La palabra es el combustible de la inteligencia porque es el soporte y la expresión de la idea. Por ella nos comunicamos. Por ella existen las redes sociales, los medios de comunicación, las leyes, las constituciones de los pueblos. Por ella se transmite el conocimiento y la sabiduría. Pero también puede usarse como un instrumento de seducción y de engaño. Con ella se puede disfrazar el veneno, ocultar la verdad, deformarla y envolverla en mentiras. Degradándola se degrada la inteligencia. Hay que aprender y enseñar a utilizarla con belleza y armonía, con sus reglas ortográficas, morfológicas y sintácticas, porque así se ordena el pensamiento y se hace inteligible. Porque así los contenidos de la idea llegan directos de núcleo a núcleo. Y todo fluye en el entendimiento y en la dialógica, que es la praxis del diálogo.
En este momento, cuando la educación y la cultura están en el escalón más bajo, ínfimo, del interés del gobierno, somos los ciudadanos los que debemos proteger este patrimonio de la inteligencia humana. Ya que no nos facilitan el aprendizaje desde la base educativa, con programas demoledores dedicados sobre todo a producir robots humanoides desde la escuela, seamos nosotros los interesados, los que cuidemos y transmitamos el derecho a tener un lenguaje que se entienda y enriquezca cuando lo leamos, escuchemos o lo pronunciemos. Cuidemos lo que decimos y como lo decimos, pensando tanto en el receptor como en nosotros mismos. Porque la palabra es un acto de amor en sí misma y un arma destructiva cuando la retorcemos y la intoxicamos desde el ego que eclipsa a los demás. Al prójimo. A nuestro "otro" yo. Con el lenguaje se da vida o se ningunea y se mata esa misma vida. Hagámonos conscientes del uso de la palabra y no desaprovechemos esa riqueza inmensa que nos distingue en el reino animal para concedernos la categoría de humanos. Porque siempre acabamos por merecer el mundo que nuestras palabras decretan al materializar e interpretar nuestros pensamientos y deseos.
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