“¡Que alguien haga algo, y que lo haga
ya!”, exigió indignado Mariano Rajoy cuando el último naufragio en el
Mediterráneo sembró de ahogados los telediarios. Fruto de esa llamada y
de la de otros líderes europeos, la Comisión Europea se puso a trabajar
para paliar la crisis migratoria originada por el encadenamiento de
conflictos en África, Oriente Próximo y Asia. Como era lógico, esa
política, además de luchar contra las redes criminales que trafican con
personas, tenía que organizar la acogida de refugiados y repartirlos
equitativamente entre los Estados miembros de la UE. Pero llegada la
hora de la verdad la mayoría de los Gobiernos europeos se han plantado
contra los planes de la Comisión y han exigido que la aceptación de
refugiados sea voluntaria. Hablamos de una propuesta muy modesta, pues
los 60.000 refugiados que la Comisión Europea ha puesto encima de la
mesa constituyen una cifra ridícula si lo comparamos con el enorme
esfuerzo que están haciendo vecinos mucho más pobres como Líbano, donde
hay contabilizados 1.174.000 refugiados sirios, Jordania, donde hay
629.000, o Turquía, que ha acogido a 1.772.000.
Son muchos los que se oponen a arrimar
el hombro, pero el caso de España es particularmente sangrante, pues a
las declaraciones de Rajoy se han seguido una serie de medidas que van
en sentido contrario de lo que el presidente exigió. El Gobierno, que a
cada minuto presume en los foros internacionales del éxito de las
reformas y de las cifras de crecimiento económico, tardó bien poco en
ponerse sombrío y argumentar ante sus socios que las dramáticas cifras
de paro en España no le permitían asumir su parte proporcional de
refugiados. Por si fuera poco, en un país ya señalado internacionalmente
por su cicatería a la hora de conceder solicitudes de asilo y por una
política de devoluciones insostenibles jurídicamente, el ministro del
Interior justificó su rechazo al plan de la Comisión Europea advirtiendo
del peligroso efecto llamada que abrir cuotas de refugiados podría
desencadenar. A la primera de cambio, España, que logró un asiento en el
Consejo de Seguridad postulándose como un país solidario y responsable
dispuesto a contribuir a solucionar los problemas globales, ha mirado en
otra dirección. Ante el efecto llamada, efecto sordera.
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