martes, 18 de septiembre de 2012

Adios, señor Carrillo


Parecía que iba ser usted eterno, don Santiago, y nos acaba de defraudar sin tener la paciencia de llegar a centenario. Como pasó con Franco. Es lo que tiene ser un personaje duradero en exceso. 
Aquel dictador nos pilló desde antes de nacer y varias generaciones crecimos con el estigma de su sombra pegado al DNI, a los sellos de correos, a las monedas de céntimos, pesetas y duros, de veinticinco  y cincuenta, a los retratos de medio perfil en la escuela, al lado del crucifijo, como si fuese el tercer ladrón del Gólgota, después del bueno y el feo, el malo; su aliento tenebroso y su ojo omnipresente nos crecía como las setas venenosas camufladas de inofensivos champiñones, junto al certificado de penales y al del servicio social,  o militar si eras hombre, que te pedían para "concederte" el pasaporte, una plaza por oposición o el matrimonio si eras mujer y se te ocurría casarte con un militar. Al toque de trompeta del diario hablado de radionacional o en los brazos en alto del "Cara al sol", las boinas rojas,  cinco flechas de "mihaz", como cantaba sin ganas el pueblo por tanta obligación, como rutina inapetente mezclada  con canguelo retroactivo y visitas bajo palio a las catedrales. 

De repente una mañana de noviembre, tras un culebrón sanitario-político que duró más de un mes, una traición a los saharawis en plena marcha verde hassaní y un carajal del demonio, la radio lo soltó a primera hora. Y ahí nos quedamos, de golpe y porrazo, huérfanos de la nada y sin saber qué hacer con el estreno de la libertad. En una España gris y enrarecida donde se practicaba constantemente la esotérica disciplina del mundo del revés. Como se podría parafrasear a Maria Elena Walsh en una de sus canciones infantiles. "Me dijeron que en el reino del revés, lo que miras no lo ves, que un paranoico parece un general y sin embargo es un ciempiés". 
Y así nos quedamos un tiempo como en estado catatónico, en pleno surrealismo desbaratado, sin saber muy bien si vendrían los locutores de la Radio Pirenaica a plantar la bandera tricolor en la Cibeles y en la Puerta de Alcalá o sobre el arco del triunfo franquista en la Plaza de la Moncloa. 

Pasaron meses y meses, que nos parecieron siglos, hasta que quienes dirigían sottovoce al recién coronado rey de las Españas tuvieron a bien diseñar una terna de candidatos a la presidencia del Ejecutivo para sustituir a la vieja guardia del patetismo heredado. Y digo "quienes dirigían al rey" no porque entonces sospechásemos tal cosa -nuestra inopia era total- sino porque después de ver y sufrir la historia penosa de esta monarquía ya hemos descubierto que el rey no piensa. Ni decide nada más allá del modelo de rifle de caza o de la cilindrada y las marcas de moto que se quiere comprar. O las señoras de buen ver y fácil camelar a base de glamour precocinado.

Luego llegó Suárez y el referéndum sobre la Constitución. Lloramos juntos la alegría de votar por primera vez en nuestra vida en una democracia y no en un come cocos como el de la ley orgánica que llevó el enano dictador a proponer un pseudo referendum para quedarse tranquilo consigo mismo al comprobar que cuando la gente vota, con los 21 cumplidos,  no pasa nada. Y de paso para lavar su facha impresentable ante la opinión internacional y demostrar que era complatible un referendum con el tic intermitente de firmar penas capitales por delitos de opinión, de cuando en cuando, para mantener el tipo y el estilo. Una de cal y otra de arena. Muy semejante a su medio paisano Fidel Castro. 

Y así pasito a paso, llegamos al regreso del camarada Carrillo que en la leyenda popular franquista era conocido como "el marqués de Paracuellos", porque le achacaban haber montado una masacre de fusilamientos durante la guerra civil en aquel pueblo madrileño. Paracuellos del Jarama. Nunca nos aclararon ni Carrillo ni nadie qué pasó allí. Pero de todos modos no eran precisamente ni el fantasma del enano general ni las  huestes que le heredaron, los  jueces imparciales más adecuados para condenar masacres y masacradores. Así que en un diplomático y sibilino "hoy por mi y ayer por ti", el ajuste de cuentas con la historia se quedó en tablas. En un evasivo "mejor no meneallo" y dejemos las cosas como están, porque podría ser peor el remedio que la enfermedad. 

Y así llegó Carrillo con su peluca a lo Morancos o a lo Martes y trece. Disfrazado de Mary Sampere, pero más bajito y menos gritón. Y con él la legalización del partido comunista de España. Que nos parecía irreal y tan normalizador de la convivencia que nos resultaba increiblemente hermoso poder convivir sin prejuicios ni señalar con el dedo o ser señalados por tener ideas distintas y poder decirlo y reunirse para compartirlas y ponerlas en marcha sin que "la social" y "los grises" nos acogotasen o nos llevasen a la terrorífica DGS, en los laterales de la Puerta del Sol, instalada en lo que ahora es la sede del gobierno autonómico de Madrid. 

Era tanta la sorpresa, la inocencia que se recuperaba de momento, tan distinto el color del aire y el sabor de las cosas, que pronto nos olvidamos del secuestro que habíamos sufrido desde antes de nacer y de las comeduras de tarro nacionalsindicalista que sufrimos desde la más tierna infancia, estudiadas en la escuela, en el instituto y en la Facultad como asignatura; impartidas en la prensa y propaganda del régimen, en el cine y en el no-do, en los sermones en la misa del domingo o en los pregones de las fiestas patronales.
Un lavado de cerebro durante cuarenta años es demoledor, por eso no resulta tan disparatado que una vez olvidados los horrores de esa dictadura, haya quedado en el subconsciente colectivo de los españoles ese temor y esa indiferencia ante el compromiso social. Esa irresponsabilidad inculta y desinformada voluntaria de huérfanos de la nada, del Auxilio Social, de los niños rapados con babis azules y ojos vacíos; solos en la multitud. Toda España, excepto los adeptos al disparate, se quedó así. Idiotizada y catatónica. Y ahora lo sufrimos con retraso e insensiblización casi absoluta. Sólo así es posible el feudalismo del pp en el territorio celtibérico. 

Pasó el 23F; la depuración del golpismo en las instituciones y toda la carcundia se disfrazó de democráta y de gato por liebre, par adaptarse a los nuevos tiempos esperando que creciese la nueva camada de la revancha. Esperando su primavera. Y aquí está. Las nuevas generaciones que se quedaron atadas y bien atadas han resurgido como una profecía del Apocalipsis. 

Desaparecieron de la vida pública los símbolos más señeros de la decencia: Tierno Galván, Aranguren, Marcelino Camacho, Nicolás Redondo, Gerardo Iglesias. Y quedó Carrillo, el superviviente longevo. Ni claro ni oscuro. Camaleónico. Político en el más maquiavélico sentido de la palabra. Para unos un héroe, para otros un villano sin compasión; un malabarista del eurocomunismo, sin las agallas de Tito ni la clase de Togliatti. Un superviviente de las guerras grandes y  pequeñas. Y de los exilios. Amigo de los altares y del diablo. De Tarancón, de Fraga, del rey, de la Pasionaria y de todo lo que pudiese ayudar a su trazado personal e ideológico. Un Montesquieu de andar por casa o un Macchiaveli con acento de Asturies y ligero toque eslavo-postleninista. Una pieza clave en el postfranquismo que ayudó a equilibarar ánimos, rencores históricos, vendettas y golpes bajos. A regular la balanza de la convivencia y de la tolerancia. Al final, sólo don Santiago, con sus 97 años envueltos en humo y tos de fumador empedernido. No sabemos cuánto habría llegado a vivir si hubiese dejado de fumar. Un hombre que se lleva al más allá secretos, susurros y vericuetos que nunca conoceremos del todo. Un hombre, simplemente, eso. Un hombre empapado de años y circunstancias dramáticas que se ha querido ir antes de que los nuevos tiempos se abran como una granada recién cogida en la cosecha de un futuro, que por primera vez en la historia, tiene que inventarse desde los cimientos. Mejorando por fuerza el pasado y el presente si es que quiere llegar a ser un futuro de verdad. listo para ser vivido dignamente.
Descanse por fin en paz el testigo de tantas guerras, quien siempre vivió como un oficio la inquietud de la lucha y del cambio.


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