lunes, 24 de septiembre de 2012

EL CURA CAMELLO

Le llamaban Pare Vicent. Decía las misas en latín y de espaldas al público feligrés. Era muy estricto y exigente con la ritología y el culto. Hacía muchas obras de caridad y era el "Señor Retor" de Nazaret, el párroco de un barrio marítimo de la Valencia más modesta, deprimida y problemática, con un índice altísimo de drogadicción y refugio delincuente. El terreno más adecuado para ejercer la caridad cristiana y el compromiso social de la iglesia sin que nadie le pidiese cuentas y además se le admirase y ayudase por su dedicación generosa  al oficio sacerdotal de la compasión. Y por eso el Pare Vicent le echó el ojo al territorio comanche desde hace unos cuantos años. Igual que  Zaplana se lo echó a los secarrales de Benidorm para establecer una Terra Mitica como parque de atracciones desastroso, total, si Las Vegas están en mitad del desierto y son un bombazo, ¿por qué no probar con las desolaciones alicantinas algo parecido o con la cutrez del suburbio portuario de Valencia una sucursal discreta y rentable de cártel colombiano si la coartada parroquial era la tapadera perfecta y en Valencia los latrocinios oficiales e institucionales son cosa tan natural como la vida misma, empezando por la Gürtel, siguiendo por Camps, Blasco, Fabra Carlos y todos los etcéteras en su corte de los milagros? 

El señor cura párroco parece que se había ordenado sa-cerdote por su cuenta en la linea Palmar de Troya y que al parecer ese detallejo le había pasado desapercibido al arzobispado  valenciano, mucho más ocupado en bordar con flores a María los mantos de la Xeperudeta, patrona de la ciudad, en vestirla de fallera y en pasar el cepillo por la basílica dedicada a su celestial honoris causa, que al parecer siempre anda necesitado del óbolo del impuesto devocional. 
Entre flor y flor, entre traca y traca, el mosén, contagiado por los Reyes Magos y el sugerente nombre del barrio, Nazaret, ejercía de humilde camello navideño en  todo terreno estacional. Sin prejuicios meteorológicos, lo mismo en diciembre que en el torradero de julio y agosto, en primavera y otoño. 

Ninguna inclemente circunstancia atmosférica tenía el poder de frenar su entusiasmo camellil. Siempre estaba dispuesto al caritativo oficio del reparto de cocaína para calmar la ansiedad de los feligreses más nerviosos y atacados por el síndrome de abstinencia, como del reparto de dosis a otros "centros terapéuticos" de la zona. Por supuesto, que parte del botín lo invertía en vistosos ornamentos sagrados con los que solía revestirse como un príncipe de cuento de hadas resplandeciente. Casullas bordadas con hilo de oro y volantes diseñados por Victorio y Lucchino, amitos y estolas de Dolce & Gabanna, albas impolutas de seda natural, con una caída del copón, firmadas por Paco Rabanne y capas pluviales y dalmáticas rococó de Versace. Ya podía , ya, porque el emporio del coloque le daba una pasta además de ser la fuente parroquial más abundante en recursos. 

Algo tremendo para cualquier autonomía hispana o de cualquier sitio normal, pero que en Valencia tiene bula de ninot indultat. Lo mismo que los casales falleros se permiten infringir y traspasar todos los límites y deberes de la convivencia urbana y vecinal sin que nadie les diga ni pío. Pueden berrear, bailar, orinar y vomitar, durante semanas en las aceras y puertas de las fincas, plantar sus carpas blancas como jaimas festivaleras en mitad de las calles principales cortando el tráfico y el paso de ambulancias y emergencias, colgar sus barrocos entramados de luces decorativas hasta arramblar con las barandillas de los balcones ruzafíes y no dejar pegar ojo a los sufridos trabajadores durante un mes. Nadie les dice ni mu.
A nadie del ayuntamiento se le ocurre establecer un impuesto fallero que, por lo menos,  subvencione y compense la evacuación masiva a que se ven obligados los vecinos de los barrios más escandalosos en tiempo de fallas, que cada vez es más largo. En ese descontrol supino, los asuntos del Pare Vicent eran pecata minuta. Una bobada sin importancia que se difuminaba en el mar proceloso del caos valenciá tan distraído como las autoridades religiosas, en irse de marcha con los buñuelos de calabaza y el chocolate no siempre derivado del cacao, sino más bien del cáñamo y hierbas familiares. Hasta la coca, no siempre transformada en refresco de cola. 

Así el negocio parroquial del sacro camello iba viento en popa a toda vela, teniendo el puerto tan a mano y las descargas de los bajeles piratas atracando al lado de casa. El Pare Vicent estaba a sus anchas y a cubierto. Con la mensajería puerta a puerta. Los feligreses-clientes encantados, los prebostes religiosos en la parra, él convertido en ONG del flipe comunitario y los guardias civiles del vecino cuartel de Cantarranas en la inopia, quizás porque al ir también vestidos de verde y con le tricornio calado hasta las pestañas, no tienen mucha visibilidad disponible y  empatizan embelesados por el canto de los batracios siempre con ganas de jota huertana y aturdidos, además, por el estruendo del circuito urbano y aberrante de la Fórmula 1. 

En tal ambientazo lo menos que puede pasar es que se produzcan fenómenos paraeclesiales, inimaginables, que más bien parecen una alucinación hiperbólica de libreto fallero que un suceso real, delictivo y vergonzante.

Pero es que lo que no pase en Valencia no pasa en ningún sitio, che!

El reverendo camello, haciendo prácticas de tiro en Argentina, donde al parecer tenía mucho feeling con ese deporte. Una estampa verdaderamente evangélica y edificante para la posteridad.

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