domingo, 4 de agosto de 2019

Isaac y Manel, la pareja del verano, y como siempre geniales!









¿Qué necesita una historia de verano para enganchar? Un poco de acción, algún misterio por resolver, unas dosis de humor. ¿Qué más? Protagonista con carisma, secundarios sorprendentes, giros inesperados. Si además está basada en "hechos reales", y tiene un toque de crítica social, mejor que mejor. Éxito garantizado.
Pues habéis venido al sitio adecuado, adelante, poneos cómodos. Mi historia tiene un poco de todo eso. Acción, misterio, humor, giros, hechos reales, crítica. Lo de "protagonista carismática", no soy yo la más indicada para decirlo. A cambio, incluye un ingrediente extra, fundamental, cuya presencia en cualquier película, serie o novela facilita el enganche emocional de los lectores o espectadores: nostalgia. Nos-tal-gia. ¿Estáis salivando?




No cualquier nostalgia, no: nostalgia de la buena, nostalgia pata negra, nostalgia… ¡de los años ochenta! Si seguís leyendo encontraréis referencias culturales de los ochenta, estética ochentera, pelis y canciones de aquella década prodigiosa, entrañables cintas de VHS y evocadores casetes que se rebobinan con un boli. Hasta aparecen Espinete y Chanquete, no digo más, que ya os veo el brillo en los ojos. Ay, la nostalgia, ay, los ochenta. Todo ese tesoro que tanto emociona a los cuarentones. Todo ese filón para la industria cultural. Todo ese azúcar que le echan a cualquier mierda para que nos la traguemos.
Perdón por lo de "mierda". Lo digo en recuerdo de mi bisabuela: era muy golosa, pero le tenían prohibido el azúcar, y decía que ella se comería cualquier cosa si se la echaban por encima: "¡me comería una mierda con azúcar!", repetía, divertida. Pues ahí quiero llegar: el rollito nostálgico es el azúcar que le echan a cualquier mierda que hoy nos toque comernos. Y nos la comemos, y nos chupamos los dedos, y hasta queremos repetir.
Si tú también estás hasta las narices de mirar al pasado para soportar el presente y olvidar el futuro, has venido al sitio adecuado: esta es tu historia. La mía, la que me pasó durante el verano, mientras hacía prácticas en este mismo diario. Sí, me refiero a toda esa historia rocambolesca que conocemos como "Operación Chanquete", que ya sabéis cómo terminó. O no, en realidad no lo sabéis, solo os enterasteis de la versión oficial. Y aquí estoy yo para contarlo todo, tal como sucedió, porque me tocó ser protagonista directa.
Pero todavía no me he presentado, disculpadme: me llamo Carmela, estudio periodismo y estoy haciendo prácticas aquí mismo, en eldiario.es. Algunos quizás me recordáis del verano pasado, todo aquel jaleo de Buscando a Franco. Este año esperaba algo más tranquilo, pasármelo en la redacción reescribiendo teletipos y editando todo lo que mis compañeros habrían dejado en la nevera para irse de vacaciones. De vez en cuando un sobresalto, una noticia inesperada, un incendio, de bosque o de redes sociales por cualquier parida, una serpiente de verano, y poco más. Pero mi verano se torció muy pronto. En cuanto apareció el primer paquete.
Lo encontré sobre mi mesa al llegar por la tarde a la redacción. Me sorprendió porque venía a mi nombre, cosa rara cuando llevas pocos días en prácticas. Tampoco tenía remite. Un sobre marrón, tamaño folio, abultado.
Dentro encontré un objeto rectangular y delgado, de plástico negro y metido en una funda de cartón. Mis consumos culturales me permitieron identificar de inmediato aquel resto arqueológico: una cinta de VHS. Una cinta virgen. Sí, una de esas cintas que los mayores usabais hace treinta años para grabar videoclips y ceremonias de apertura de Juegos Olímpicos que nunca más veríais.
No había nada más en el sobre. Examiné la cinta. Llevaba una pegatina de TDK, en la que había anotaciones a bolígrafo. Dos de ellas estaban tachadas: "Final Los Ángeles 84" y Karate Kid. Y quedaba una tercera inscripción sin tachar: Verano azul.
Joder, me dije. El apocalipsis nostálgico, tres de los grandes.
-¿Alguien sabe qué es esto? –pregunté en voz alta, mostrando en la mano la cinta.
-Un VHS, cómo mola –dijo otro redactor en prácticas, de mi edad, y que llevaba una camiseta de Mazinger-Z. Jóvenes nostálgicos, son los peores.
-Seguro que es una promo de algo –apuntó la jefa de Cultura, que todavía no se había ido de vacaciones. Cogió la cinta y forcejeó con ella para intentar desmontarla:
"Ya verás, es algo que nos quieren vender…  Te mandan una cajita con forma de cinta VHS, y dentro lleva un pendrive y unas hojas promocionales de alguna serie nueva... Las plataformas están muy pesadas con el rollo nostálgico".
Pero, tras darle varias vueltas y romperse una uña, se rindió:
-Pues no, no es un cofre. Es una cinta de verdad. ¿En serio? Ya solo nos falta que pongamos reproductores de VHS en las redacciones para seguirles el juego a los departamentos de comunicación.
No, yo no iba a seguirle el juego a ninguna plataforma que nos quisiese colocar su última propuesta originalísima con el cansino lema de "Si te gustó Stranger Things, esta es tu nueva serie". Así que dejé el VHS sobre la mesa, y a lo mío, que esa tarde había mucho trabajo con los coletazos de la investidura fallida.
Me olvidé del asunto, hasta que dos días después me llegó un SMS, sin remitente conocido: "¿Has visto ya Verano azul? Si no la ves tú, se la enviaremos a otros".
Vaya con la campaña de promoción agresiva, me dije, dando por hecho que detrás había un departamento de comunicación jugando a crear expectación. Y un SMS no era de los ochenta, pero era lo más antiguo que podían usar en un móvil.
Recuperé entre los papeles de la mesa la cinta de VHS. La hice girar entre mis dedos, releí los títulos manuscritos y tachados. Y podía haberme olvidado del tema, pero decidí darle una oportunidad, más curiosidad que interés. La típica decisión de la que pronto te arrepientes.
-¿Alguien tiene un reproductor de VHS? —pregunté en voz alta, y solo encontré miradas sorprendidas y risas. Como si hubiese pedido una locomotora de vapor. Pero recordé quién podía tener uno: el rey de la nostalgia, el último japonés que sigue combatiendo en las selvas de los ochenta sin enterarse de que la guerra ya terminó, el hombre a quien el algoritmo de Spotify no le propone nada con menos de treinta años: mi padre.
Desde que hace unos meses mi madre y mi padre se separaron, él vive en casa de mis abuelos, incapaz de pagar un alquiler en Madrid. De vuelta al hogar familiar, mi padre se reencontró con su habitación juvenil, que ha permanecido tres décadas intacta, en plan museo: pósters de la NBA -de los ochenta, "que no ha vuelto a haber jugadores como aquellos"-, su colección de cómics que piensa dejarme en herencia, algunos libros -no falta La historia interminable a dos tintas-, viejos juegos de mesa, vinilos, casetes y sí, un estante lleno de cintas VHS, con las pegatinas escritas a boli.
-Pero no tengo reproductor -me dijo-.
-¿Y para qué guardas entonces todas esas cintas?
-Son piezas de museo, hija. Y tienen un valor sentimental incalculable. Recuerdo perfectamente cuándo grabé cada una de ellas. Mira, mira: Terminator, la primera, que es mucho mejor que todas las secuelas… ¡Aquí está la serie V! Esta todavía no la ha descubierto Netflix, si no ya tendría remake. Y estos son videoclips de…
-Necesito ver esta cinta -le enseñé la mía.
-Hum, qué traes aquí… ¿Verano azul? Pero si te la ponía todos los veranos hasta que te negaste a verla más. Además, la tienes en Youtube…
-Creo que hay algo más en la cinta.
-Sí, aquí han tachado… ¿Karate Kid? La vimos juntos, ¿no te acuerdas? La auténtica, la de "dar cera, pulir cera"… ¡Y la final de Los Ángeles! Oh, aquello sí que era baloncesto. Epi, Corbalán, Fernando Martín…
Huí antes de que me hiciese oír el Max Mix 5. Busqué en Google y localicé una tienda de fotografía que, además de sacar todavía copias en papel, convierte VHS en DVD.
-Pásate en dos días -me pidió el encargado, de origen chino.



Manel Fontdevila
Pero me olvidé del tema. En la redacción teníamos mucho trabajo. Como dicen los veteranos, ya no hay veranos periodísticos como los de antes, cuando solo había anécdotas y accidentes, famosos que se mueren, deportes y poco más. Nada es ya "como antes", la canción que a mi generación nos toca oír a diario. Antes, antes, antes.
Tuvo que ser el chino de la tienda quien me llamase al tercer día:
-Tengo tu VHS. Ven a recogerlo en seguida -me pidió, o más bien me ordenó.
Al llegar a la tienda, el tipo estaba atendiendo a una señora, hasta que me vio entrar y le cambió la cara. Me indicó una silla para sentarme. Lo vi que se iba a la parte trasera y hablaba por teléfono sin perderme de vista.
Esperé más de quince minutos, protesté por la tardanza:
-Perdona, he venido porque me dijiste que ya estaba lo mío…
En ese momento se abrió la puerta y entraron un hombre y una mujer. Con pinta de policía, diría, aunque en realidad lo digo porque en seguida supe que lo eran. No tenían pinta de nada. El hombre iba en mangas de camisa, unos cuarenta años, barbudo y musculado. La mujer tendría poco más de treinta, y la habría tomado por cualquier cosa antes que por policía. El chino les hizo un gesto y me señaló. La mujer se acercó y me dijo:
-Necesitamos que nos acompañes.
Y me enseñó la placa, como en las películas. Sí, como en las películas de los ochenta.

No hay comentarios: