lunes, 9 de marzo de 2020

Un selfi dominical



Ayer me caí  en la calle. Un tropezón con una irregularidad del asfalto, esa, que llevas años pisando, que nunca se ha hecho notar, hasta que tu pie no ha marcado la distancia adecuada para cruzar sobre ella, como ha hecho siempre, hasta ayer, claro. En un instante entras y te conviertes en un remolino de sensaciones desconocidas: sales lanzada de tí misma, rebotas contra un suelo que jamás habías sentido tan compacto e impenetrable. No puedes concretar nada, salvo el profundo abrazo hostil e incógnito del desconcierto. De repente el mundo se ha dado la vuelta como una tortilla enloquecida o un crep chisgarabís. Y experimentas en directo, una realidad metafísica demostrada: como es arriba es abajo.  No hay como una buena leche para comprobarlo y que no queden dudas al respecto. Alrededor escuchas y sientes un cariñoso y compasivo amontonamiento fraternal y espontáneo, no los conoces, ni ellos a ti, pero al verte caer han acudido a levantarte del suelo, con delicadeza y energía, te preguntan si estás bien, te cogen las manos, los brazos, los hombros e incluso, antes de que te des cuenta, descubren un chichón y entran en el bar de la esquina a buscar un cubito de hielo para que el chichón te sea leve. Son de varias edades, de ambos géneros, no los conté, pero eran familia numerosa de las de antes, unos ocho o diez, quizás, once o doce, como un equipo de fútbol, o como los apóstoles, pero de la misma pasta  empática en su diversidad. Me acompañaron un trecho hasta cerciorarse de que podía caminar sin dificultades, de que no estaba mareada, y podría llegar a casa por mi propio pie. 

Con el flahs del hostión yo no sabía cómo estaba mi integridad fisiológica, si se me habría descolocado algo, si los tornillos biológicos necesitarían ajustarse o si la caja de cambios emocional se habría encasquillado, pero según caminaba, el cuerpecillo se iba acoplando a las aceras, a los cruces, el cubito de hielo se había derretido sobre mi ceja derecha y sobre mi nariz, las gafas se habían rayado, pero todo era secundario, la vida tiraba del carro hasta casa y luego hasta la clínica de El Consuelo, que me cubre la sanidad pública por convenio con el ISFAS, donde el traumatólogo de urgencias me atendió Y me ayudó, escayolando mi antebrazo derecho para recomponer los desperfectos, tras un examen concienzudo. Todo el tiempo conté con la ayuda, el apoyo y la compañía de una de mis vecinas, que al verme en el ascensor dejó todo para que "no vayas sola al hospital, que para eso estamos". 

Mientras sucedía todo en la misma calle del accidente, Guillem de Castro, la manifestación feminista arrancaba su marcha, allí mismo. Y me  emocionó profundamente la sincronicidad perfecta entre el grito reivindicativo y la praxis solidaria. La conciencia se nutre y, al mismo tiempo, le pone las pilas a esa imprescindible simbiosis. Ellas gritaban pidiendo derechos, mientras ellas y ellos, los sin siglas ni pancartas ni camisetas moradas, que iban incluso a trabajar en el turno de tarde, o llegaron con retraso a al slmacén o al bar done trabajan, hacían posibles esos derechos atendiendo al más frágil, una abuelita tirada por los suelos, hasta dejando a un lado sus asuntos o sus prisas, con  un amor social inseparable de la fraternidad.
Que los árboles enredados de lo deshumano, no nos impidan descubrir el bosque infinito de nuestra preciosa e imprescindible humanidad. 

Aunque hoy mi mano derecha no pueda escribir, confieso que me llena de luz y de esperanza escribir con la izquierda, porque no me queda más remedio, después de la "avería". Eso mismo le pasa  a este mundo  tan nuestro a veces y tan ajeno en tantos aspectos: o aprende a escribir también sin más remedio con la caligrafía de la izquierda o no habrá salida del bucle.

Que los gritos, los justos cabreos sociales y también las razones de la sirazón, no nos impidan fluir, comprender y avanzar, no en consumismo destroyer, ni en confusiones alucinógenas, ni lavados de cerebro propios de cualquier "ismo" sino en esa  cada día más urgente inteligencia y conciencia colectiva, inseparable de la praxis y la realidad. Si no hay amor inteligente, la vida se nos convierte, directamente, en mierda. Tanto a derecha como a izquierda, tanto en versión estrógenos y gestágenos, como en versión testosterona. Lx mierdx es neutral, no le hace ascos a nada, para ser asco, ya se las pinta  'ellx' divinamente. No caigamos en sus cloacxs.

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