Valle-Inclán
Toda vida es una obra de ficción, un conjunto de invenciones que se teje con los hilos de la realidad. Somos y nos interpretamos, pensamos y construimos un mundo con nuestras ideas, recordamos y convertimos la memoria en una negociación con lo posible, sentimos y edificamos un teatro de pensamientos y recuerdos para darnos sentidos.
Los escritores saben que un yo biográfico no es lo mismo que el personaje literario que habita en sus confesiones. Las personas saben que presentarse en público implica la estrategia de una representación. Y me parece un saber afortunado, porque el mundo sería mucho peor sin un poco de falsa modestia, fingida bondad o forzada educación. Suele resultar terrible la autosuficiencia a cara descubierta. Es temible la crueldad cuando se quita la máscara de la civilización.
Al hablar de sí mismo, Valle-Inclán hizo lo que todas las personas. Pero hay que admitir que exageró de una forma maravillosa. Fue un maestro de la teatralización y empezó por él mismo. Así lo demuestra la admirable biografía La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán (Tusquets, 2015), publicada por Manuel Alberca. Su trabajo minucioso permite desmontar muchas leyendas extendidas por el autor, sus amigos y sus críticos. Nos permite también conocer la realidad histórica de unos de los escritores españoles más admirables del siglo XX.
Feo, católico, sentimental, absurdo, brillante, a veces hambriento, muchas veces acomodado, pendenciero, orgulloso, rey de tertulias y de duelos, de la espada y la palabra, buen padre, ciudadano extravagante, genial escritor, susceptible, injusto, precipitado, bohemio sin abismos, trabajador infatigable, serio al llevar las cuentas de su casa, cargado de contradicciones, elaborador de su propia fábula: don Ramón María del Valle-Inclán.
Quien exagera más de la cuenta a la hora de fabricar su propio personaje corre el peligro de que la realidad pase factura de un modo cruel. Una derrota es asumible, incluso puede ser una condecoración digna, siempre que el disparo no provenga de los sueños personales, del bando propio. Valle-Inclán se quedó manco por un bastonazo en una pelea sórdida de café, una estupidez suya y de Manuel Bueno. La vida hubiese contribuido a su leyenda haciéndole perder el brazo en una batalla, un duelo o una aventura con fieras en una selva americana. La desgracia no fue quedarse sin brazo, sino sacrificarlo en una historia estúpida, poco digna, un dolor que humillaba en vez de engrandecer el corazón.
Son paradojas de las invenciones y la realidad. Resulta llamativo que un escritor de ideología tradicionalista como Valle-Inclán pudiese escribir obras como Luces de Bohemia o Los cuernos de don Friolera. Pero el tradicionalismo y la creatividad artística renovadora nunca han sido incompatibles. Lo demuestran en muy distintas épocas casos como los de Quevedo o de T. S. Eliot.
La lógica modernista hizo que Valle-Inclán despreciara el utilitarismo mercantil y la especulación industrial. El carlismo le ofreció entonces el refugio nostálgico de un mundo aristocrático ideado por su imaginación. Encontró en él una ética para enfrentarse al capitalismo del mismo modo que encontró en el exceso y la sexualidad una forma de dinamitar el pensamiento moderado de la Restauración borbónica. La lealtad al carlismo encajó con las críticas generacionales a la España mentirosa y oficial forjada por Cánovas y, después, a las degradaciones de Alfonso XIII. La ambigüedad indignada en las épocas de crisis reúne matices de diferente calado, voces juntas por el mundo que todas rechazan más que por el que quieren fundar.
La Primera Guerra Mundial, de la que Valle-Inclán fue testigo de trinchera, supuso una vuelta de tuerca. La guerra se convirtió en un espectáculo sin honor, una barbarie literal y sangrante. Desde entonces la mirada del escritor suavizó sus nostalgias y se fijó en las descomposiciones de la realidad. Si hay revolucionarios sin fe en el futuro, puede haber también tradicionalistas sin una verdadera confianza en el pasado. Y en esa rueda de tensiones se acercó no ya a la II República en España, sino a la interpretación de figuras como Lenin y Mussolini, personajes propios de la modernidad más que del tradicionalismo.
Enemigo de los caciques españoles en México, enemigo de Primo de Ribera, pacifista, partidario del divorcio como derecho cívico aunque se convirtiese en un problema para él, sublimador de ideales socialistas, solidario con los represaliados de la Revolución de Asturias, la verdad es que el descubrimiento del vacío de su viejo tradicionalismo lo condujo a escribir una obra radical y también a establecer amistad con los sectores más avanzados de los años republicanos.
Manuel Alberca insiste mucho en que no fue nunca un rojo. Quizá tiene razón si se refiere a un pensamiento sistemático y disciplinado. Pero lo bueno de la biografía del profesor Alberca es que ofrece de manera rigurosa tantos datos que el lector se encuentra en condiciones de sacar su propia conclusión. De candidato carlista pasó en unos años a estar de forma continuada en las posiciones sociales y políticas contrarias al pensamiento conservador.
Don Ramón María sigue entre nosotros, puede estar sentado en una mesa de cualquier café español. Uno lo oye opinar en voz alta y utilizar mucho la palabra mentecato.
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