores que, sin recato alguno, siempre andan dispuestos a jalear a su jefe de filas, el cual se sostiene en su papel más por lo que le deben dado el reparto de puestos en la maquinaria partidista que por lo que tenga de carisma, ya que es verdad irrefutable su carencia total en cuanto a tan anhelado don en el campo político.
Pero, en el fondo, lo que a Weber le extrañaría sobremanera se debería sobre todo al encumbramiento de un jefe de partido que es responsable, no sólo de las políticas neoliberales y, por ende, antisociales aplicadas por su anterior Gobierno, causantes de un gran rechazo social por sus dosis de injusticia y sufrimiento provocados, sino además responsable también de esa otra cara tremendamente sórdida constituida por la corrupción sistémica en la que estaba atrapada la formación derechista. Para un Weber formado en la moral luterana y en el rigor de la universidad germana sería inconcebible que un candidato con tal carta de presentación hubiera llegado a poder jugar esa baza. Aún desde el estudio exhaustivo de muchos procesos sociales en diferentes épocas y culturas, a Weber le costaría entender que millones de votantes hubieran pasado por encima de todos esos factores relacionados con la corrupción política hasta dar un apoyo masivo al último responsable político de la misma. Quien ya ahondó en las prácticas clientelares que tanto se dan en la política o en esa patología de burocratizadas organizaciones partidarias que se conoce como “pesebrismo”, se vería compelido a investigar sobre esa especie de socialización de la corrupción que de manera perversa se daba al resultar ésta de alguna forma injustificablemente “redimida” mediante el voto de millones de electores.
Con tal telón de fondo de la obra que en el hemiciclo del Congreso se representaba, a Weber, sin embargo, le llamaría especialmente la atención la manera en que se manipulaba demagógicamente la noción de responsabilidad, tan cara a su obra hasta el punto de ser piedra angular de su reflexión ética y su pensamiento sobre la política. Al pensador que trabajó a fondo la diferencia –y la relación- entre “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad”, le sublevaría el uso cínico de la noción de responsabilidad al invocarla para solicitar a los miembros de la cámara de representantes que apoyaran al candidato de esa derecha autoritaria y corrupta, por el bien de España, la estabilidad de su orden social, el desarrollo de su economía y el futuro de su Estado. De golpe, al autor de las páginas más densas y profundas que quizá se hayan escrito sobre el oficio de político, se le echarían encima un alud de cuestiones sobrevenidas acerca de las imprevisibles derivas que toman las ideas cuando caen en manos de personajes desaprensivos dispuestos a convertirlas en piezas de engranajes ideológicos para los usos más injustificables. Una democracia decente, con una ciudadanía con inextirpable conciencia de dignidad, ¿cómo podía permitir que en aras de la estabilidad, el orden y la razón de Estado se apoyara a quien era responsable de actuaciones efectivamente realizadas en dirección contraria? Con nada de eso tenía que ver su defensa de esa responsabilidad por las consecuencias de las decisiones políticas como criterio rector de quienes en el marco de las instituciones del Estado han de tomarlas.
Con todo, el asombro de Weber, en la dirección hacia lo negativo en que se movía lo que estaría observando, se vería acrecentado si cabe al comprobar, por ejemplo, cómo al secretario general del Partido Socialista, que bien pudiera ser candidato de nuevo a la presidencia del Gobierno si el candidato de la derecha no la lograba, se le presionaba de la manera más grosera con burdos discursos demagógicos que igualmente apelaban de forma interesada a esa responsabilidad mal entendida. Por la cabeza del ilustre profesor alemán, radicalmente honesto, pero nada izquierdista, por cierto, pasaría la necesidad de clarificar al máximo lo que su propia elaboración de la responsabilidad en política suponía en las circunstancias en que se daba el debate que estaría presenciando. La responsabilidad del político en tal caso se orientaba justamente hacia el lado contrario de aquel al que apuntaban los grupos de presión desde la política, la economía y el campo mediático. Lo responsable no era aupar a un candidato por muchos motivos impresentable en nombre de un orden que resultaba ser falso, un desarrollo que no deja de ser injusto y una razón de Estado que sin duda es falaz. Lo responsable, en cambio, era negarse a todo ello, resituando el interés de España y el sentido de Estado donde de verdad debieran estar a tenor de lo que implicaba una democracia fehacientemente desplegada en sus instituciones y procedimientos en el marco de un Estado de Derecho.
No le faltarían a Weber ganas de pasar algunas notas al dirigente socialista, algo imposible estando el representante socialista en la tribuna de oradores y el profesor en la tribuna de invitados. Mandan los escrupulosos modos parlamentarios. El caso es que podemos aventurar como seguro que al Weber teórico de la vocación política le vendrían a la punta de la lengua respuestas contundentes para quienes acusaban al socialista, cuando no de tacticismo oportunista, sí de rigorismo doctrinario y puritano, como si fuera excrecencia de una mal entendida “ética de la convicción”, que el secretario general del PSOE estaría aplicando con su firme postura al decir “no” a la investidura del candidato de esa derecha. Forma parte de la “ética de la responsabilidad” el encontrarse con los principios de la llamada “ética de la convicción” en ese punto en el que en determinados momentos es tanto y tan fundamental lo que está en juego que el entrecruzamiento de valores irrenunciables y la consideración de las consecuencias de las decisiones lleva a decir “no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo”. El “no” a la derecha que Weber podría conocer en vivo y en directo en el parlamento no sería el producto de una alocada intransigencia, sino la madurada respuesta a una patología del sistema político que exigía sanación radicalmente democrática, primero con la negativa a un candidato sobre el que no cabía poner esperanzas y luego presentando una candidatura alternativa capaz justamente de concitar esperanzas traducidas en el tejido de un pacto político generado desde el respeto a la pluralidad y la voluntad de cambio. Weber saldría del Congreso con las ganas de verlo. Por el bien de España y de una Europa necesitada de pasos así.
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