Francisco Serrano, réquiem político por un juez de Vox
Hubiera faltado que alguien cantara “Begine the beguine”.
Nuevos partidos surgieron al rebufo de la crisis financiera de 2008,
que aquí llegó tarde como casi todo pero más contundente que en
cualquier parte, como siempre. Podemos y Ciudadanos parecían salidos de fábrica,
relucientes, con la tapicería de sus ideas todavía oliendo a nuevas, o
al menos lo parecían. Ambas formaciones sufrían de adanismo político:
parecía que la revolución la habían inventado los primeros y no
Espartaco, o que el neoliberalismo lo había registrado Albert Rivera en la oficina de patentes, mangándole la titularidad a Adam Smith.
Buena parte de aquella izquierda que había resistido al rodillo
del PSOE y a los charranes del PP quedaba orillada como una generación
perdida. Ciudadanos decretó el todo a cien y en el mismo partido
terminaron desembocando reporteros de guerra o jefes de centurias de la
OJE, miembros eméritos del club de fans de Rosa Díez, mujeres hechas a
sí mismas y licenciados con ganas de entrar en un bufete de campanillas.
Todo parecía recién estrenado, como un piso llave en mano. No parecía
que hubiera historia, no era la democracia 2.0, sino España año cero,
como si no hubiera ocurrido nada en los últimos tres mil años y pico. Y
ocurría, claro que ocurría: ambas formaciones han conocido en sus
propias carnes políticas la esencia de la condición humana, entre versos
sueltos y alguna que otra mancha en sus pedigríes, vinieron a demostrar
que aunque la mona cambiara de siglas, mona se quedaba, fieramente
humana, con sus sombras y con sus luces.
De pronto, hubo chica nueva en la oficina, como la colonia
Farala, que según un twitter ingenioso, ya debe de haberse jubilado.
Entonces, apareció Vox, un spin-off del PP y de Fuerza Nueva, agitado,
no batido, con monólogos de taxistas, tertulianos apocalípticos y charla
chusquera en una barra de bar. El fascismo, camaleónico en sus
diferentes variantes, es casposo pero la caspa es bella, como lo fue la
arruga de Adolfo Domínguez, y parecía asumir un amplio segmento de los
electores.
Entonces, en Andalucía, llegó Francisco Serrano,
un juez que no sólo venía placeado por tertulias televisivas que, antes
que se dedicara a la política, los platós se disputaban por ser uno de
esos jueces de andar por casa que pueden hablar en público lo mismo que
los fontaneros y los catedráticos de Sociología. Fuimos muchos quienes
creíamos que se trataba de un tipo más o menos sensato, como una réplica
de Emilio Calatayud, pero para mayores con reparos.
Las cámaras parecían quererle y él se dejó querer, consolidando su
nombradía autonómica con artículos en prensa y saludos por la calle.
Supongo que también caería algún que otro autógrafo o, en su versión
milennial, más de un selfie.
La otra cara del juez emergió, sobre todo, cuando
lo empuraron por haber permitido que un padre divorciado extendiera la
permanencia de su hijo más allá de lo que fijaba la ley, porque el
chiquillo quería que su progenitor lo sacara de procesiones. Aviso a
navegantes, sí, pero todo resultaba bonancible: la caballería montada de
Santiago Abascal avanzaba hacia Andalucía, soñándose
don Pelayo en Covadonga o los Reyes Católicos a la conquista del reino
nazarí de Granada. En aquellos días gloriosos en los que Vox, como un
Curro Jiménez de extrema derecha o de extrema necesidad como clamaba
Serrano, ayudó a quitarle el Gobierno andaluz a
los rojos y repartirlo entre los pobres electores del trifachito, que
no habían ganado ninguna copa electoral en los últimos cuarenta años.
Serrano aparecía adusto, severo, con cara de pocos amigos y de
cada vez más enemigos. Se había dejado la barba y la oratoria larga. Un
trasunto de José Antonio y Benito Mussolini, pero con buen rollito. El fruto más o menos lógico de un país que no había depurado nunca el crimen de estado de la dictadura franquista,
que sus dirigentes respaldaban a la chita callando con frases tan
vistosas como aquella de los fusilamientos por amor que acuñara Ortega
Smith.
Pero lo cierto es que fueron tan inteligentes en su estrategia
que, en menos de dos años, han logrado influir decisivamente en la Junta
de Andalucía y han sido blanqueados por el PP, por Cs, por parte de la
sociedad civil y los medios de comunicación. El éxito de la franquicia
aupó a su casa matriz a unos resultados insólitos, que probablemente
haya hecho derramar algún que otro lagrimón melancólico a Blas Piñar, que en paz descanse.
Ahora le ha llegado la hora del retiro a Francisco Serrano que
ha conocido en sus propias carnes la evidencia de que Adán no existe, el
escrutinio de nuestra actual democracia, asqueada de escándalos que la
han malbaratado y han aupado a los supuestos salvadores de la patria a
la categoría de usías. Serrano decidió este martes renunciar a su acta y, por ello, a la inviolabilidad,
lo que permitirá perseguir sus peripecias como empresario fraudulento,
que en la vida pública pregonaba el adelgazamiento de la administración y
en la vida privada trincaba, a primera vista, de sus subvenciones sin
justificación que valga.
Serrano no era Adán, ni los suyos tampoco. Ni nadie lo es.
“Suéltame, pasado”, decía la voz supuestamente femenina de una mujer
atrapada por su pasado, en una célebre cantata de Les Luthiers. Pero
cuando despertamos el pasado seguía ahí, inmutable, con todas nuestras
trapisondas y todas nuestras cumbres personales o colectivas. El juez
Serrano se ha ido antes de que lo echen. Volverá, presumiblemente, a las
columnas edificantes y a los platós televisivos. Dará juego, sin duda.
Ojalá se entretenga tanto en los escaparates mediáticos que no tenga que
volver a vestir la toga. Siempre es mejor que sus ideas encuentren
profetas en el Speaker´s corners de nuestras plataformas multimedia antes que en la intimidad subjetiva de una sentencia judicial.
La vida seguirá y la política, también. Pero ya todos saben que
no somos la Inmaculada Concepción de María y que todos arrastramos
pecados de los que avergonzarnos. No se trata, por lo tanto, de negar la
realidad, sino de transformarla. A ser posible, a favor de los sin nada
y no al contrario. Serrano ha vuelto a ser un particular y eso no deja
de ser una buena noticia para los nadie. Pero Vox seguirá ahí, probablemente creciendo. Sobre las cenizas de Serrano y de todos nosotros.
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