jueves, 5 de marzo de 2020

Como cada año, ante la proximidad del 8 de marzo, volvemos a escuchar una pregunta profundísima que esgrimen machistas muy agraviados: "¿por qué las mujeres tienen un día internacional y los hombres no?". Nos quieren hacer creer que el machismo se ha evaporado en nuestro país de la noche a la mañana, como una especie de milagro sociológico. Ya nadie admite ser machista. Pero resulta fácil detectarlo en abundantes afirmaciones públicas. Y últimamente anda algo desbocado, como si se hubiera tomado unas copas de más y se le hubiera soltado la lengua o el nerviosismo.
El machista recalcitrante asegurará sin datos que no observa que las mujeres trabajen principalmente en los empleos más precarios, en las ocupaciones con mayor temporalidad, en las labores a tiempo parcial, en las oscuridades de la economía sumergida. Tampoco se dará cuenta de la brecha salarial por razón de género, ni de una consecuencia tan negativa como que las mujeres perciban pensiones de cuantía notablemente inferior a los varones en la etapa final de su vida. No advertirá que ellas siguen soportando la mayor carga de los cuidados y de las tareas domésticas, incluso en situaciones de similitud laboral en la pareja. Menos aún reconocerá que ellas acceden en porcentajes muy bajos a los espacios directivos públicos y privados.
Hay un tipo de machista que realmente no capta la discriminación, por ceguera activa y también por autoengaño. O porque cree que todo siempre ha sido así y que no hay motivo para evolucionar. Como explicó Daniel Goleman, cuando algo nos perturba, se dispara una tendencia a fijar un punto ciego en el cerebro para engañarnos a conciencia. Y lo cierto es que, como regla general, solo se ve lo que se mira.
El machista siempre minimizará la violencia contra las mujeres y asegurará sin rubor que son falsas todas las denuncias que ellas presentan. Cuando se le recuerde la cifra de más de mil mujeres asesinadas en los últimos años, contestará con todo descaro que se han manipulado las estadísticas. Cuando se le explique que han sido recogidas por los organismos oficiales, tras levantarse los cadáveres y tras la práctica de autopsias, se enfurecerá y objetará (inasequible al desaliento) que hay grandes multitudes de mujeres que matan niños o que muere otra gente de cáncer, por imprudencias laborales, por accidentes de tráfico o incluso por el paso irreversible de los años. Y añadirá que las mujeres son manipuladoras, mentirosas, ambiciosas, sibilinas, falsarias, vengativas, interesadas o maliciosas. Dirá lo que sea con tal de no admitir el dato objetivo de que en la violencia en la pareja el 95% de los condenados son hombres.
Asegurará que, aunque defienda la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, el feminismo no resulta necesario y debería desaparecer, porque ya no existe discriminación, a pesar de todos los indicadores que demuestran lo contrario. Esa será su forma desesperada de intentar que nada cambie. Argumentará con torpeza y altas dosis de frivolidad que quienes reclaman esa igualdad son feminazis, como si se quisiera condenar a los hombres al holocausto entre alambradas de lavar su propia ropa, planchar sus camisas y fregar el suelo, como ironizaba Patricia Sornosa. Y se las dará de erudito jurídico, porque la ignorancia suele ser temeraria, para pregonar con ruidosa fanfarria que el artículo 14 de la Constitución ya proclama la igualdad ante la ley y no hay nada más que hablar. Quizás sea demasiado esfuerzo para el machista recalcitrante acometer la breve lectura del artículo 9-2, el cual nos indica que esa igualdad formal no es real, por lo que establece el deber de los poderes públicos de promover las condiciones adecuadas para hacerla efectiva.
Algunos pueden opinar que el machismo es algo genético, pero se trata de una concepción cultural y se puede transformar. La prueba son las sensibles diferencias en niveles de desigualdad que pueden existir para las mujeres en función de si residen en Dinamarca, Ecuador o Arabia Saudí. Incluso los machistas más recalcitrantes pueden modificar sus valores, pero no cambiarán solos, porque casi nadie renuncia a sus privilegios sin oponer resistencia. Lo harán a través de actuaciones institucionales que impulsen percepciones sociales sobre igualdad en el ámbito educativo, cultural, familiar, mediático, publicitario, laboral o económico, entre otros.
Resulta imprescindible que el movimiento feminista siga como vanguardia de ese camino hacia la igualdad. Pero los hombres en la retaguardia también podemos cuestionar el machismo recalcitrante, aislar su discurso discriminatorio, desmontar sus falacias interesadas, señalar la injusticia de determinados privilegios. Los alegatos misóginos suelen exhibirse con presunta virilidad en ámbitos especialmente masculinos. El cambio de actitudes nos llevará a una sociedad mejor. El machista recalcitrante es una especie en peligro de extinción y ellos mismos lo perciben en algunos intervalos lúcidos. Vale la pena que pase a la historia para estudiarse algún día en libros, documentales y museos.

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