Tribunal Constitucional. ¿Un nuevo Tribunal de la Inquisición?
Aunque el tiempo vuela, no hace mucho el admirado profesor José Luis Villacañas escribió el libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, 2019) para responder a otro libro de María Elvira Roca Barea: Imperiofobia y leyenda negra (Siruela, 2016). Al principio me extrañó que un historiador de la Filosofía tan respetado y con tanto prestigio se dedicara a analizar por extenso un libro lleno de fragilidades, falsas interpretaciones y desconocimientos.
Pero al leer el libro de José Luis Villacañas comprendí sus razones. Más allá del éxito popular de la obra de Roca Barea y del apoyo recibido por algunos lectores sorprendentes, Villacañas se preocupó al comprobar que las llamativas manipulaciones históricas del independentismo catalán podían provocar una respuesta demagógica de falsas reinvenciones identitarias en el panorama, desde hace años muy serio, de la historiografía española. Le preocupaba también que el horizonte amplio de la religión católica, que desde muy pronto nos dio nombres como el de Hernando de Talavera, Bartolomé de Las Casas o Fray Luis de León, se redujese a una propaganda de nacionalcatolicismo dispuesto a enfrentarse con otras versiones fanáticas del pasado. Y, además, está la apuesta por el conocimiento y el rigor como mejor camino para unir el futuro de España, nuestro futuro, con los valores democráticos que hoy sigue representando la sociedad europea.
Los que nos sentimos españoles no podemos cerrar los ojos a la historia en un momento en el que se pretende identificar al buen español con el machista que no considera un problema social el asesinato de mujeres y la violencia de género, o con la persona enrabiada que odia a los inmigrantes, aunque sean niños, o con el energúmeno que desprecia a gays y lesbianas. No deberían hacer falta en España medallas olímpicas para respetar a una negra, un homosexual o un joven de origen magrebí.
Este sentimiento tiene que ver con las diferentes interpretaciones sobre la Santa Inquisición que hacen María Elvira Roca Barea y José Luis Villacañas. De un análisis patriotero que en nombre de España es capaz de suavizar hasta la tortura y la muerte en la hoguera, pasamos a otro análisis, lleno de compromiso y respeto a España, en el que se analiza una institución injusta no sólo contra el ser humano, sino contra la propia España. Su labor a favor de las élites, impidió la integración de sectores muy amplios de la población, dificultó la unidad de un espíritu español compartido, separó a España del progreso europeo y provocó una gravísima y alargada desconfianza del pueblo ante su propio ser, la Justicia y el comportamiento de las autoridades.
El profesor Villacañas nos ha advertido en sus estudios sobre la confusión anacrónica como una de las mayores armas del populismo intelectual. Pero también repite que el conocimiento de la historia sirve para analizar el presente, así que me he acordado mucho de sus análisis sobre la Inquisición a lo largo de los debates que provocan los comportamientos actuales del Tribunal Constitucional. Por fortuna, no hago una identificación estrecha, ya que no es previsible que su revisión de las leyes españolas acabe defendiendo las hogueras contra la sangre impura en la Puerta del Sol. Pero sí hay dinámicas que parece oportuno recordar.
La Inquisición, más que por motivos religiosos, trabajó a partir de un momento para asegurar a unas élites concretas la propiedad del Estado. Por otra parte, pese a las voces disidentes, extendió para muchos años, o siglos, la desconfianza en el Estado común, invitando a diversos sectores de la sociedad a sentirse marginales, ser antiespañoles o a desconfiar de su integración natural en España.
En un contexto muy diferente, algunas dinámicas parecidas se están provocando en la actualidad. Debemos de tener en cuenta una de las estrategias políticas más dañinas de nuestra historia reciente. Después de haber obstaculizado, criticado y no votado la Constitución democrática de 1978, la derecha española decidió en un momento apropiarse de la Constitución y expulsar simbólicamente de ella a los españoles que no compartieran sus ideas como si fuesen traidores o heterodoxos llamados a convivir con el demonio y el crimen. Esa reapropiación de la Constitución está bien representada hoy por un Tribunal Constitucional que recibe numerosas demandas de la extrema derecha para obstaculizar la labor parlamentaria de una sociedad democrática.
Son muy de agradecer los numerosos artículos de magistrados, jueces, fiscales y expertos constitucionalistas que analizan las debilidades y maniobras de los argumentos utilizados en sus sentencias por los vocales dominantes del Tribunal Constitucional. Pero, por desgracia, los efectos a largo plazo serán irremediables: una nueva desconfianza en el Estado español (en Europa y dentro de España) y el descrédito de la Justicia compartida entre la gente. La legalidad es un valor fundamental para una democracia. Y no se tratará de que el pueblo llegue a distinguir entre buenos y malos jueces, sino de un proceso dañino que santifique la ley del más fuerte y favorezca, como único comportamiento posible, la ruptura de los marcos de convivencia.
Por si nos faltara algo, se bloquea el mandato constitucional de la renovación del Consejo General del Poder Judicial mientras los tribunales están juzgando por corrupción a algunos políticos responsables de los nombramientos del caducado Poder Judicial. En este contexto, es muy grave que se llamen constitucionalistas y que pongan la Constitución a su servicio los que quieren identificar a España, al buen español, con el machismo, el supremacismo, la homofobia y el desprecio a la libertad de conciencia.
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