Alguien con quien jugar
Jugar no se reduce a practicar juegos. Eugen Fink llega a señalar que el juego ha de considerarse como símbolo del mundo. Así cobra sentido lo que es un fecundo planteamiento, el que entiende el vivir como un juego. No es simplemente un juego que uno juega, sin que tenga que ver con él, sino un juego en el que uno se la juega, se pone a sí mismo en juego. Al respecto, Gadamer ha insistido en que “el juego es una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se puede pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico”.
Puestos a entender mal esta afirmación, hoy se habla de una “gamificación” o “ludificación” de la existencia. Se considera como un procedimiento de éxito para ser más eficaces y rentables, para que algo resulte más llevadero, más distraído, para lograr sacar el máximo partido de las situaciones y de las personas. Presentada como un mecanismo que se introduce en diversos ámbitos, no pocas veces en el ámbito laboral, acostumbra a ser ensalzada por los buenos frutos que produce en la productividad. Semejante jugar viene a ser un medio para otros fines. Y ya vamos viendo cuáles.
Sin embargo, desde los primeros momentos de nuestra vida es necesario y fecundo jugar. Y es importante y significativo en sí mismo. La fantasía y la imaginación se encuentran y se cultivan en ese espacio de recreación, que es más que una simple actividad de tiempo libre. La curiosidad, el sentido de la distancia y la concepción de uno y del propio cuerpo fructifican procurando libertad y conocimiento. Entre otros aspectos, para ser capaz de aprender y de corresponder al ritmo de la vida y de los acontecimientos de nuestro existir. Podríamos entonces invocar al azar, sin duda incisivo, aunque lo que caracteriza la idea misma de juego es la existencia de reglas. Pero son reglas autoimpuestas.
Ahora bien, lo que se pone reglas a sí mismo en la forma de un hacer, y no está sujeto a fines, es, como subraya Gadamer, la razón. Una conducta libre de fines que es propia del juego humano es el rasgo característico de esta. Exige trabajo, ambición y pasión. Vivir razonada y razonablemente es un juego serio, lo que no impide que sea divertido y diversificado.
Jugar supone una determinada concepción de la participación. No se trata de limitarnos a una actitud pasiva de espectadores indiferentes que ven cómo otros corren su suerte, interesados más bien por los efectos que ello podría comportar. Jugarse algo con alguien, a su lado, en común, compartir convicciones y camino, proyecto, tareas y desafíos, trabajar y luchar nos vincula y nos permite afrontar las consecuencias. El otro no es el juego, es el compañero, la compañera en el jugar. No es jugar a costa suya, es jugar libremente con él. Y ello ni siempre ocurre, ni semejante privilegio es frecuente.
En rigor, no hay juego si no hay implicación, hasta el extremo de formar parte activa mediante algo más que la complicidad, a través de la quiebra de la distancia entre los supuestos agentes y quienes aparentemente no están en lo que ocurre. Es cuestión de intervenir en el movimiento que el propio jugar siempre comporta. Y esto supone comunicación, que conlleva la posibilidad de vérselas con alguien en algo. Para que haya juego es preciso buscar ganar, sin que eso se identifique sin más con vencer. Y ser capaz de comprender que es posible perder, sin que necesariamente suponga finiquitar.
Con indiferencia no hay propiamente juego aunque, frente a una concepción rentista del mismo, hay en el jugar un elemento de belleza, que es exactamente su ausencia de utilidad inmediata. Aquí también, como señala Nuccio Ordine en el Manifiesto sobre “La utilidad de lo inútil”, no es cosa de tratar obsesivamente de poseer y de beneficiarse, actitudes que matan la dignidad. Han de reivindicarse no solo el arte de jugar, sino el jugar como arte, y las diversas formas de conocimiento y de relación con él que ello comporta. No es cuestión de acumular productos y artilugios, en una suerte de gran juguetería almacenada, mientras a la par se pierde la capacidad de jugar.
En este sentido, “no es casual sino el sello espiritual que lleva la trascendencia interior del juego, este exceso en lo arbitrario, en lo selecto, en lo libremente elegido, el que en esta actividad se exprese de un modo especial la experiencia de la finitud de la existencia humana”. A este decir de Gadamer ha de corresponderse con una actitud y una acción que han de ser poéticas, a fin de dar cuenta de ese ingrediente trágico del juego. Y así cada acción no es simple preludio de algo, sino un auténtico jugar.
Ahora bien, para jugar de verdad se precisa ser artista y creador, hasta el extremo de abrir posibilidades inauditas en el juego mismo. Ya no es simplemente ser habilidoso, es cosa de ser innovador, incluso transformador del propio juego, en justa correspondencia con el proceder de las reglas. Hay algo fecundamente infantil en esta capacidad, algo liberador, una suerte de imprevisibilidad, que obedece a lo que en el jugar hay de irreductible, de imposible apropiación. Finalmente, quien vence siempre es el juego mismo. Su permanencia merece el calificativo de proceder artístico.
Y por eso el buen jugador no lo es tanto por la frecuencia con que juega, sino por la intensidad de su quehacer poético. Si a decir de Hölderlin, “lo que permanece lo fundan los poetas”, estos, y no simplemente los hacedores de versos o de buenas jugadas, son los auténticos artífices. De ahí que aprender a no ser artefactos sea no reducir todo a un útil, sino recuperar el sentido de la capacidad de crear conocimientos, cuya permanencia no ha de ser exactamente la de poder ser poseídos, sino su capacidad de no ser meros objetos, que es la que nos liberaría de ser siempre los mismos sujetos.
El mejor don es compartir la capacidad de jugar y que el jugar sea un verdadero proceder con otros, con otras. No es que no quepa jugar solo, pero no es posible hacerlo al margen de unas reglas de juego, siquiera para afrontarlas, desafiarlas y confrontarlas. Caben formas de juego diferentes, pero siempre a su modo convocan y requieren de los demás. Compartir espacios, terrenos y reglas es determinante para el juego. También precisamos alguien con quien jugar. Pero lo decisivo es que quepa la recreación permanente de uno mismo.
(Imágenes: Pinturas de Jorge Gallego, Principio y final, 2009; El trompo de Jesús, 2008; Juguetes, 2007; y Daniel, 2006)
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