domingo, 21 de agosto de 2016

Libertad incondicional




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He pasado dos semanas en la montaña. Y aún estoy paladeando los sabores del alma y degustando los aromas de la leña, de la jara, de los humedales dispersos por los bosques del silencio, el vuelo rítmico de las bandadas de pájaros, los rumores y crujidos entre la espesura y el frescor, entre las sombras acogedoras, maternales, y la luz generadora de vida y energía, que se filtra entre ellas como un rayo perenne y vitalizante.
A veces el logos y sus percepciones mágicas desborda el lenguaje y crea una especie de microclima íntimo del que no te apetece desprenderte aunque, necesariamente, cambies la naturaleza por la desnaturalización que hace posible esta paradoja "civilizada" sui generis. O sea, a su puñetera bola.

De repente, al regreso, la ciudad en la que crees vivir y en la que solo está permitido vegetar, pagar impuestos por habitar y subsistir en precario y respirar a media atmósfera, obedecer y seguir las indicaciones del "orden público" y del sistema gregario, que ya se está convirtiendo en desorden antropológico y hasta psicoemocional para tantos y tantas reclusos y reclusas, se te presenta como una realidad agresiva, endurecida, hostil y terriblemente tediosa. Absurda per se, o absurda consensuada, según la mires.  


Y sin embargo, regresas; a sabiendas de lo que te espera. Como el reo resignado, que se sabe inocente e impotente a la vez, acepta un veredicto demencial que le condena sin más motivo que su propia indefensión. Como en los viejos matrimonios católico-franquistas e insoportables de antaño, -e inexplicablemente, de ahora también-, donde el único vínculo que sobrevive  es  la patología dependiente de ambos cónyuges: el uno por exceso de abuso y el otro por defecto de autoestima; una dolencia demencial idiopática basada en esa rarefacta ensaladilla aderezada entre la virtud, el dogma y la tortura mutua. Es la analogía que más se parece a esta experiencia del retorno al suplicio urbanita.

Me resulta imprescindible hacer un ejercicio de adaptación paulatina al medio hostil, hasta conseguir aceptarlo de nuevo, como la más razonable de las opciones actuales de que dispongo. He necesitado unas horas para meterle mano a internet. Una pereza saludabilísima y terapéutica me iba retrasando la rentrée. Et, voilà, maintenant je suis ici. No sé por qué de repente me sale pensar en francés, en inglés, en alemán -menos-, o en italiano. Seguro que por el parecido medioambiental entre montañas, que no conocen fronteras. Un pino, un castaño, un abeto o un roble, no saben de patrias ni de estados. Y una granja llena de árboles frutales, de flores silvestres en macizos apiñados por los rincones, de patos y pollos, de vacas y perros que ladran para saludarte al pasar mientras subes y bajas las cuestas de los montes y las colinas, mientras bebes en los manantiales del camino, acompasando el paso con la caricia del viento, es el mismo mundo en la vieja Edetania que en las viejas Alsacia, Turingia, Irlanda, Escocia, Padania o  Freiburg-Brisgovia o en el valle del Sieg.

Desde la simplicidad profunda de la belleza, desde el respiro de la luz inmemorial, todo se hermana por sí mismo. Vamos, que ya viene hermanado, lo que pasa es que hasta ese instante de gracia, la fraternidad existencial de la esencia no se despierta en nosotros de un modo tan palpable y fundamental. Y entonces el mundo se despliega en nosotros como lo que es de verdad y sin rarezas: un abrazo entre el corazón y el infinito. La poesía del cosmos es, de repente, y en un flahs irrepetible cada vez, el verso inédito que nos brota de un manantial sereno.

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