¿Estamos en guerra?
No es una guerra, es una catástrofe. Para esta
batalla no se necesitan soldados sino ciudadanos; y esos aún están por
hacer. La catástrofe es una oportunidad para ‘fabricarlos’
Santiago Alba Rico
/
Yayo Herrero
22/03/2020
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Se ha impuesto con inquietante espontaneidad la metáfora
de la “guerra” como imagen y justificación de las radicales medidas
tomadas contra el virus. Conte en Italia, Macron en Francia, Sánchez e
Iglesias en España han declarado la “guerra” al virus o han hablado sin
cesar de una “situación de guerra”. En nuestro país, al mismo tiempo que
se desplegaba el Ejército en algunas ciudades, hemos visto al portavoz
de Sanidad, Fernando Simón, escoltado en las ruedas de prensa por el
JEMAD general Villarroya, cuyas intervenciones, por su parte, adoptan
muchas veces el tono de una arenga de trinchera: habla de una “contienda
bélica” y de una “guerra irregular” en la que todos “somos soldados”,
invocando una “moral de combate” y reivindicando los “valores militares”
para afrontar la amenaza colectiva.
Digámoslo con toda claridad: lo que estamos viviendo no es
una guerra, es una catástrofe. En una catástrofe puede ser necesario
movilizar todos los recursos disponibles para proteger a la sociedad
civil, incluidos los equipos y la experiencia del Ejército, pero el
hecho de que una catástrofe exija tomar medidas de excepción, no
autoriza sin peligro a emplear una metáfora que, como todas las
metáforas, transforma la sensibilidad de los oyentes y moldea la
recepción misma de los mensajes. Llamar a las cosas por otro nombre, si
no estamos haciendo poesía, si estamos hablando además de cuidar, curar,
repartir y proteger, puede resultar una pésima política sanitaria; una
pésima política. Ahora que estamos afrontando la realidad –frente al
mundo de ilimitada fantasía en que habíamos vivido en Europa las últimas
décadas– no deberíamos deformarla con tropos extraídos del peor legado
de nuestra tradición occidental. Como marco de apelación, interpretación
y decisión, la metáfora de la guerra –salvo que la utilicen los médicos
y los sanitarios abrumados por las muertes que no pueden evitar– nos
debe suscitar una enorme preocupación.
Guerra, ¿contra quién? ¿Quién es el enemigo? En cuanto
pronunciamos la palabra “guerra” comparece ante nuestros ojos un humano
negativo que merece ser eliminado. Con esta metáfora de la guerra, en
efecto, ocurre algo paradójico: se humaniza al virus, que adquiere de
pronto personalidad y voluntad. Se le otorga agencia e intención y se
deshumaniza y criminaliza a sus portadores, que en realidad son las
víctimas1. El enemigo de este desafío sanitario, si se
quiere, está potencialmente dentro de uno mismo, lo que excluye de
entrada su transformación en objeto de persecución o agresión bélica.
Por eso, esta resbaladiza idea de “guerra” da razón sin
querer a los que, llevados de un pánico medieval, acaban convirtiendo en
enemigos a los portadores del virus, olvidándose de que ellos mismos
–al menos potencialmente– también lo son. Sólo se puede hacer la guerra
entre humanos y a otros humanos y, si hay que “guerrear” contra el
virus, acabaremos haciendo la guerra contra los cuerpos que lo portan o,
lo que es lo mismo, contra la propia humanidad que queremos
bélicamente proteger. En estado de “catástrofe” es sin duda muy
necesario “reprimir” severamente, como se hace con los transgresores del
código de circulación, a quienes violan el confinamiento poniéndose en
peligro a sí mismos, a sus vecinos y al sistema sanitario en general,
pero ni siquiera esos pueden ser los “enemigos” de una “contienda
bélica”, salvo que queramos confundir, en efecto, el virus con sus
potenciales portadores, y generar, además, una “guerra” civil entre los
potenciales portadores.
¿Vale el discurso del enemigo para atajar el efecto de un
virus? Los seres humanos somos vulnerables y frágiles. Nuestra historia
ha estado y está atravesada por la enfermedad y la exposición al
hambre, los virus y el abandono. Hemos sobrevivido construyendo
relaciones con la naturaleza y entre las personas para tratar de
minimizar el riesgo y la inseguridad. El cuidado y la cautela, el apoyo
mutuo, la cooperación, la sanidad y educación pública, las cajas de
resistencia, el reparto de la riqueza han sido los inventos que han ido
poniendo las sociedades en marcha –de forma marcadamente desigual e
injusta en ocasiones– para asumir y bregar con el inconveniente de que
la vida transcurra encarnada en cuerpos que son frágiles y vulnerables e
incapaces de vivir en solitario.
Un virus no es un enemigo consciente y malvado, es un
riesgo inherente a la propia vida. Lo terrible es construir sociedades
ajenas e ignorantes de que los virus, la enfermedad, la mala cosecha o
la tempestad existen. Construir economías y políticas sobre la fantasía
del ser humano, como un ser sin cuerpo y sin anclaje en la tierra que le
sustenta es lo que genera una guerra contra la vida, contra los
ciclos, contra los límites, los vínculos y las relaciones. En los
momentos de bonanza se esconden e invisibilizan, restándoles valor y
despreciando, precisamente las tareas, oficios y tiempos de cuidado que
solo se hacen visibles en las catástrofes y en las guerras.
La guerra, violencia armada, es precisamente la negación
del cuidado, masculinidad errada, justificación del sacrificio de vidas
humanas en aras de una causa superior. Ahora bien, no debemos olvidar
que aquí la “causa superior” es precisamente la salvación de todas y
cada una de las vidas humanas en peligro. No se trata de dar virilmente
la vida por la causa gritando viva la muerte, sino que la causa es el
mantenimiento de la propia vida. No existirá una victoria final que
dependerá de la disciplina y de la conversión en soldados, como señalaba
en su comparecencia el General Villarroya. El sacrificio al que se
apela, tanto en la catástrofe como en la retaguardia de cualquier
guerra, no es más que la intensificación de la lógica del cuidado, de la
precaución, del sostenimiento cotidiano e intencional de la vida en
tiempos de catástrofe, que son los mismos esfuerzos que hay que hacer
para sostenerla cotidianamente.
En toda guerra, decía Simone Weil, la humanidad se divide
entre los que tienen armas y los que no tienen armas, y estos últimos
están siempre completamente desprotegidos, con independencia del bando o
la bandera. En el estado de catástrofe actual, los españoles, todos
potencialmente víctimas del virus, se dividen, en cambio, entre los que
no pueden hacer confinamiento y los que sí pueden hacer confinamiento o,
si se prefiere, entre los que se exponen más o se exponen menos al
virus. Los que se exponen más al virus –el personal médico, los
transportistas, las cajeras de supermercado, las limpiadoras y
cuidadoras, etc.– ni tienen armas ni se pelean entre sí con el propósito
de proteger a los “suyos”. Al contrario de lo que ocurre en las
guerras, este “anti-ejército desarmado” –provisto solo de microscopios,
termómetros, bayetas, manos y sentido del deber– ni se hace la guerra ni
se la hace a los que están encerrados en sus casas, menos expuestos y
completamente desarmados. Es, como dice Leila Nachawati, exactamente lo
contrario: se exponen para protegernos a todos, a sabiendas de que de
esa forma también se protegen a sí mismos y al orden civilizado del que
dependen y que depende de ellos. Por eso debemos admirarlos y apoyarlos;
y por eso es una irresponsabilidad inmoral y suicida incumplir la
normativa sanitaria. Pero si hay una situación distante de la guerra –en
su temperatura ética, anti-identitaria y “universal”– es precisamente
la catástrofe que estamos viviendo. En todo caso, lo que opera en contra
de la “causa superior” –la salvación de todas y cada una de las vidas
humanas en peligro– son las medidas económicas tomadas en la última
década y las políticas que ahora es necesario corregir a toda prisa para
proteger a los socialmente vulnerables. En este sentido, y allí donde
la responsabilidad individual y la institucional, donde lo común y lo
público, se cruzan, nuestros políticos y nuestras élites económicas son
más responsables –pues conjugan ambas condiciones– que los ciudadanos
privados.
No es una guerra, es una catástrofe. Es verdad que para
dos generaciones de europeos (en otros sitios la verdadera guerra es su
normalidad cotidiana) esta paliza de realidad es lo más parecido a un
conflicto bélico que hemos vivido. Pero la crisis del coronavirus es en
sustancia lo contrario de una guerra. Que sea “lo contrario” de la
guerra también merece un análisis en profundidad. Lo real no se nos ha
presentado como mala voluntad o identidad belicosa sino como
contingencia impersonal adversa en un contexto capitalista que (aquí sí
está justificada la metáfora) lleva años haciendo la guerra a la
naturaleza, los cuerpos y las cosas. Es la “impersonalidad” no bélica de
la catástrofe capitalista la que hay que revertir y transformar: por
eso es tan importante esta convergencia trágica de responsabilidad
individual e institucional que nos muestra ahora la importancia de los
cuidados personales y colectivos. El fin del capitalismo puede estar
acompañado de guerras pero no será una guerra: su anticipo y su
metáfora, como colofón de su dinámica interna de ilimitación
incivilizada, es este “virus” sin cara y replicante que aparecerá una y
otra vez, y cada vez más, en forma de “catástrofe”. Para esta batalla no
se necesitan soldados sino ciudadanos; y esos aún están por hacer. La
catástrofe es una oportunidad para fabricarlos.
No es una guerra, es una catástrofe. La imagen del
ejército en la calle –y hasta la de un general en una rueda de prensa–
puede estar justificada pero también inquieta, política y
antropológicamente. Para que dejen de inquietar –y hasta nos alegremos
de su presencia, si es que es realmente necesaria– sería indispensable
que nuestros políticos (todos hombres, por cierto) dejen de inscribir su
intervención en el marco de una “guerra”, de una “contienda bélica”, de
una recuperación de los “valores militares”. Sólo los médicos pueden
hablar de “guerra” y, en cuanto al espíritu de “sacrificio”, citado por
el general Villarroya, quizás deberían ser las “madres”, y no los
militares, las que nos diesen lecciones. Un amigo muy inteligente nos
dice que necesitamos ejemplos movilizadores y épica salvífica. Es
verdad. Pero esto no es una guerra, es una catástrofe. Bastante duro es
afrontar una “catástrofe” como para que, además de temer al virus,
acabemos temiendo a nuestras co-víctimas y a los que están intentando
protegernos. Los ejemplos ya los tenemos y son tan banales como los de
la maldad arendtiana a la que se oponen; y la épica también existe y es
igualmente de andar por casa: la de ese hombre o mujer que, en el balcón
de enfrente, a cuatro metros de distancia, descubre de pronto en su
odioso vecino (al que hasta ayer estrechaba la mano con indiferencia o
desagrado) una existencia afín y casi amiga a la que no puede abrazar.
No deja de ser hermosamente paradigmático que sea en una situación de
aislamiento social impuesta, cuando los besos y los abrazo se
proscriben, cuando de repente conocemos los nombres de quienes viven en
nuestro bloque, nos preocupamos de si tienen alimento o necesitan
medicinas.
Esto no es una guerra, es una catástrofe. Al contrario que
en una guerra, no hay ninguna causa superior que la salvación de todas y
cada una de las vidas humanas. Venceremos sólo si no hay víctimas
humanas. O son las menos posibles.
Venceremos quizás esta vez. Pero habrá que prepararse para
la siguiente y esta sacudida que reordena las prioridades puede ser un
entrenamiento crucial.
Notas
1. De esta humanización bélica del virus da un espeluznante y paradójico ejemplo este titular de EFE:
“El gobierno de Nicaragua desafía al coronavirus con una marcha multitudinaria”. Ortega, es decir,
desafía al coronavirus facilitando su reproducción.
“El gobierno de Nicaragua desafía al coronavirus con una marcha multitudinaria”. Ortega, es decir,
desafía al coronavirus facilitando su reproducción.
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