Ausencias y extravíos (V)
Ausencia de memoria y extravío de la imaginación
Recuperar los recuerdos que nos devuelvan la identidad de seres de la tierra es un acto de resistencia que abre paso a la imaginación
Yayo Herrero 13/08/2021
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La memoria es la facultad de retener y recordar el pasado. Es una de las cosas más importantes que hace nuestro cerebro. Gracias a ella, los seres humanos somos capaces de adquirir y retener información de nosotros mismos, de nuestro entorno y de las consecuencias de nuestro comportamiento.
Si no hay memoria, no hay aprendizaje.
Para que exista, trabajan distintas partes del cerebro. El hipocampo, por ejemplo, es la estructura responsable de muchas de las funciones relacionadas con la memoria y aprendizaje. Se llama así porque su forma recuerda a la de un caballito de mar. También intervienen el cerebelo, una parte del cerebro que está cerca de la médula espinal y que se encarga del aprendizaje procedimental, y el sistema amigdalino que se encuentra debajo del hipocampo. Las neuronas de las amígdalas ayudan a la codificación de recuerdos emocionales, especialmente el miedo. La asociación de recuerdos y emociones permite fijar lo que hay que recordar.
Sin la información de las emociones, tampoco hay memoria ni aprendizaje.
Para poder memorizar, aprender y anticipar, hay que prestar atención. La atención es un mecanismo cerebral que permite priorizar los estímulos y pensamientos relevantes e ignorar los menos importantes o las distracciones. A los mecanismos neuronales que permiten la selección de lo más importante en cada situación es a lo que llamamos atención. El sistema de atención selectiva prioriza la atención de aquello que genera ansiedad, miedo o estrés para poder reaccionar ante ello. Se supone que le tenemos miedo a aquello que pone la vida en peligro.
Sin atención, no hay memoria ni capacidad de establecer prioridades. Con la atención despistada y aturullada, no hay forma de aprender y reaccionar a las circunstancias que nos ponen en riesgo.
La palabra recordar viene del latín recordari. Significa literalmente volver a pasar por el corazón. Es volver a hacer presente, revivir, algo que sucedió en el pasado. “Recordar es imaginar”, nos dice Marina Garcés. Memoria e imaginación se ligan cuando en nuestra mente se representa algo que estaba ausente. La imaginación permite comparar el presente con el pasado para anticipar el futuro. Es una verdadera pasada cognitiva que ha permitido a los seres humanos, a partir del aprendizaje de la experiencia previa, crear colectivamente entornos más seguros y menos inciertos.
Sin memoria, no se puede volver a pasar las cosas por el corazón, anticipar el futuro y procesar las respuestas precisas. Sin imaginación no es posible anticipar futuros deseables.
Sin memoria e imaginación no habría lenguaje. Sin ellas no hubiese sido posible llamar hipocampo al trocito de cerebro que se ocupa de la memoria y la imaginación. Hacen falta, incluso, para nombrar lo nuevo. La creatividad es una quimera sin atención, memoria e imaginación.
La empatía también es hija de la imaginación. Gracias a la empatía nos podemos imaginar viviendo las experiencias de otros. Dicen que solo los psicópatas y los tecnócratas son incapaces de tener empatía. Los innuit de Groenlandia creen en la transmigración. Cuando alguien muere puede pasar a ser otra persona, árbol, piedra o ave. La vida es continua y horizontal. La muerte significa cambiar de forma. Es dolorosa porque a cada cual le gusta su propia forma, pero saber que después de la muerte puedes ser cualquiera, debe rebajar bastante los humos del orgullo humano y animar a tener un trato bueno hacia todo. Es una empatía extrema. Sin memoria e imaginación no hay empatía.
Mnemósine fue la diosa de la memoria en la mitología griega. Fue una de las diosas más importantes porque velaba por el don que hacía posible el pensamiento y la inteligencia. Era una de las titánides hija de Urano y Gea. Mnemosine sabía todo lo que ha sido, todo lo que es y lo que será. Otorgaba, se decía, las facultades que nos distinguían del resto de los seres vivos. La ciencia posterior ha ido colocando a nuestra especie en su sitio. Hoy sabemos que los animales tienen la capacidad de adquirir conocimiento sobre el mundo, crear recuerdos y anticipar necesidades futuras. Y no solo los animales, también las plantas, sin cerebro, tienen la capacidad de recordar, imaginar y aprender.
Memoria, imaginación, sentimientos, empatía y atención. Sin ellos, no hay cuidado, ni precaución, ni moral, ni política, ni derechos.
La memoria se escribe en todo el cuerpo. Una cicatriz es la marca que nos deja una herida o una relación; es una huella que nos queda en el ánimo. Una arruga es el dibujo que hacen miles de gestos repetidos en la cara. Cicatrices y arrugas son también depósitos de memoria que se graban en el cuerpo.
La memoria no pertenece a un solo individuo. Siempre es social y nace de los vínculos con personas, grupos, lugares o palabras. Maurice Halbwachs llamó memoria colectiva a los recuerdos que guarda y a los que da importancia una sociedad en su conjunto. La memoria colectiva cambia constantemente. Está en permanente disputa. Lo que una sociedad considera que hay que recordar se plasma en los monumentos que hay en el espacio público, en lo que se estudia en los colegios, en las fiestas que se celebran, en las formas de relacionarse con la naturaleza y entre las personas y en las reglas que organizan la vida en común.
También los ecosistemas tienen memoria. Reside en los ciclos que regulan el clima o el agua, en los fósiles, en las semillas, las esporas, los huevos de insecto y las bacterias, en el relieve y en los suelos o en la composición y estructura de las comunidades vivas. Decía Margalef que para conocer un ecosistema lo tenemos que analizar, igual que cuando tratamos de entender una partida de ajedrez que empezamos a seguir una vez empezada. En el instante preciso en el que llegamos, la disposición de las figuras en el tablero son el resultado de las jugadas previas. No hay forma de jugar sin memoria para recordarlas ni imaginación para anticipar los futuros movimientos.
Imaginad el poder de controlar a qué se le presta o no atención. Nuestros tiempos están concentrados en pantallas que saturan los mecanismos cerebrales de la atención. Contenidos diseñados con fines que no son los de una supervivencia generalizada y gozosa. Grandes conglomerados mediáticos, estudios que calculan algoritmos para que compres más, para que votes más, para que desconfíes más, para que odies más... Muchas horas al día en las que la atención está atrapada en los estímulos que lanzan sujetos con intereses que rara vez coinciden con los que un cerebro pendiente de la supervivencia en tiempos de crisis ecosocial seleccionaría. La atención, la memoria y el aprendizaje que nacen de ellos se convierten en algo funcional al capitalismo y al poder que lo sostiene. Se desconectan de los cuerpos y de la tierra. Dejan de ser capaces de imaginar.
Imaginad el poder que se adquiere si se puede decretar qué es lo que se debe recordar y qué hay que olvidar. El poder autoritario proscribe el recuerdo de aquello que le amenaza. También de aquello que le avergüenza, de lo que es imprescindible para mantenerse pero es impresentable. Muertos enterrados en las cunetas, mujeres asesinadas por la violencia machista, personas expulsadas de la tierra, comunidades explotadas por dinámicas racistas y coloniales… La Gran Redada contra el Pueblo Gitano que decretó el Marqués de la Ensenada en 1749, el destrozo de una buena parte del litoral español durante la época de la burbuja inmobiliaria... Hechos, resistencias y dolores que yo no conocí hasta que la memoria colectiva de las subalternas me obligó a mirarlos, a atenderlos, a aprenderlos, a imaginarlos. Sucesos que, al no ser recordados masivamente, condenan a la repetición constante y al extravío de la imaginación que los podría exorcizar.
La impunidad de la gente mala es el excremento de la mala memoria.
La contraparte de la memoria es el olvido. Un recuerdo poco repetido pierde capacidad de evocación. Un recuerdo que no adquiere sentido en la memoria no lleva al aprendizaje. La represión obliga al olvido activo. Los recuerdos reprimidos no se pierden pero no son accesibles a la conciencia. Lo reprimido, nos recuerda Freud, es el componente central del inconsciente y genera un malestar que no sabemos de dónde viene y que salta por donde menos lo esperas.
Tantas cosas olvidadas, tantas cosas reprimidas que, sin embargo, están ahí. Damnatio memoriae es una locución latina que significa literalmente “condena de la memoria”. En la antigua Roma se podía condenar el recuerdo de un enemigo tras su muerte. Cuando se decretaba oficialmente la muerte, se eliminaba lo que recordase al condenado. Creo que hoy la damnatio memoriae opera con mucha fuerza. Se prohíbe el recuerdo de los límites, de la fragilidad, de lo común, de la confianza… Se ridiculiza a quienes lo traen a la realidad. Buscadores de huesos, cenizos, apocalípticos, locas, atrasadas, ignorantes...
María Zambrano hablaba del exilio interior. Esa figura del desgarro y la pérdida, donde lo vivido no se transforma en una razón capaz de mediar entre el pasado y el futuro. No queremos recordar lo que resulta desagradable y doloroso y la consecuencia es que, una y otra vez, lo repetimos. Zambrano habla de llevar al lenguaje la vida, de dar voz a lo que pide ser sacado del silencio.
Si se pierde la memoria, la imaginación se independiza de lo vivido, de la atención y de la empatía. Se extravía la imaginación y se transmuta en fantasía. Nadie como Santiago Alba Rico ha trabajado con tanta brillantez la distinción entre fantasía e imaginación. La fantasía se despega de los cuerpos y de los territorios, razona al margen de los límites y de la historia. La imaginación corre, dice Santi Alba, a ras de suelo y pasa de un cuerpo a otro. En la fantasía, el recuerdo se convierte en una mentira patológica que termina siendo creída como verdadera. En ausencia de la memoria disminuyen las posibilidades para distinguir lo bueno de lo malo, lo útil y lo desmesurado, lo bello y lo monstruoso.
La fantasía conduce a ver reversibilidad donde no la hay. A considerar que todo puede ser reparable. Estimula la idea de posible retorno infinito a las condiciones iniciales. La fantasía da un salto mortal desde una experiencia de mierda a un futuro luminoso, posible para ti, solo, si lo mereces. Para merecerlo hay que olvidar unas cosas y recordar otras. Los monstruos de la fantasía capturan la atención, precarizan la memoria y la saturan de códigos de barras y precios. Mutilan el aprendizaje y la creatividad y los transforman en pura mecánica. La fantasía siempre llega a las mismas conclusiones. Extraer minerales, degradar energía, generar residuos, explotar seres vivos. Y, por el camino, producir dinero. A costa de lo que sea. Se califica como imbatible lo que es imposible ecológicamente e injusto socialmente. Vuelven eternamente las ampliaciones de los aeropuertos, las urbanizaciones, los complejos turísticos, la automoción, las infraestructuras energéticas y de comunicación vestidas de innovadoras y de verde. Las propuestas de siempre. Sin debate social, sin base material que las sostenga, sin asegurar bienestar para todos, ni tener otro propósito que no sea el de hacer crecer el dinero.
La “espiral de la muerte” es un fenómeno que se produce en el mundo de las hormigas. La hormiga que marca el camino a las otras se desorienta y comienza a dar vueltas en círculos. Emite señales que llaman al resto, que comienzan a seguirla. Todas se siguen unas a otras, girando sin parar, incapaces de romper la espiral, hasta que mueren agotadas. Es una trampa mortal. Con la memoria desviada y la imaginación extraviada, la alianza del capitalismo y fantasía es también una trampa mortal. Emite señales que obligan a girar y girar en torno a los beneficios hasta que todo se agota.
Recuperar una memoria que nos devuelva la identidad de seres de la tierra es un acto de resistencia que abre paso a la imaginación. Un futuro doloroso sin memoria, sin imaginación y sin comunidad impulsa posiciones nihilistas –para lo que me queda en el convento, me cago dentro–, atrincheradas –me ocupo de lo mío y de los míos y me defiendo del resto–, o de escapada –tranquilo, que algo se inventará–.
La memoria rescata. Sin asomarnos a la memoria, el pasado es un ancla que impide asomarse al futuro. La imaginación media entre la historia y el futuro y puede permitir encarrilar el deseo. La utopía permite atisbar un futuro desde un presente al que hemos llegado desde el pasado.
Los seres humanos somos capaces de plantear preguntas que comienzan con un “y si...”. Una hipótesis de investigación, una nueva receta, un poema, la creación de un centro social autogestionado, un nuevo medio de comunicación, un amor, la restauración de un ecosistema, un nuevo currículo, traer conscientemente una nueva criatura al mundo, un sindicato, comienzan con un ¿y si?
Mary Anning fue una mujer humilde que, en la primera mitad del siglo XIX, identificó correctamente el primer esqueleto de ictiosaurio, encontró los primeros esqueletos de plesiosaurios y el primero de pterosaurio que se hallaron fuera de Alemania. Tracy Chevalier cuenta la historia de Mary Anning en Las huellas de la vida. Los paleontólogos más sabios del momento querían que ella les acompañase a buscar los restos fósiles, porque, aunque eran capaces de estudiarlos una vez hallados, no eran capaces de imaginarlos en el acantilado. Había que tener imaginación y la mente muy abierta para mirar el acantilado y encontrar esqueletos de animales que no se sabía que habían existido. El nombre de Mary casi nunca figuró en los estudios que los científicos presentaban, pero sin su capacidad de mirar imaginando, nunca los hubiesen encontrado.
Podemos pensar más allá de los confines de nuestra situación inmediata, podemos reevaluar el pasado o evocar un posible futuro. Podemos prefigurar lo que nunca ha existido. Muchas de las estructuras caducas y mecánicas se nos desmoronan porque no son capaces de imaginar. Entrenar la imaginación es una cuestión crucial para construir la confianza en un orden alternativo, deseable y realizable. Con una pierna en el orden existente y otra en la impugnación, porque hay que salir desde algún lugar y no puede ser otro que el lugar y el tiempo en el que estamos.
En un curso reciente, mi amiga y compañera de Ecologistas en Acción, Marta Pascual, hizo un ejercicio de imaginación de los que ella es una maestra. Es profesora de Formación Profesional y ante la nueva ley que se está fraguando imaginaba cuáles serían las titulaciones de FP que habría que poner en marcha… “Remiendos, apaños y reparaciones”, “Calentarse y refrescarse con poca energía”, “Agroecología para periferias urbanas”, “Recuperación de saberes sostenibles para la salud”, “Minería de ciudades abandonadas”…
¿Imagináis unas titulaciones, unas profesiones orientadas a hacer durar las cosas, a vivir con poca energía y materiales, a viajar a lo hondo, a aprender a repartir? ¿Imagináis un ocio de baja entropía? ¿Cómo se podrían organizar los cuidados? ¿Cómo se producirían los alimentos? ¿Cómo se harían seguras las ciudades y los pueblos? ¿Cómo serían los museos? ¿Cómo se afrontarían las migraciones? ¿Podemos intentar imaginar el futuro desde la suficiencia, el reparto, la precaución y el cuidado? ¿Podemos ponernos a pensar, aunque se rían de nosotras, cómo gestionar el inevitable decrecimiento material desde la justicia y la ausencia de violencias?
Volvemos a aprender de lo que pasa en la naturaleza. El objetivo de la restauración ecológica no es volver al pasado ni recuperar la situación original de un ecosistema. Volver al pasado es termodinámicamente imposible. Un ecosistema severamente degradado ha sufrido pérdidas netas irreversibles. Sin embargo, lo sucedido en el pasado permanece, al menos parcialmente, codificado y almacenado en la estructura y funcionamiento de los ecosistemas y de los paisajes. Esa fracción de información que queda es la memoria ecológica y, a partir de ella, se pueden disparar procesos activos como los que se originaron en el pasado y se proyectan hacia el futuro. Cuando el ecologista Santiago Martín Barajas se empeñó en que el río Manzanares se podía renaturalizar, confió en la memoria y en la imaginación del ecosistema para autorrestaurarse. Acertó.
Hay una correlación entre la conservación de la biodiversidad natural y la diversidad cultural. Son mayoritariamente los pueblos indígenas, los que, a lo largo de miles de años de historia, han sabido conservar sus lenguas, la biodiversidad de sus territorios y conservan el saber hacer para sostenerse y mantenerse vivos sin destruir lo que les rodea. Los lugares en los que se conserva mayor biodiversidad son también los que conservan un mayor número de lenguas habladas. A esa conservación de conocimientos y naturaleza que van juntas, Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols le llamaron memoria biocultural.
La sociedad industrial ha olvidado mucho de su patrimonio biocultural. La inyección ingente de energía y materiales, la tecnología y el alejamiento de la naturaleza han provocado un enorme borrado de información y conocimiento que ahora necesitamos recuperar o reinventar. Mucho de ese conocimiento pervive en las residencias de mayores y en los centros de día a los que acuden muchas personas mayores criadas en los medios rurales. Otro se está ‘descubriendo’ en muchas experiencias sociales de todo tipo.
Hay pueblos que han olvidado y pueblos que recuerdan. Para superar una situación de pérdida de la memoria y extravío de la imaginación tendremos que aprender de aquellos que sí recuerdan o de los que reinventan para, de este modo, poder desarrollar y poner en práctica todo el repertorio de aprendizajes y experiencias acumulados a través del tiempo que se han mostrado eficaces para la supervivencia. Se trata de hacer un reciclaje del pasado –insisto, no de volver al pasado– y ponerlo en diálogo con todo lo nuevo que podamos imaginar.
El antropólogo Ramón Sarró cuenta que aprendió de los baga de Guinea Conakry a mirar los paisajes con una doble visión: “.... a mirar un campo de mandioca y ver una selva sagrada, a ver el presente y vislumbrar el pasado.... No se trata de hacer el esfuerzo por no ver el campo de mandioca y buscar sólo la selva sagrada invisible a nuestros ojos. No, el truco consiste, de hecho, en saber ver las dos cosas, mirar con un ojo y ver a la otra con el otro, tejer el hilo del presente con el hilo del pasado.”
Un tuit de Manuel Rivas dice que el horizonte es una zona a defender. La memoria y la imaginación son las imprescindibles defensas para hacerlo.
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Yayo Herrero
Es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.
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