¿Esto nos está pasando realmente?
El virus es la contingencia misma del mundo sin Dios; el estado de excepción planetario sincroniza por primera vez desde 1945 nuestras costumbres y nuestras instituciones con una amenaza "mundana" de alcance universal
Cicatero y gorrón en las
redes, el sábado pasado se me ocurrió poner un tuit "filosófico", cuya
prolífica reproducción -al menos en relación con mis baremos habituales-
confirma de algún modo la transversalidad de su contenido. El tuit
decía: "Esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera
vez no está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a
todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechemos la oportunidad". Como en
algunas respuestas se me ha pedido que explique más largamente este
aforismo, lo intento a continuación.
¿Qué es real? Real es la independencia del mundo.
Ahora bien, es más fácil para un machista reconocer la
independencia de la voluntad femenina o para un nacionalista español la
independencia de Catalunya que para un ser humano reconocer la
independencia del mundo.
Eso ocurre raramente y por
dos motivos. El primero es antropológico y tiene que ver con lo que
Jean-Paul Sartre, con inspiración muy heideggeriana, llamaba "la
inmanencia de la conciencia en la experiencia". Estamos protegidos, es
decir, por la inmediatez misma de nuestras experiencias en el espacio.
Por el hecho de que experimentamos las cosas con nuestro cuerpo y en un
mundo que reconocemos como banalmente "nuestro". Lo "normal" es, de
alguna manera, lo contrario de "lo real".
El segundo
es sociológico: me refiero al hecho de que el mundo ha sido suplantado
por toda una serie de estructuras -o respuestas sociales automáticas-
que acabamos interiorizando de forma colectiva, pues de ellas depende
nuestra supervivencia, como "reales". Pensemos, en nuestro caso, en
todas esas satisfacciones civilizacionales cotidianas que damos por
supuestas: del grifo sale agua, la luz se enciende, el cajero nos da
dinero, el supermercado está abierto, el móvil se recarga, el médico nos
atiende.
Esta doble "inmanencia" (antropológica e
institucional) determina la paradoja de que la pobreza sea tan "real"
para los pobres como la riqueza para los ricos. Si los pobres tuviesen
un acceso privilegiado a la realidad del mundo su vida sería totalmente
insoportable y tanto las revoluciones como los suicidios serían mucho
más frecuentes. Cuando la filósofa, militante y mística Simone Weil
quiso compartir los sufrimientos de una cadena de montaje para clavarse
"el aguijón de la realidad en la carne" descubrió el embrutecimiento
salvífico del trabajo penoso y extremo: el trabajo mismo, con su
inmanencia brutal, pone a los trabajadores "fuera del mundo". En cuanto a
los suicidios, es sabido que se suicidan mucho más los ricos que los
pobres.
Raramente, pues, tenemos acceso a la
independencia del mundo. Lo tenemos a través del dolor, mediante el cual
chocamos con el límite interno de nuestra propia vida; y lo tenemos a
través del amor, la primera vez que, enamorados, reconocemos el límite
del otro cuerpo como indomeñable y gozoso. Raramente, sí, nuestra vida
nos parece mortal; raramente un árbol nos parece un árbol; raramente los
otros cuerpos nos parecen tan propios e independientes como el nuestro.
Sólo las madres de todos los sexos viven la felicidad y el sufrimiento
de sus hijos como realmente reales.
Durante siglos, es
verdad, los humanos hemos estado mucho más expuestos que hoy a la
revelación de la independencia del mundo; es decir, a la irrupción
disruptiva de lo real. Sometidos a la naturaleza y sus injurias, a los
virus y sus contingencias, la religión nos ofreció un procedimiento
manual para proteger nuestra inmanencia. El creyente que declaraba (y
aún declara) que Dios es más real que el mundo, inscribe la contingencia
en un orden y una voluntad, de manera que el mundo llega hasta nuestro
cuerpo mitigado, a modo de caricia o de punición personal. Es lo mismo
que hacemos -escribía el otro día- cuando recurrimos al complotismo para
negar la existencia e independencia de las fuentes de dolor. Dios
conspira a nuestro favor mientras que Trump -o Fumanchú- conspiran en
nuestra contra. Que el mundo lo controlen los malos, si es que Dios no
puede hacerlo, no deja de ser un alivio teológico.
Hoy
nos hemos deshecho de Dios como de una chapuza primitiva -a igual
título que los caballos o las máquinas de escribir- que se estropeaba
muchas veces y requería un enorme esfuerzo de manutención individual
(esfuerzo muy fecundo, por lo demás, en literatura y filosofía, hoy
perdido). Nos hemos deshecho de Dios y en su lugar hemos introducido, a
través del capitalismo de consumo, una estructura material y simbólica
"automática" que asegura una inmanencia mucho más confortable, casi
autista en su clausura molusca: la tecnología, el consumo, los avances
médicos han generado en Occidente una ilusión de inmortalidad
incompatible con la independencia del mundo. Con nuestra cámara digital
la buscamos ansiosamente al tiempo que ansiosamente la negamos,
prolongando tanto su ausencia como la nostalgia de ella. La buscamos y
la negamos, en los intersticios de la tecnología, a través del sexo
intenso y soluble sin compromiso. La buscamos y la negamos en la droga,
en el deporte onanista, en el ruralismo dominical. Nunca una sociedad
humana ha vivido más fuera del mundo que la nuestra. Cuando titulaba mi
último artículo "Apología del contagio" quería advertir sobre los
peligros de esta ausencia de mundo; es decir, de esta desinfección de
realidad.
Y de pronto llega el coronavirus -con las
medidas tomadas contra él- y nos revela de nuevo la independencia del
mundo. Protegidos por la inmanencia, que nos hace interiorizar como
normal su ausencia, su comparecencia sólo puede presentarse de forma
traumática y desconcertante para los sentidos. La comparecencia de lo
real, cuando ocurre, siempre se nos antoja irreal. Eso nos pasa, a nivel
individual, cuando se nos diagnostica un cáncer y los cuatro puntos
cardinales se mezclan y voltean ante nuestros ojos. O cuando nos
acontece tener entre los brazos, caliente y vivo, el cuerpo soñado que
habíamos creído siempre inalcanzable. Pero ocurre mucho más cuando ese
desvelamiento del mundo en su independencia es compartido, sin
escapatoria, por todos los humanos al mismo tiempo. Este "sin
escapatoria" es importante, pues lo que define el mundo real -ya sea un
árbol o un virus- es que no se puede escapar de él, ni para el bien ni
para el mal. No se puede escapar del compromiso con el amado; no se
puede escapar del cepo de la muerte.
Es verdad que se
nos deberían haber mezclado los cuatro puntos cardinales muchas veces
antes de hoy, fuera de la confortable inmanencia de nuestros
automatismos: con la amenaza nuclear, por ejemplo, latente desde 1945, o
con el cambio climático, que coincide con los límites del planeta y del
que no hay huida posible. Pero si sólo con el coronavirus se ha
apoderado de nosotros esta sensación de irrealidad que acompaña siempre a
la irrupción de la realidad es porque las medidas globales tomadas
contra él han echado por tierra al mismo tiempo la inmanencia
antropológica y la inmanencia sociológica. El virus es la contingencia
misma del mundo sin Dios; el estado de excepción planetario sincroniza
por primera vez desde 1945 nuestras costumbres y nuestras instituciones
con una amenaza "mundana" de alcance universal que no podemos controlar.
El gobierno, suspendiendo el régimen autonómico, reconoce la
independencia terrible del mundo, desnudo de inmanencias rutinarias; el
gobierno, alterando traumáticamente nuestra vida cotidiana, nos arroja
al mundo, donde hay menos libertad no porque la ley nos obligue a
quedarnos en casa sino porque nos atrapa, precisamente, en la realidad
misma. La globalidad de estas medidas da a este mundo una redondez
asfixiante que nunca antes había tenido. O que nunca antes habíamos
percibido de un poco tan vívido e inmediato.
Que
reconozcamos el mundo como real, ¿no es también una oportunidad? Debería
serlo. Como algunos llevamos años pidiendo, el mundo se ha parado: un
ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo
se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en
ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la
posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos,
distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente
la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos
interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese
okupado razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor -aunque poco
verosímil- que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos
por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser. Tenía que
hacerlo de esta manera, con una sacudida de nuestras inmanencias y una
amenaza a nuestras existencias. Lo cierto es que, obligados a este
parón, vamos a ver por fin cosas que teníamos delante de las narices,
nos vamos a aburrir hasta la rebelión, vamos a tensar al máximo nuestros
resortes íntimos y nuestra lengua común. La pregunta ahora, por tanto,
no es si esta revelación podía haberse producido de otra manera sino si
estamos preparados para sacarle partido.
No va a ser
fácil. Antropológicamente nuestro mundo es el más irreal de la historia.
Décadas de lo que Pasolini llamaba hace casi cincuenta años "hedonismo
de masas" ha producido un naufragio "moral" tan catastrófico como
refinada y totalitaria es nuestra tecnología: "El hedonismo del poder de
la sociedad de consumo", escribía en sus Scritti corsari, "ha
desacostumbrado de golpe, en menos de una década, a los italianos a la
resignación, a la idea de sacrificio, etc.: los italianos no están ya
dispuestos a abandonar ese poco de comodidad y bienestar (aunque sea
miserable) que de alguna manera han alcanzado. Lo que podría prometer un
nuevo fascismo, debería ser precisamente, por tanto, "comodidad y
bienestar": lo que es una contradicción en los términos". Esto que dice
Pasolini de los italianos se puede aplicar a todos los occidentales,
pobres o ricos, e incluso, en términos de imaginario desiderativo, a
todo el planeta. Un poema suyo de 1974, titulado Recesión, anticipa ese
regreso al mundo o regreso del mundo, con fábricas en ruinas, calzones
con remiendos y crepúsculos vacíos de coches, en el que los ojos "ya no
demandan dinero sino amor"; el poema acaba recordando abruptamente que
ese mundo no puede ser deseable como catástrofe sino como "comunismo",
en el modo muy particular -populismo católico y humanismo marxista- en
que Pasolini interpretaba este concepto. No estamos preparados para
afrontar la independencia del mundo; y si los europeos no nos ponemos
las pilas, a esta disrupción de lo real sólo sobrevivirán, como dice
otro poeta italiano, Erri de Luca, "los indios, los bálticos, los Masai,
los beduinos protegidos por el viento y los mogoles a caballo". Y
seguramente los chinos.
Antropológicamente no estamos
preparados. Pero mucho menos lo está el capitalismo para hacer
concesiones. En el año 2008 los ciudadanos rescatamos a los bancos; hoy
sería justo e imperativo que los bancos rescatasen a los ciudadanos. No
ocurrirá. El capitalismo, esa descomunal fantasía, es capaz de succionar
beneficios incluso de lo real disruptivo. La economía lleva algunos
siglos y, sobre todo, algunas décadas negando el mundo y va a seguir
haciéndolo. Nuestro desafío como humanos repentinamente arrojados a él
es casi heroico: proteger la salud de cada cuerpo como si fuera nuestro
propio cuerpo; proteger nuestras estructuras sanitarias, erosionadas
por los recortes y por el nihilismo hedonista de algunos des-almados;
proteger la democracia, que ya estaba debilitada y que puede sucumbir
mañana a un permanente estado de excepción, por muy justificado que esté
hoy; y protegernos, sobre todo, de una economía que nunca ha reconocido
la independencia del mundo y que, ante la comparecencia de lo real,
decidirá una vez más -entre el capitalismo o el mundo- sacrificar el
mundo con todos sus habitantes.
Lo peor esperable,
dice un amigo, es que cuando pase esta crisis volvamos a donde
estábamos, como si nada hubiese ocurrido. Hay otras dos opciones,
excluyentes entre sí. Una es que, traumatizados por lo real, con menos
defensas que nunca, busquemos nuevas inmanencias en regímenes
autoritarios al servicio de un remozado capitalismo "nacional". La otra
es que defendamos con uñas y dientes la independencia del mundo revelada
de la peor manera y, tanto en la esfera antropológica como en la
política, a nivel local y global, prolonguemos y gestionemos este parón y
su dimensión auroral, fundacional, constituyente. Para ello, frente a
los des-almados y a los automatismos, necesitamos buenos ejemplos. Y
los tenemos. En el orden antropológico, ahí están los médicos, los
sanitarios, los "piquetes" vecinales de ayuda a los mayores, las cajeras
y reponedoras de los supermercados ("somos la tercera clase del
Titanic", se lamenta una de ellas), cuya defensa de la realidad nos
indica a todos el camino. En el orden político y global, ahí está la
OMS, una institución silenciosa, mucho más eficaz que la ONU, que parece
entender que la única manera de que nos salvemos cada uno de nosotros
es que nos salvemos todos al mismo tiempo.
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