domingo, 19 de febrero de 2012


Carnavales de la nueva conciencia

Ayer presencié por primera vez en mi vida un desfile de carnaval que no sólo era divertido, colorista e ingenioso, sino bellísimo en su excelencia conmovedora. Capaz de hacer una crítica perfecta, por lo inteligente y constructiva.
Caminaba por la ciudad bajo un cielo intensamente azul y la compañía reconfortante de este sol de febrero, bajo el que, según dice el refrán, busca la sombra el perro. Ayer hasta los perros buscaban los rayos tibios, porque el frío marino a la sombra era intenso todavía. Demasiado invernal, pero muy alegre y rítmico. En medio de la tarde me sorprendió un rumor de percusiones lejanas. Según caminaba, el rumor se fue intensificando. Por fin, apareció por una esquina, muy ordenadamente, por la acera ancha de Historiador Diago, una formación de tambores en batucada. En medio de la policromía de gorros y adornos, vestidos de época, espaciales, étnicos, míticos e imaginarios. Ondeando y marcando los contornos de la vida palpitante, un desfile infinito, interminable, de adultos, niños y adolescentes, abuelos y abuelas, jóvenes y maduros, uniformados por la creatividad y el ingenio. Por encima de sus cabezas y alturas relativas, aparecían letreros. 1º Infantil. 2º Infantil. 1º A. 3ºB. 5º C. 4ºD.etc...Eran cientos. "Cooperación". "Ideas". "Papis y Mamis a la Escuela". "Profes en Transición". "Estamos haciendo otra Escuela". "Todos merecemos cambiar". "Lo estamos consiguiendo". "Sin alegría no hay crecimiento, sin inteligencia no hay felicidad". En fin, ni en sueños me hubiese podido imaginar algo parecido. Me emocionó tanto que no pude evitar las lágrimas y la carne de gallina y un dulce escalofrío de admiración profunda y de agradecimiento. Me uní al festejo y les acompañé bailando -quizás tan feliz como una foca bailarina danzante en un mar de humanidad cálida y luminosa que bailaba conmigo como si ellos y yo no hubiésemos hecho otra cosa en nuestra vida, que seguir aquel ritmazo encantador en un único presente compartido- hasta la puerta de la escuela. En pleno centro neurálgico de la ciudad. Una escuela pública antigua como son todas las del centro. Carteles colgantes desde el tejado ocupaban la fachada en vertical: "Aquí se está viviendo y aprendiendo de otro modo". "Otro mundo no sólo es posible, es que ya funciona, a pesar de los recortes". "No luchamos, resistimos y crecemos".
Los batuqueros eran profesores/as de música. Los maestros y maestras acompañaban a sus grupos de alumnos disfrazados como ellos. Y la asociación de padres había colaborado organizando el desfile. Los paseantes y pasantes, se unían a la fiesta de la conciencia. Aunque las tijeras del recorte oficial pululaban en gorros, pancartas y camisetas, no provocaban insultos ni palabros malsonantes contra los políticos desvergonzados e incapaces, sino ganas y propósito clarísimo de dejarlas y dejarlos inservibles.

Por primera vez en mi vida veía un carnaval que en vez de ponerse máscaras ayudaba a eliminarlas en muchos niveles. Los rostros no se ocultaban, todo lo más, se habían decorado con dibujos florales o mariposas o libélulas o mariquitas o bandas de colores. Nada de antifaces ni de caretas. La belleza de lo transparente triunfaba sobre lo nebuloso, oscuro, ambiguo. Se puede representar un personaje histórico, mitológico, real o imaginario, pero el rostro, la sonrisa, el llanto, la mirada y el gesto, son los auténticos, los que muestran el espejo del alma. La suprema belleza de un apersona. De un ser humano.
Es un reciclaje de la catarsis colectiva que ya no necesita ocultar sus vicios oscuros durante el año -como desde hace milenios se viene haciendo en tanto carnaval perenne- para desfogarse durante tres días de febrero antes de que la cuaresma les venga a sepultar en arrepentimientos reprimidos y nunca sinceros ni definitivos, sino aplazados hasta la próxima ocasión de transgredirse a sí mismos, para perpetuar un modo de vida estúpido, repetidor, insustancial y paradógica e tontusamente, "divertido", aunque sólo sea por el morbo y el ansia de experimentar la propia finitud. Ayer no era así.
Tuve toda la impresión de que carnaval ya ha madurado, se está haciendo adulto y se está convirtiendo para muchos terrícolas en almaval.
Y recordando los carnavales clandestinos de mis años rurales de infancia entre la Sierra Morena andaluza, el Campo de Calatrava manchego y el Valle de la Serena extremeño, en plena dictadura, pero con el permiso de la autoridad competente como proclamaba Eleuterio el pregonero, sólo he podido sentir una oleada de felicidad que venía de lo más hondo de lo humano. Nada que ver con las burlas procaces contra esto o aquello, nada que ver con las chirigotas sarcásticas de las comparsas y la crítica incisiva y ridiculizadora que se pierde sin dar más fruto que el de la pataleta mental, sin dar motivos para la reflexión, sin alcanzar el talento ingenioso del bufón, que no habla para herir, sino para evidenciar. Sólo se da por herido aquello que es frágil e inconsistente. Lo que está sano no se hiere, se aclara, se refina y se perfecciona con la evidencia creativa y lúdica de lo mejorable.

Olé por este nuevo mundo de los sencillos. De los vivos. De los limpios de corazón que ven a Dios en la simplicidad de la resistencia y del crecimiento. Del don se sí, para llegar al Don de todos por ósmosis de amor inteligente.
Verdaderamente, la vida está cambiando y el mundo, con ella. Y el mérito es del hombre y de la mujer que despiertan, lo dicen, lo demuestran y lo comparten. Sin hacerse marketing, sin publicidad. Aprovechando la oportunidad de cada respiración. De cada encuentro, que nunca es casual. De cada jornada. Sin más pretensión que la alegría luminosa de los bienaventurados , tan normal que apenas se nota nada más que en su perfume.

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