Viene que ni pintado el nombre de la festividad de mañana para revisar el significado de esa palabra y recuperarlo más allá de los contenidos religiosos. "Epifanía" es una belleza fonética a la altura de su contenido semántico: epi (además del personaje de Barrio Sésamo, compañero de Blas) es un prefijo griego, -una de nuestras tres lenguas-madres con el latín y el árabe-, que significa "por encima, desde arriba" y del verbo faino, que significa "mostrar, manifestarse, aparecer". Epifanía es el acto de mostrar desde arriba, de descubrir lo que está por encima de lo habitual. Revelarse. Asombrar. Y mostrar algo sublime, real y, hasta ese instante, desconocido.
La religión cristiana asumió este término para definir el hecho de que unos sabios de Oriente encontrasen al Jesús que se les indicó "desde arriba" mediante un cuerpo celeste itinerante, seguramente un cometa, que los llevó a su encuentro, porque se fiaron de su intuición con la determinación de la búsqueda científica. De la investigación, por lo que a esos sabios, se le llamó "magos", en el concepto que entonces se tenía de los científicos. En la antigüedad la ciencia experimental, el conocimiento, los "misterios" de las religiones y la magia, eran la misma cosa para el imaginario popular. Sobre todo en Oriente. La actual química era la alquimia, la psicología era religión y la mística era el conocimiento milagroso "espontáneo" de las leyes universales, la botánica fitoterapéutica y la medicina eran brujería, mancias como culto religioso de la salud, la astronomía era también astrología; se buscaba la "visión" como sabiduría profética que iluminase el significado de los acontecimientos que relacionaban y "religaban" (de ahí el término "religión") los actos humanos, sus consecuencias y las reacciones de "los dioses" ante ellos. Todo el entramado de creencias y prácticas era parte de la "magia" que solía ser patrimonio de las clases sacerdotales y de los ricos que se podían dedicar a la investigación porque no debían trabajar de sol a sol para subsistir. Así es como define y describe a los visitantes de Oriente la leyenda mítica en los Evangelios.
Y eso también es lo que el científico hace: "siente" una realidad posible que en su interior "ve" realizada, que como dice Descartes es una "certeza interna indeleble", y pone todo su empeño en buscar y demostrar fuera lo que esa intuición profunda le va indicando desde dentro. Como Einstein o Galileo o Kopérnico, Miguel Servet o Paracelso. Y entonces dedica su vida y su empeño a encontrar el camino hacia esa "epifanía".
Otras veces es la sorpresa, como en el caso de Newton o de Alexander Fleming, la que se convierte en epifánica y se muestra espontáneamente como esa certeza irrefutable a que alude Descartes, pero esta vez inesperada. Es como encontrar un tesoro. Hay quien lo encuentra de repente cavando en su huerto para hacer un pozo, por ejemplo. Y hay quien ya lo ha "visto" por dentro o ha escuchado informaciones sobre su existencia y viaja, pregunta, duda, sigue, se esfuerza, y al final lo encuentra igualmente. Sin embargo el hallazgo de ese tesoro es la metáfora de un descubrimiento mucho más importante que cualquier otro: el sentido de nuestra vida, sin el que todo descubrimiento carece de valor y toda vida es dolorosa, cruel y estúpida inercia. La verificación "científica" de nuestra iluminación esencial. Antropológica. Y ontológica. La budidad. O la cristidad. La iluminación. La realización integral como miembro de mi especie capaz de tocar, sentir y vivir su propia esencia. Su "seridad" en todos los planos. Su ser como una "manifestación desde arriba", desde el conocimiento íntimo y revelado en su misma esencia, sin enredos, sin trampas, sin ilusiones ni fantasías, sin "sueños" engañosos, algo que no es un "misterio" ni algo que se "adquiere" o se imita o se copia o se trata de reproducir, sino una evidencia personal e intransferible, experimentada desde el instante en que se manifiesta como realidad tangible y práctica, manifestable desde "lo alto" de nuestra condición humana. De lo mejor de nosotros mismos. Palpable en la vida material, sensitiva, mental y emotiva. Sanadora, equilibrante e íntima maestra de vida. Esa epifanía tiene la fuerza y el poder suficiente como para que nuestra vida dé un giro de 180º. Y su primer y más básico síntoma es el cambio de valores que se experimenta. Y, por supuesto, los cambios de conducta que acompañan a tal epifenómeno. Los antiguos griegos a ese cambio esencial de orientación de la existencia le llamaban metanoia. Que viene a significar "ir más allá (meta) en el percibir, conocer (noein), cambiar lo que se pensaba o se creía previamente". Cambiar por dentro. Lo que el cristianismo ya helenizado por Pablo de Tarso, tradujo como "convertirse" mediante un cambio de mentalidad y de conducta.
En este sentido, la alegoría del relato tradicional cristiano tiene un valor de gran importancia, que para nada es dogmático, sino orientador ( de Oriente, también) , como un apólogo didáctico: cuando los sabios buscadores de tesoros del conocimiento buscan de verdad, se arriesgan a seguir su "estrella" interior, se encuentran en el camino y, juntos, llegan a descubrir que el tesoro es la inocencia. El Niño-rey-salvador, que todos llevamos dentro, pero que sólo se nos epifaniza, se nos "muestra desde lo alto", cuando nos ponemos en disposición de abandonar nuestros "reinos" particulares, nos desapegamos de nuestros "tics" y manías mentales y conductuales y nos arriesgamos al gran viaje, saliendo del ego límbico cerebral hacia el Yo de nuestra Conciencia Superior en el córtex de ese mismo cerebro, que está regido en realidad por el Maestro del Corazón. Esa Conciencia "superior" no lo es respecto a los demás, sino superior al propio ego, y así pasamos de ser egocéntricos condicionados por nuestra naturaleza más primitiva y manipuladores de nuestro prójimo a ser transparentes servidores de todos, por amor. Sin miedo a nada y sin esperar "premios" ni recompensas porque no se necesitan si la felicidad realizadora del imperativo categórico que se experimenta en el don, es ya el mejor y más gratificante de los regalos. Se confía porque la confianza es uno mismo. Entonces somos lo suficientemente ricos -uno es la ya la riqueza- como para ofrecer al Niño interior reflejado en todos, esos regalos : oro, como reyes con derechos, libertades y dignidad plenas, incienso, de conocimiento, evolución, dominio de sí mismos por la educación, la cultura y el arte, como dioses y mirra, como inmortales por el amor, el olvido del ego, la generosidad y la vivencia normal del espíritu en la plenitud metafísica, donde ya la "muerte" ha perdido su angustioso look para convertirse en una puerta más entre un estado de materia energética y otro de energía materializable. De sólido a líquido y de líquido a gaseoso, como elaboración consciente de la intención cuántica, donde nada es lo que parece si estamos dormidos y todo es lo que parece si despertamos.
Buena Epifanía, queridos amigos y amigas. Compañeros de la misma ruta hacia lo mejor de nosotros mismos: eso que llamamos Dios sin saber casi nunca lo que decimos.
P.D.
He leído las entrañables e inteligentes palabras de Eugenio Scalfari en su artículo de hoy, en el que como siempre trata de varios temas y cómo no, de su diálogo con el papa Francisco. Humildemente el periodista, que dice no tener fe, afirma que la misericordia infinita de Dios debería ser mucho más grande que su "pecado" de incredulidad. Y tiene toda la razón en esa apreciación de la misericordia. Y aún más, puede estar seguro de que no tener fe religiosa no es ningún pecado, sino con frecuencia lucidez y honestidad. La fe en algo, por muy divino que sea, no es nada si nuestra vida ha sido injusta, falsa, cruel y deshumanizada. De eso no hay fe que nos libere, ni Dios que haga por nosotros lo que libremente no queremos hacer por el prójimo o libremente elegimos hacerle para martirizarle, despreciarle y utilizarle. Dios es perdón constante, pero para poder disfrutarlo hay que arrepentirse y abandonar el estado que nos hace injustos y perversos, hipócritas y peligrosos para nuestros hermanos, y esclavos de rutinas innobles que dañan a los demás y benefician los propios intereses más viles. No existe el castigo en la esencia divina, no es compatible con ella. Eso depende sólo de nuestra conciencia que graba en el inconsciente el registro de nuestros actos. Y ese archivo es nuestro premio o nuestro castigo, en esta vida y en cualquier otra, mientras no decidamos libremente mirarnos por dentro con honestidad y "arrepentirnos", para poder cambiar el estado negativo y limitado de nuestra visión miserable en la diáfana comprensión de nuestras responsabilidades y asumirlas limpiamente, libremente. Un ejemplo: cada día sale el sol y reparte luz por todas partes gratuitamente. Hay personas que deciden quemarse con él pasando horas enteras tumbadas en la playa y cuando les sale una enfermedad cutánea grave le echan la culpa al astro incandescente. Hay otras que tienen fotofobia, la luz solar les ciega y les produce miedo; entonces se quedan en casa con las ventanas cerradas y las persianas bajas a tope y se manejan con luz artificial que es mucho más cara que la natural, no les aporta salud, pero les da la seguridad de que el sol no va a freirles. Por último hay personas que viven con normalidad bajo la luz y bajo la ausencia de luz, cuando sale el sol agradecen poder ver mejor, ahorrar electricidad y tomar su energía para huesos, sistema nervioso y equilibrio en general, pues es el mejor antidepresivo, y lo agradecen muchísimo, lo mismo que agradecen la noche para descanso y deleite en silencio para pensar, discernir, meditar y dormir. Y contemplar la luna que es el mejor reflejo del sol de que disponemos en la tierra y por eso inspira tanto a los poetas y artistas en general. Así es Dios. Sólo que él está presente como fluido inteligente en nuestra vida tanto en la luz como en la oscuridad, y se manifiesta en el sostenimiento del èlan vital, (impulso o arrebato vital) del que habla Henry Bergson. O en la acepción budista de prana, o en la percepción de los primeros cristianos como pneuma. En los tres casos, relacionado con la respiración como vehículo de la energía sutil y divina.
Siempre está esa energía presente, si no la vida no funcionaría como tal. Pero unos eligen apoderarse de ella, lo que es imposible y se acaban quemando con la avidez de lo que no pueden entender ni gestionar, se ponen enfermos de fanatismo, de integrismo, de rigidez y obsesiones varias y en ellas se queman. Otros se niegan a aceptar que algo brille más que ellos en lo alto, que sea gratis, y además, no puedan controlarlo; se entristecen frustrados y se encierran en sí mismos, no ven nada más que bajo los focos limitadísimos y artificiales de sus ideas fijas y en ellas languidecen aislados de la vida que fluye al margen de su oscuridad, muy cómoda pero inerte. Y por último están los que eligen la bienaventuranza de la sencillez, de tomarse la vida como es, de agradecer todo lo que experimentan para evolucionar y no pretenden que las cosas y las personas giren alrededor de su narcisismo. Son ellos los que se adaptan a la vida y no exigen que el mundo se adapte a ellos. Miran al cielo y ven su casa eterna, ordenada y justa, miran la tierra y ven a su familia universal, conciudadana, por la que trabajan y la que ayudan y por la que se dejan ayudar. A su prójimo, a sus hermanos tan diversos y todos bajo el mismo sol y el mismo cielo. Con las mismas necesidades evolutivas.
No hace falta fe, sólo basta con la normalidad del amor para disfrutar de nuestra propia divinidad compartida. Somos Dios de incógnito descubriéndose en los demás gajos de la misma naranja o en los prodigiosos granos de la misma granada. La fe, como la esperanza sólo son consuelos temporales. Sólo el amor es la sustancia que nutre; cuando se llega a ese estado de la misericordia real que comprende y respeta, que no violenta ni espía ni agrede, ni se venga de nada ni castiga, entonces ni la fe ni la esperanza son necesarias. Eran muletas para poder caminar porque aún no se dominaba el arte de moverse por sí mismos, ni se habían descubierto las alas del amor.
P.D.
He leído las entrañables e inteligentes palabras de Eugenio Scalfari en su artículo de hoy, en el que como siempre trata de varios temas y cómo no, de su diálogo con el papa Francisco. Humildemente el periodista, que dice no tener fe, afirma que la misericordia infinita de Dios debería ser mucho más grande que su "pecado" de incredulidad. Y tiene toda la razón en esa apreciación de la misericordia. Y aún más, puede estar seguro de que no tener fe religiosa no es ningún pecado, sino con frecuencia lucidez y honestidad. La fe en algo, por muy divino que sea, no es nada si nuestra vida ha sido injusta, falsa, cruel y deshumanizada. De eso no hay fe que nos libere, ni Dios que haga por nosotros lo que libremente no queremos hacer por el prójimo o libremente elegimos hacerle para martirizarle, despreciarle y utilizarle. Dios es perdón constante, pero para poder disfrutarlo hay que arrepentirse y abandonar el estado que nos hace injustos y perversos, hipócritas y peligrosos para nuestros hermanos, y esclavos de rutinas innobles que dañan a los demás y benefician los propios intereses más viles. No existe el castigo en la esencia divina, no es compatible con ella. Eso depende sólo de nuestra conciencia que graba en el inconsciente el registro de nuestros actos. Y ese archivo es nuestro premio o nuestro castigo, en esta vida y en cualquier otra, mientras no decidamos libremente mirarnos por dentro con honestidad y "arrepentirnos", para poder cambiar el estado negativo y limitado de nuestra visión miserable en la diáfana comprensión de nuestras responsabilidades y asumirlas limpiamente, libremente. Un ejemplo: cada día sale el sol y reparte luz por todas partes gratuitamente. Hay personas que deciden quemarse con él pasando horas enteras tumbadas en la playa y cuando les sale una enfermedad cutánea grave le echan la culpa al astro incandescente. Hay otras que tienen fotofobia, la luz solar les ciega y les produce miedo; entonces se quedan en casa con las ventanas cerradas y las persianas bajas a tope y se manejan con luz artificial que es mucho más cara que la natural, no les aporta salud, pero les da la seguridad de que el sol no va a freirles. Por último hay personas que viven con normalidad bajo la luz y bajo la ausencia de luz, cuando sale el sol agradecen poder ver mejor, ahorrar electricidad y tomar su energía para huesos, sistema nervioso y equilibrio en general, pues es el mejor antidepresivo, y lo agradecen muchísimo, lo mismo que agradecen la noche para descanso y deleite en silencio para pensar, discernir, meditar y dormir. Y contemplar la luna que es el mejor reflejo del sol de que disponemos en la tierra y por eso inspira tanto a los poetas y artistas en general. Así es Dios. Sólo que él está presente como fluido inteligente en nuestra vida tanto en la luz como en la oscuridad, y se manifiesta en el sostenimiento del èlan vital, (impulso o arrebato vital) del que habla Henry Bergson. O en la acepción budista de prana, o en la percepción de los primeros cristianos como pneuma. En los tres casos, relacionado con la respiración como vehículo de la energía sutil y divina.
Siempre está esa energía presente, si no la vida no funcionaría como tal. Pero unos eligen apoderarse de ella, lo que es imposible y se acaban quemando con la avidez de lo que no pueden entender ni gestionar, se ponen enfermos de fanatismo, de integrismo, de rigidez y obsesiones varias y en ellas se queman. Otros se niegan a aceptar que algo brille más que ellos en lo alto, que sea gratis, y además, no puedan controlarlo; se entristecen frustrados y se encierran en sí mismos, no ven nada más que bajo los focos limitadísimos y artificiales de sus ideas fijas y en ellas languidecen aislados de la vida que fluye al margen de su oscuridad, muy cómoda pero inerte. Y por último están los que eligen la bienaventuranza de la sencillez, de tomarse la vida como es, de agradecer todo lo que experimentan para evolucionar y no pretenden que las cosas y las personas giren alrededor de su narcisismo. Son ellos los que se adaptan a la vida y no exigen que el mundo se adapte a ellos. Miran al cielo y ven su casa eterna, ordenada y justa, miran la tierra y ven a su familia universal, conciudadana, por la que trabajan y la que ayudan y por la que se dejan ayudar. A su prójimo, a sus hermanos tan diversos y todos bajo el mismo sol y el mismo cielo. Con las mismas necesidades evolutivas.
No hace falta fe, sólo basta con la normalidad del amor para disfrutar de nuestra propia divinidad compartida. Somos Dios de incógnito descubriéndose en los demás gajos de la misma naranja o en los prodigiosos granos de la misma granada. La fe, como la esperanza sólo son consuelos temporales. Sólo el amor es la sustancia que nutre; cuando se llega a ese estado de la misericordia real que comprende y respeta, que no violenta ni espía ni agrede, ni se venga de nada ni castiga, entonces ni la fe ni la esperanza son necesarias. Eran muletas para poder caminar porque aún no se dominaba el arte de moverse por sí mismos, ni se habían descubierto las alas del amor.
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