En la fosa común
del Mediterráneo no solo naufragan miles de refugiados que huyen de la
guerra y la miseria. También se ahogan los valores de una Unión Europea
que se construyó sobre las cenizas de dos guerras mundiales y que hoy
traiciona su memoria, la de esos refugiados que antes fueron nuestros
abuelos.
Las alambradas y muros tras los que se
esconde esta Europa empequeñecida y cobarde no solo dejan fuera a las
víctimas de unas políticas en Oriente Medio y África de las que como
poco fuimos cómplices por omisión. También sirven para desterrar gran
parte de nuestros propios tratados internacionales, el Convenio Europeo
de Derechos Humanos, la Directiva sobre Protección Temporal, la
Convención de Ginebra, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En ese acuerdo indecente firmado con Turquía no solo
subcontratamos el trabajo sucio a cambio de 6.000 millones de euros.
También pagamos con nuestra decencia como sociedad, comprando al
Gobierno de un país al que consideramos no lo demasiado respetuoso con
los derechos humanos como para formar parte de nuestra Europa, pero sí
lo suficiente como para que sea nuestro matón en la frontera.
Europa, esta Europa que con razón presume de ser la cuna de la
libertad, la igualdad y la fraternidad, se comporta ante la última ola
de refugiados con avaricia y miedo. Con cicatería, al plantear que la
Europa más rica de la historia no puede permitirse acoger
proporcionalmente ni a una ridícula parte de los refugiados que ya
reciben países infinitamente más pequeños y pobres, como Líbano –allí
los refugiados ya alcanzan el 25% de la población, mientras que acoger
en UE a la mitad de toda la población siria supondría un crecimiento
demográfico de apenas el 2%–. Con demagogia, por la forma en que se
relaciona a los refugiados con el terrorismo yihadista, cuando ellos
también son sus víctimas. Con cobardía, porque los Gobiernos –empezando
por el alemán, que al menos sí lo intentó en un primer momento– se han
rendido ante la presión de grupos xenófobos minoritarios pero
organizados, a pesar de que una mayoría de la población aceptaría ser
más solidaria.
La crisis de los refugiados sirios forma parte de un proceso mayor, de
un problema más grave que seguirá existiendo cuando la guerra en Siria
haya terminado. La diferencia entre un emigrante político y uno
económico es relevante a efectos legales, pero no tanto en términos
humanos. Hablamos de lo mismo; de personas intentando huir del dolor y
la miseria, sea esa miseria el hambre, la total ausencia de
oportunidades o una guerra o una tiranía de segunda división, de las que
no reconocemos como tal en Occidente aunque pisotee igual que el ISIS
los derechos humanos. Nadie abandona su tierra y su familia por mero
antojo. Nadie se juega la vida a cara o cruz por simple capricho.
La globalización es una realidad construida sobre un artificio: las
fronteras. Son marcos legales levantados en el aire, en la abstracción
de las leyes, pero también sobre el muy real alambre de espino. Son
bordes de dureza variable por los que circula con libertad el capital,
pero no así las personas.
En
eldiario.es, hemos decidido dedicar esta revista a los refugiados a
pesar de que su tragedia ya no copa tantos titulares. Precisamente por
eso sacamos este monográfico:
porque creemos que el periodismo también consiste en no olvidar, en no
dejarse llevar, en seguir explicando las cosas. En defender a los más
débiles, aunque se hayan pasado de moda.
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