25/06/2015 -
19:08h
Entre las primeras virtudes del estratega destaca la
de ajustarse a los tiempos. No parece que la dirigencia de Podemos esté
en posesión de esta habilidad. Aplicar las mismas claves en mayo de
2014 y en noviembre de 2015 va a suponer un craso error. Desde el
comienzo, Podemos tuvo la vista puesta en las generales. Las elecciones
andaluzas y el paso de las municipales y las autonómicas aparecían como
un estorbo. Sin embargo, lo que va camino de convertirse en un verdadero
obstáculo para sus propósitos mayoritarios es el no extraer una sola
lección de esos comicios.
En mayo de 2014, con la
táctica Podemos recién estrenada con relativo éxito –un 8% en unas
elecciones inocuas–, y con Izquierda Unida en torno al 10%, resultaba a
todas luces contraproducente proponer su coalición. Los métodos, las
estrategias, los discursos y su público respectivo aparecían
diferenciados netamente. Aunque podía pensarse en una cooperación
poselectoral entre ambas formaciones, todo aconsejaba discurrir por
separado, pues allí donde, en apariencia, podía llegar Podemos con su
hipótesis populista, IU no alcanzaría, y los convencidos a los que esta
coalición podía mantener repudiaban con visceralidad al nuevo partido.
Coaligarse no era, en efecto, una buena idea.
¿Seguimos en la misma situación? Los resultados de municipales y autonómicas parecen responder que no.
En primer lugar, la “hipótesis Podemos”, de naturaleza eminentemente
cultural y discursiva, tiene un recorrido limitado en esta sociedad del
espectáculo. Su aplicación obstinada les hará tropezar el próximo
noviembre con un techo de cristal de no más del 15% de los votos. En
segundo término, las elecciones vividas han mostrado que este límite
solo puede desbordarse con otras prácticas políticas, donde se combinen
confluencia ciudadana, liderazgo carismático, compromiso y honestidad de
los candidatos y participación popular en la elaboración de las listas.
Seamos claros: el dilema de las próximas generales no es ganarlas de
forma incontestable o perderlas. La insistente retórica de la victoria
–«¡Salimos a ganar!»–oculta torpemente un hecho capital del escenario
presente: a día de hoy, las mayorías inapelables no están al alcance de
la mano. Lo máximo a que puede aspirarse es a conseguir una minoría
relativamente decisiva para la gobernación. Y aquí la encrucijada no es
otra que la siguiente: o repetimos dirección conservadora y neoliberal,
con el auxilio de Ciudadanos o el mucho más improbable apoyo del PSOE, o
logramos rectificar el rumbo presente con una mayoría de izquierdas.
Pero esta mayoría progresista puede adoptar dos formas: o tiene al PSOE
como fuerza predominante o la relega a una posición secundaria.
Contemplada la cuestión desde la envergadura del cambio a realizar, es
aquí donde radica la clave del asunto.
Tal y como va
diseñándose el campo de las izquierdas de cara a las próximas
elecciones, con cada vez más desprecios y divisiones, lo más probable es
que el PSOE termine preponderando. Y basta con apuntar alguna
inclinación distintiva, como la postura de los socialdemócratas
españoles ante el TTIP, para adivinar la dimensión real que tendrán las
transformaciones impulsadas por un ejecutivo liderado por los
socialistas y apoyado desde el Parlamento por Podemos y por Ciudadanos.
El único modo de trascender este escenario es rebasando electoralmente
al PSOE, forzándolo a una disyuntiva: o gran coalición con el PP para,
sacrificándose a sí mismo, consumar la contrarreforma neoliberal, o
tomar parte de un gobierno de izquierdas sin su liderazgo, en el que sus
consuetas reticencias derechistas no tuviesen cabida. Pero este
objetivo es impracticable para Podemos por sí solo. El único modo de
lograrlo es aglutinando a todas las fuerzas y sensibilidades a la
izquierda no identificadas con la sedicente socialdemocracia actual, e
incorporando la máxima proporción posible del tercio abstencionista del
cuerpo electoral. La única manera, en suma, es a través de eso que viene
denominándose, de forma deficiente, como «unidad popular».
En Podemos sostienen que su estructura partidaria se basta y se sobra
para canalizar dicha «unidad». Su estructura intensamente verticalizada y
de dirección concentrada, que permite la mediatización heterónoma de
cualquier proceso de convergencia, desmiente, sin embargo, semejante
pretensión. Las primarias que han realizado lo testimonian: con su
ínfima participación, las injerencias de la cúpula, sus listas plancha,
su vulnerabilidad ante el pirateo y los votos de última hora cazados
entre amigos y familiares para ganar por la mínima, no parecen
constituir un instrumento serio para lograr convergencia ciudadana
alguna.
La materia gris del partido insiste además en
que, para conquistar la ansiada mayoría, no hay que convencer a los ya
convencidos, sino llegar a donde todavía no se ha llegado. Este modo de
representar su táctica nos evidencia el riesgo del planteamiento: si ese
espacio por alcanzar resulta que termina siendo el centrismo liberal,
en el tránsito irán cayendo los apoyos que se daban por seguros y cuando
se arribe al destino se encontrará éste de lo más concurrido. Si, por
el contrario, se desea penetrar más en el campo social de las izquierdas
y en el abstencionista, resulta discutible que la mejor opción sea
dejar aparcados, o incluso denigrar, a los presuntos incondicionales. Y
es que, para estos propósitos, nada más atrayente y catalizador que una
expedición conjunta.
Hasta hace poco, era Izquierda
Unida la que, desde una presuntuosa posición de predominio, llamaba a
dicha conjunción. A día de hoy, sin embargo, por una combinación de
mediocridad, sectarismo y burocratización, y por el consiguiente y
penoso exceso de escisiones, expulsiones y fracturas, el único partido
estatal que se opuso a reformas como la del art. 135 va camino de
parecer prescindible en un hipotético escenario de cambio. Pero, ¿lo es
en realidad? ¿Tan alegremente se puede despreciar su millón aproximado
de votos para la pretendida victoria final, según el régimen electoral
vigente de restos y circunscripciones? Si el objetivo es ganar las
elecciones, ¿es buena estrategia comenzar rechazando como «cenizos»
apestados a decenas de miles de militantes y simpatizantes, distinguidos
por su compromiso y actividad contra la oleada neoliberal? ¿Tiene
además sentido que se trate a la IU liderada por Alberto Garzón, que
apuesta de forma abierta por esa «unidad popular», del mismo modo que a
la IU de hace tres años? ¿Cabe confundir a los pocos centenares que
conforman su mediocre y a veces deleznable burocracia de aparato con los
millares que componen su base social? ¿No hay quizá similitud entre la
arrogancia con que la plana mayor de IU trató a Iglesias y Monedero en
la primavera de 2014 y la que hoy se gastan los líderes de Podemos
despachando a las bases de la coalición como pesimistas fracasados?
Téngase en cuenta que muchos de los que hoy forman y lideran nuevos
partidos de la izquierda son hijos proscritos de IU, lo cual demuestra
el sectarismo y la estrechez de su matriz, pero también revela
resentimientos e identifica rasgos de familia. Es una de esas taras
congénitas la que provoca la indisimulada y cainita prepotencia que
vienen mostrando algunos representantes de Podemos frente a la izquierda
tradicional. Del mismo modo que en el interior del PCE podían ser
lapidadas minorías heterodoxas por interpretar el dogma de forma
desviada, observamos ahora un desprecio caricaturesco no menos
excluyente por parte de los líderes de Podemos hacia quienes entienden
las estrategias de transformación de modo diverso a su hipótesis
populista. Parece que en la izquierda todavía no han interiorizado que
nada la debilita más que el encono fratricida.
Con
razón arguyen los líderes de Podemos que la «unidad popular» no puede
ser «una sopa de siglas», que pretenda solo «sumar a las izquierdas»
para un «frente común» en un cambalache sellado en los despachos. Cuando
desde Podemos advierten esto a IU aciertan de lleno, salvo en una cosa:
no es eso lo que se propone desde IU. Entiendo que la alternativa
planteada consiste en crear, por provincias, candidaturas populares,
elegidas por ciudadanos rasos a través de mecanismos transparentes y
participativos, ciudadanos procedentes de partidos, asociaciones,
movimientos y agrupaciones comprometidas con la iniciativa, que deciden
dar un paso atrás en las elecciones y no presentarse con sus siglas. La
clave no está entonces en los partidos sino en sus gentes, y también en
aquellos que nunca hemos militado en ninguno de ellos.
Es muy posible que, ante esta hipotética elaboración de listas
unitarias, un sector minoritario de IU no quiera renunciar a sus siglas,
se escinda y decida presentarse con algún sucedáneo bajo el pretexto de
«defender el fuerte». Pero el resultado de esta apuesta lo adelanta el
1,5% obtenido por la candidatura oficialista de IU al Ayuntamiento de
Madrid.
Los dirigentes de Podemos utilizan, pues, un
lenguaje engañoso: solo en sus representaciones el asunto se reduce a
coaligar partidos desde arriba, haciendo Podemos de balsa de salvamento
de una IU ya para el desecho. Pero la cosa no trata de eso, sino de dar
por una vez el protagonismo directo a la ciudadanía, siguiendo
precisamente el propósito originario de Podemos y del 15M. Y para que
eso ocurra deben caber todos, y para que todos quepan, como ya han dicho
muchos, no solo desde IU, sino también desde Equo o desde Anova, lo
mejor es aparcar irritantes posiciones de predominio para franquear el
paso a prácticas y procedimientos inclusivos, que permitan también el
justo reconocimiento a la aportación de cada cual. Y es que siempre es
más cómodo vivir en una casa compartida que de huésped en casa ajena.
Como está a punto de desperdiciarse una oportunidad histórica, debido
en buena parte a la inmadurez, la arrogancia y las formas deplorables de
algunos líderes de menor estatura de la esperada, no estaría de más
que, en vez de escuchar las cansinas y repetitivas declaraciones de sus
dirigentes, se consultase directamente a todos los inscritos de Podemos
si preferirían concurrir a la formación de candidaturas ciudadanas o si
preferirían mejor bailar solos hasta volver a sumir a la izquierda en la
irrelevancia institucional.
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