Retrato del machista recalcitrante
Es una especie en peligro de extinción y ellos mismos lo perciben en algunos intervalos lúcidos. Vale la pena que pasen a la historia para estudiarse en libros, documentales y museos
Como cada año, ante la
proximidad del 8 de marzo, volvemos a escuchar una pregunta profundísima
que esgrimen machistas muy agraviados: "¿por qué las mujeres tienen un
día internacional y los hombres no?". Nos quieren hacer creer que el
machismo se ha evaporado en nuestro país de la noche a la mañana, como
una especie de milagro sociológico. Ya nadie admite ser machista. Pero
resulta fácil detectarlo en abundantes afirmaciones públicas. Y
últimamente anda algo desbocado, como si se hubiera tomado unas copas de
más y se le hubiera soltado la lengua o el nerviosismo.
El
machista recalcitrante asegurará sin datos que no observa que las
mujeres trabajen principalmente en los empleos más precarios, en las
ocupaciones con mayor temporalidad, en las labores a tiempo parcial, en
las oscuridades de la economía sumergida. Tampoco se dará cuenta de la
brecha salarial por razón de género, ni de una consecuencia tan negativa
como que las mujeres perciban pensiones de cuantía notablemente
inferior a los varones en la etapa final de su vida. No advertirá que
ellas siguen soportando la mayor carga de los cuidados y de las tareas
domésticas, incluso en situaciones de similitud laboral en la pareja.
Menos aún reconocerá que ellas acceden en porcentajes muy bajos a los
espacios directivos públicos y privados.
Hay un tipo de machista que realmente no capta la
discriminación, por ceguera activa y también por autoengaño. O porque
cree que todo siempre ha sido así y que no hay motivo para evolucionar.
Como explicó Daniel Goleman, cuando algo nos perturba, se dispara una
tendencia a fijar un punto ciego en el cerebro para engañarnos a
conciencia. Y lo cierto es que, como regla general, solo se ve lo que se
mira.
El machista siempre minimizará la violencia
contra las mujeres y asegurará sin rubor que son falsas todas las
denuncias que ellas presentan. Cuando se le recuerde la cifra de más de
mil mujeres asesinadas en los últimos años, contestará con todo descaro
que se han manipulado las estadísticas. Cuando se le explique que han
sido recogidas por los organismos oficiales, tras levantarse los
cadáveres y tras la práctica de autopsias, se enfurecerá y objetará
(inasequible al desaliento) que hay grandes multitudes de mujeres que
matan niños o que muere otra gente de cáncer, por imprudencias
laborales, por accidentes de tráfico o incluso por el paso irreversible
de los años. Y añadirá que las mujeres son manipuladoras, mentirosas,
ambiciosas, sibilinas, falsarias, vengativas, interesadas o maliciosas.
Dirá lo que sea con tal de no admitir el dato objetivo de que en la
violencia en la pareja el 95% de los condenados son hombres.
Asegurará
que, aunque defienda la igualdad de derechos entre mujeres y hombres,
el feminismo no resulta necesario y debería desaparecer, porque ya no
existe discriminación, a pesar de todos los indicadores que demuestran
lo contrario. Esa será su forma desesperada de intentar que nada cambie.
Argumentará con torpeza y altas dosis de frivolidad que quienes
reclaman esa igualdad son feminazis, como si se quisiera condenar a los
hombres al holocausto entre alambradas de lavar su propia ropa, planchar
sus camisas y fregar el suelo, como ironizaba Patricia Sornosa. Y se
las dará de erudito jurídico, porque la ignorancia suele ser temeraria,
para pregonar con ruidosa fanfarria que el artículo 14 de la
Constitución ya proclama la igualdad ante la ley y no hay nada más que
hablar. Quizás sea demasiado esfuerzo para el machista recalcitrante
acometer la breve lectura del artículo 9-2, el cual nos indica que esa
igualdad formal no es real, por lo que establece el deber de los poderes
públicos de promover las condiciones adecuadas para hacerla efectiva.
Algunos
pueden opinar que el machismo es algo genético, pero se trata de una
concepción cultural y se puede transformar. La prueba son las sensibles
diferencias en niveles de desigualdad que pueden existir para las
mujeres en función de si residen en Dinamarca, Ecuador o Arabia Saudí.
Incluso los machistas más recalcitrantes pueden modificar sus valores,
pero no cambiarán solos, porque casi nadie renuncia a sus privilegios
sin oponer resistencia. Lo harán a través de actuaciones institucionales
que impulsen percepciones sociales sobre igualdad en el ámbito
educativo, cultural, familiar, mediático, publicitario, laboral o
económico, entre otros.
Resulta imprescindible que el
movimiento feminista siga como vanguardia de ese camino hacia la
igualdad. Pero los hombres en la retaguardia también podemos cuestionar
el machismo recalcitrante, aislar su discurso discriminatorio, desmontar
sus falacias interesadas, señalar la injusticia de determinados
privilegios. Los alegatos misóginos suelen exhibirse con presunta
virilidad en ámbitos especialmente masculinos. El cambio de actitudes
nos llevará a una sociedad mejor. El machista recalcitrante es una
especie en peligro de extinción y ellos mismos lo perciben en algunos
intervalos lúcidos. Vale la pena que pase a la historia para estudiarse
algún día en libros, documentales y museos.
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