Tranvía a la Malvarrosa
Leo Tranvía a la Malvarrosa (Alfaguara, 2014). Se cumplen 20 años de su publicación
y la editorial lo celebra con una edición conmemorativa. Vuelvo a
acompañar al protagonista en su viaje iniciático a través de los 5
sentidos. La prosa de Manuel Vicent elabora la memoria sentimental de un
aprendizaje en la Valencia franquista de los años 50. Un tranvía con
jardinera recorre el camino simbólico que lleva a los héroes hacia su
destino y a los adolescentes hasta la conciencia inmediata de la vida y
de la muerte.
Se trata de la historia de un muchacho que no quiso ser portador de valores eternos, sino gozador de placeres efímeros. Hay episodios notables y personajes de mucho peso como Vicentico Bola, un maestro en el arte de sacarle partido a la existencia y al lado bueno de la falsedad. En una España en la que todo era mentira, en la que las glorias imperiales no suponían más que un decorado de cartón sobre la miseria, se agradece la compañía de un amigo con porte de gobernador civil capaz de engañar a las orquestas y los reservados de los prostíbulos.
Pero la verdadera protagonista de la novela es la sensualidad. Contra la bota del franquismo, por las costuras del orgullo militar y de las exigencias clericales, la escritura convoca una voluntad de vida a través de los sentidos. Las palabras buscan la complicidad de un paisaje lleno de huertas y caminos que presienten la cercanía del mar. Las palabras buscan también la amistad con la luz de una memoria dispuesta a recordar que “hay más estructura en un aroma que en cualquier pensamiento, más verdad en los sentidos que en la lógica”.
No es mala receta para los tiempos tristes, ya se respire el pulso gris, chillón, atemorizado de una dictadura sórdida o la realidad oxidada de una democracia parda tirando a mezquina. No se trata de renunciar al compromiso cívico, sino de cultivar a ese vividor que llevamos dentro para darle argumentos alegres y carnales a la rebeldía. Es la mejor manera de mantenerse lejos de la corrosión de los púlpitos, las consignas y los himnos. La mejor manera, en medio del vértigo, de recuperar un olvidado sabor a nosotros mismos.
Cuando la sociedad se llena de escombros, cuando nos cubren y nos quitan el aire los decretos, cuando nos sentimos sepultados por las catástrofes, los sermones, las mentiras dichas con solemnidad oficial, las cifras de la realidad o la realidad impuesta por las cifras, es un buen recurso hacer memoria de la sensualidad para buscarnos allí donde estemos, allí donde quede algo de nosotros. La victoria del enemigo sólo es real cuando consigue cambiarnos por dentro.
La relectura de Tranvía de la Malvarrosa me ha invitado a recordar. Por unos días decido vivir bajo la disciplina del recuerdo. Cultivo de forma metódica la memoria de la sensualidad, el abrazo de un sol, la humedad de una lluvia. Vuelvo a unas mañanas de hace cincuenta años. La primera luz se ha mezclado entre las sábanas con el pequeño estrépito de un tranvía amarillo que cruza la ciudad y con el olor del café que están preparando los mayores. Es mañana de domingo porque ese estrépito y ese olor se resuelven en el azúcar de la bollería que espera sobre la mesa. La piel de los bollos suizos está en el origen de todas las caricias.
La resistencia nos ha enseñado a vivir con la ética de la última copa. Es la conversación de la noche que se alarga entre camaradas por la complicidad de lo ya soportado, de lo que sucedió, de lo que se ha perdido. Está bien, es un lujo que no puede despreciarse en los tiempos que corren. Pero conviene no olvidar nunca la ética del desayuno. Quien recuerda que alguna vez desayunó con los cinco sentidos está acorazado frente a los púlpitos. Será capaz de llegar hasta la muerte siendo todavía manantial, como deseaba Federico García Lorca.
Recuerdo de forma metódica una humedad, un escalofrío, un beso, el olor nocturno de un mes de abril, el azul de los veranos, las escandalera de unos pájaros. Me dejo contagiar por Manuel Vicent y por su tributo a la sensualidad.
Se trata de la historia de un muchacho que no quiso ser portador de valores eternos, sino gozador de placeres efímeros. Hay episodios notables y personajes de mucho peso como Vicentico Bola, un maestro en el arte de sacarle partido a la existencia y al lado bueno de la falsedad. En una España en la que todo era mentira, en la que las glorias imperiales no suponían más que un decorado de cartón sobre la miseria, se agradece la compañía de un amigo con porte de gobernador civil capaz de engañar a las orquestas y los reservados de los prostíbulos.
Pero la verdadera protagonista de la novela es la sensualidad. Contra la bota del franquismo, por las costuras del orgullo militar y de las exigencias clericales, la escritura convoca una voluntad de vida a través de los sentidos. Las palabras buscan la complicidad de un paisaje lleno de huertas y caminos que presienten la cercanía del mar. Las palabras buscan también la amistad con la luz de una memoria dispuesta a recordar que “hay más estructura en un aroma que en cualquier pensamiento, más verdad en los sentidos que en la lógica”.
No es mala receta para los tiempos tristes, ya se respire el pulso gris, chillón, atemorizado de una dictadura sórdida o la realidad oxidada de una democracia parda tirando a mezquina. No se trata de renunciar al compromiso cívico, sino de cultivar a ese vividor que llevamos dentro para darle argumentos alegres y carnales a la rebeldía. Es la mejor manera de mantenerse lejos de la corrosión de los púlpitos, las consignas y los himnos. La mejor manera, en medio del vértigo, de recuperar un olvidado sabor a nosotros mismos.
Cuando la sociedad se llena de escombros, cuando nos cubren y nos quitan el aire los decretos, cuando nos sentimos sepultados por las catástrofes, los sermones, las mentiras dichas con solemnidad oficial, las cifras de la realidad o la realidad impuesta por las cifras, es un buen recurso hacer memoria de la sensualidad para buscarnos allí donde estemos, allí donde quede algo de nosotros. La victoria del enemigo sólo es real cuando consigue cambiarnos por dentro.
La relectura de Tranvía de la Malvarrosa me ha invitado a recordar. Por unos días decido vivir bajo la disciplina del recuerdo. Cultivo de forma metódica la memoria de la sensualidad, el abrazo de un sol, la humedad de una lluvia. Vuelvo a unas mañanas de hace cincuenta años. La primera luz se ha mezclado entre las sábanas con el pequeño estrépito de un tranvía amarillo que cruza la ciudad y con el olor del café que están preparando los mayores. Es mañana de domingo porque ese estrépito y ese olor se resuelven en el azúcar de la bollería que espera sobre la mesa. La piel de los bollos suizos está en el origen de todas las caricias.
La resistencia nos ha enseñado a vivir con la ética de la última copa. Es la conversación de la noche que se alarga entre camaradas por la complicidad de lo ya soportado, de lo que sucedió, de lo que se ha perdido. Está bien, es un lujo que no puede despreciarse en los tiempos que corren. Pero conviene no olvidar nunca la ética del desayuno. Quien recuerda que alguna vez desayunó con los cinco sentidos está acorazado frente a los púlpitos. Será capaz de llegar hasta la muerte siendo todavía manantial, como deseaba Federico García Lorca.
Recuerdo de forma metódica una humedad, un escalofrío, un beso, el olor nocturno de un mes de abril, el azul de los veranos, las escandalera de unos pájaros. Me dejo contagiar por Manuel Vicent y por su tributo a la sensualidad.
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