Pongamos que hablo de poder
La debilidad del argumento en el que pretende apoyarse el autogobierno judicial salta a la vista. La apelación a la despolitización podría ser invocada también por el sector sanitario o el universitario
El incumplimiento del mandato constitucional de proceder a la
renovación del Consejo General del Poder Judicial cada cinco años no es
sino una lucha abierta de poder. Escolar resumía
muy bien por qué Casado ha encontrado en esa anomalía constitucional un
elemento de presión que le permite conseguir lo que desea –mantener el
control conservador sobre el órgano y proseguir con los nombramientos de
jueces conservadores para copar el Tribunal Supremo– y a la par
convertirse en una especie de virgen vestal de la independencia
judicial, al volver por enésima vez a esa reivindicación de vuelta al
nombramiento de 12 vocales judiciales por los propios jueces, con la que
se comporta más bien como la ramera de Babilonia.
No voy a insistir en la espuria postura de un político con cara
de cemento asesorado de cerca por quienes, en esta materia, la tienen de
hormigón armado. Voy a centrarme en el conjuro de poder que se repite
una y otra vez por parte de algunos sectores de jueces, algunos sectores
de juristas y algunos políticos y que consiste en afirmar que esa
vuelta a la elección de los 12 vocales judiciales por sus propios pares
solucionaría de golpe la obscena promiscuidad con los partidos y las
ideologías en que viven actualmente las cúpulas judiciales. La actual
situación de pornográfica exhibición de plena dependencia precisa de una
urgente solución, así lo recomiendan incluso desde la Comisión Europea,
lo que cuestiono es que la solución sea la que se nos presenta como una
revelación incuestionable. Estamos ante un problema complejo y que
admite medidas diferentes a que sean los propios jueces los que se
constituyan en un poder tan separado y tan independiente que sea capaz
de ponerse frente a los emanados directamente del pueblo.
Lo cierto es que esa orgiástica componenda entre políticos y
magistrados suele imputarse desde las togas a un maquiavélico designio
de los políticos, pero casi siempre olvidan relatarnos que no hay
corruptor sin corrompido y que ese sistema del que abominan no sería
posible sin que centenares de jueces hayan participado incluso muy
activamente en él. Créanme, para conseguir un nombramiento hay que hacer
más pasillo y más capilla y más genuflexión ante los propios pares que
ante ningún representante político. Una cruz y una raya de los que
controlan la carrera judicial te manda al averno tanto o más que el veto
de un político. Aquí no hay santos y demonios, sino una abigarrada red
de gentes que ansían poder y, por qué no decirlo, mejores condiciones
económicas y materiales. Algunos de ellos, además, acunan en su interior
cierto afán de servir.
Llegados aquí voy a revelarles algo que casi siempre se olvidan
de advertir: los doce vocales que reclaman elegir los jueces por su
cuenta constituyen la mayoría absoluta del CGPJ. Con doce miembros de
veinte, decides siempre. Eso significa que si se produjera una
alineación no ideológica sino corporativa de los electos, esos jueces
controlarían todas las competencias estatutarias y políticas del Consejo
sin que los ocho miembros nombrados por el Parlamento pudieran
oponerse. Para pensar que no podría darse nunca ese enquistamiento
corporativista hay que ser un creyente nato en la bondad natural de los
miembros de la judicatura y un desconocedor de la historia. Ambas cosas
era yo, en cierta medida, hace un par de años cuando escribí un artículo
defendiendo tal solución. En medio han pasado muchas cosas, que me han
demostrado el tremendo poder que tienen los ropones cuando se enrocan (y
solo les mencionaré el caso de nepotismo de la hija de Marchena y las
irregularidades del procés).
Como les decía, el primer CGPJ de la historia de España
(1980-1985), presidido por Sainz Robles, fue elegido como proponen ahora
algunos jueces que se muestran empecinados, y no fue sino "un modelo
que falló estrepitosamente y desbordó el sentido natural de la
independencia judicial", en el que la idea de cualquier control "se
diluye hasta casi desaparecer (…) a favor de los magistrados que el
servicio público de la Justicia se hace opaco e infiscalizable", según
escribía Santaolalla. Aquel Consejo no dudó en echarles pulsos directos a
los dos gobiernos con los que convivió, el de Adolfo Suárez y el de
Felipe González.
El pulso por mostrarse como un poder independiente que se
codeara en igualdad con los otros dos se llevó a todos los campos. Algún
resultado podrá todavía verse este lunes en el Tribunal Supremo cuando
Felipe VI presida la solemne apertura de tribunales en un gesto que tuvo
precisamente como origen la pugna de Sainz Robles con el ministro Pío
Cabanillas por presidir ese acto en 1980. Dado que el ministro no quería
cederle la presidencia al presidente del Consejo, este maniobró y envió
al entonces presidente de la Audiencia Nacional, Rafael de Mendizábal, a
ver al joven Rey, del que era amigo. Tras una breve conversación, Juan
Carlos I comunicó que iba a acudir al acto y, por tanto, tenía que
presidirlo. Esa fue la primera vez que el Rey se colocó la toga y el
collar de la Justicia y por ese motivo su hijo sigue haciéndolo. Nada
más prosaico que una lucha de poder.
Posteriormente, en aquel Consejo en el que los jueces
conservadores consiguieron una mayoría absoluta "hizo lo posible por
obstaculizar las políticas de los cada vez más débiles gobiernos de la
UCD y de los más fuertes del PSOE a partir de 1982", explica Diego
Íñiguez. Así fue como los sucesivos consejos pagaron los pecados del
primero y la enmienda Bandrés, acogida por los socialistas, acabó por
restarles competencias y llevó a la elección mixta a través de las
Cámaras. "Esa opción de elección judicial supone otra politización, la
que va de mano de los intereses de las asociaciones de jueces, legítimos
pero igualmente políticos", decía Díaz-Picazo. Y sería bueno convenir
que "no hay soluciones asépticas que eviten esa politización, solo hay
soluciones políticas", en palabras de Murillo de la Cueva. Para creer en
esa asepsia que proclaman sectores de la judicatura habría que creer
que todos ellos meditarían su voto en función de los intereses de la
ciudadanía española y no en los suyos propios. Me parece ahora de una
candidez tremenda tal consideración.
Alegarán algunos que aquellos problemas se produjeron cuando el
cuerpo electoral lo constituían jueces emanados del franquismo y que la
situación actual es diferente. Lo cierto es que vivimos en un momento de
polarización absoluta de todos los estamentos sociales y es absurdo
pretender que esto no sucede dentro de la judicatura, aunque sí intuimos
hacia qué lado bascula.
La ciudadanía tiene ciertamente un problema con la deriva del
control de la Justicia y es obligado buscar soluciones. Propuestas hay
muchas, no solo el trágala de volver a la casilla de salida: modular las
competencias, más transparencia y control (en Italia sus sesiones son
tan públicas como las del Parlamento), revisar el papel de las
asociaciones, establecer estándares previos, nombrar al presidente en
votación secreta u otras muchas, sin obviar el factor humano, es decir,
que la independencia y la dignidad se conviertan en divisa de sus
miembros.
Volver a la elección judicial es solo una opción de poder, la
que más interesa a algunos, pero no cuenta con consenso ni parlamentario
ni profesional ni social y ni siquiera tiene que ser la que más
interese a la sociedad española.
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