La mujer en la ventana
Todos tenemos nuestras cosas. Nos
hacemos de una manera, nos sentamos al lado de una forma de ser, nos
rodeamos de manías y de objetos. El uso humano llena a las cosas de
sentido hasta convertirlas en una costumbre, en algo vivo que mezcla la
memoria con la realidad del presente. Cuando nos vemos obligados a
separarnos de nuestras cosas o de nuestras opiniones, perdemos pie,
sentimos vértigo. No es que nos quedemos en tierra de nadie, o que
dejemos de ser de los nuestros, es que dejamos de ser. Tal vez
cuesta tanto trabajo separarnos de nuestras cosas porque esa fractura
obliga a comprender que nosotros también somos objetos, mercancías, cosas de usar y tirar, un posible desperdicio. El uso de las cosas llena al ser humano de sentido.
Voy al teatro, a la sala Mirador. Veo a Petra Martínez, bajo la dirección de Juan Margallo, hacer y vivir La mujer en la ventana de Franz Xaver Kroëtz. Se trata de la última noche de una anciana en su casa. A la mañana siguiente la recogerá su hijo para llevarla a una residencia. La casa, el mundo que ha habitado durante 40 años, fue declarada en ruinas y la autoridad competente ya ha firmado el desahucio. Pero la ruina alcanza también los sentimientos, la identidad, la pertenencia familiar, porque sus hijos no pueden hacerse cargo de su falta de utilidad. Por mucho humor que sea capaz de convocar, por mucha ironía que utilice para negociar con ella misma y con la realidad, sabe que es una cosa, una vida de usar y tirar.
Ella es ella y sus cosas. En el escenario sólo hay cosas y el monólogo gira sobre la operación de elegir aquello que puede llevarse al cuarto de una residencia. Aunque el argumento se detenga antes, uno puede imaginarse a la protagonista peinada y con una abrigo viejo, sentada en una silla, aferrada con las dos manos a su bolso, rodeada de un álbum de fotos, un jarrón, un candelabro, unos libros, y esperando a que vengan para llevársela. Es la historia de una anciana, pero la obra nos habla también de los emigrantes, de los exiliados, de todos los que por la condena de una realidad hostil se ven obligados a separarse de sus cosas.
Mientras la mujer va y viene del armario al aparador, de los cajones a las baldas de una estantería, yo recuerdo el episodio de Las uvas de la ira de Steinbeck en el que una familia de granjeros de Oklahoma tiene que abandonar su casa. A veces mandan la edad y los hijos, a veces los banqueros de California, Barcelona o Madrid, a veces las armas. El coche se llena de baúles, maletas, cestos. Todo se va quedando por el camino igual que la sombra de los protagonistas. A la espalda están los desahucios, la policía, las guerras. En la nieve de los exiliados aparecen muñecas, cucharas o vestidos de novia.
La anciana no está sola. Habla con un canario desobediente e imprevisible que canta y guarda silencio a destiempo. Es lo mismo que ocurre con la conciencia, una compañía nerviosa que habla sobre lo que hablamos, escribe sobre lo que escribimos y borra todo lo que pensamos para después exigirnos que volvamos a hablar, escribir o pensar. Las conversaciones de la soledad suelen ser así, una imaginación que nos proyecta en los objetos, los ruidos y los silencios.
La obra tiene una vigencia hiriente. Vuelve a la sala Mirador 30 años después de que Juan Magallo y Petra Martínez la montaran por primera vez. Vemos con nuevos ojos, los de la realidad de hoy, una historia que nos acerca al drama de los desahucios, a los desgarrones íntimos de la gente que procura sobrevivir y controlar sus llamaradas de santa cólera, a la desolación que intenta no decirse la verdad sobre el dolor de una traición. Imaginamos esas nuevas formas de pobreza y soledad de los ancianos con pensiones miserables perdidos en las ciudades, sin dinero para pagar los recibos de la luz y del teléfono..., o sin nadie a quien llamar. Seres que son cosas, una cosa más de usar y tirar entre sus cosas.
La gran manzana se parece a un gran vertedero. No se puede ver otra cosa a través de los cristales rotos de la ventana. La cultura del vertedero intenta presentarse como puro entretenimiento, diversión superficial. Petra Martínez recordará el esfuerzo que, con 30 años menos, le costaba representar el papel de una anciana. No le resultará rara, sin embargo, su juventud de hoy, el convencimiento de que la cultura es algo que tiene que ver con la sabiduría, la emoción y los valores más profundos de la vida. Muchos años de buen teatro. Son las cosas de Juan Margallo. Las cosas de Petra.
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