lunes, 8 de febrero de 2021

Reflexiones urgentes


INTERNET Y PODER

¿Quién es el soberano?

Los propietarios de las redes no ignoran que un presidente con poderes ejecutivos excepcionales las tomaría por decreto para asegurarse el vínculo esencial con ‘su’ pueblo

José Luis Villacañas Berlanga 7/02/2021

Público/CTX 

Facebook y Trump.

J.R. Mora
  
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Los historiadores de la República de Weimar cuentan que la fuente de financiación fundamental de Hitler, antes de que los grandes empresarios y banqueros se le unieran de forma vergonzante y vergonzosa, era su propia industria de propaganda. Los grandes mítines en los espacios abiertos o en los estadios, antes de ganar el poder, implicaban la venta masiva de merchandises de todo tipo, relacionados con el líder o con el partido. En las tiendas que rodeaban los actos, monopolizadas por los militantes del partido, los simpatizantes podían comprar ante todo su libro, un éxito de ventas continuo, pero también podían encontrar gorras, camisetas, insignias, brazaletes, bufandas y desde luego discos con los discursos de Hitler. Eso hacía del partido su propia empresa. En términos marxistas, Hitler era el propietario de los medios de producción propagandística, en directa relación de consumo con las masas.

Esta forma de relacionarse con las masas fue característica de la época de la Gestalt. A diferencia de lo que luego teorizaron los pensadores del populismo, Hitler no fue un significante vacío. Al contrario, lo propio de la época de la Gestalt consistió en proponer significantes compactos, totales, encarnados, capaces de atravesar la plenitud de la personalidad, aunque en cada uno de los receptores fuera un motivo diferente el que determinaba la totalidad del aparato psíquico. Todos quedaban arrobados por Hitler, como se muestra muy bien en la serie de películas del Dr. Mubusse, del director Fritz Lang. Así se podían sincronizar las mentes de los receptores del mensaje como si se tratara de un solo aparato psíquico, aunque sus motivos singulares fueran diferentes. En efecto, el miedo, el poder, el sadismo, el masoquismo, la repetición, el frenesí, la relajación, todas las variaciones que afectan a la tonalidad central del psiquismo, quedaban afectadas por el personaje gestáltico, que podía desplegar la unidad de acción de todos sus seguidores como si fueran movidos por el resorte de su voz.

Claro que existían los periódicos, pero estos generaban tal nivel de ansiedad y de angustia, como se ve en el film Berlín, sinfonía de una gran ciudad, que eran la condición de posibilidad, la premisa de la eficacia tranquilizadora y liberadora que emergía de la sugestión de Hitler. Tanto fue así, que Carl Schmitt, en su Teoría de la Constitución, de 1928, no creyó necesario imponer la censura de la prensa. Al disponer de sus propios medios de producción propagandísticos y al controlar con ellos la calle, Hitler tenía en sus manos y con plena independencia el control del psiquismo de sus seguidores y la eficacia de su mensaje. Cuando declaró el estado de excepción de la República, tras asaltar el Reichstag y prenderle fuego, acusando de eso a los comunistas y declarándolos ilegales, no había ninguna instancia superior que juzgara, rechazara, anulara sus actos o rompiera su relación directa con sus masas. Era el soberano.

Como había dicho ya Carl Schmitt, soberano es el que define el estado de excepción. Donald Trump fue el candidato a soberano schmittiano desde la noche electoral. Su afirmación de que le habían robado las elecciones impugnaba la legitimidad y la legalidad del candidato electo. Y sus acusaciones de ocultar el fraude a los gobernadores de los estados en disputa ponía en cuestión la base misma federal de competencias constitucionales de los Estados. Su rechazo de las sentencias de los tribunales que revisaron sus impugnaciones, implicaba declararlos cómplices de ese robo. Al proponer a los legisladores que no verificaran los votos de los estados y al exigir de su vicepresidente que se negara a validar la votación, impugnaba el poder legislativo. En suma, todo el orden constitucional estaba cuestionado desde un juicio personal que elevaba el poder presidencial a único poder, en la medida en que declaraba a todos los demás poderes cómplices de un robo de voto popular. Este hecho era el decisivo porque implicaba una identificación radical entre el pueblo y su presidente, y esa relación esencial era lo único que quedaba en pie.

Lo que tuvo lugar con el asalto al Congreso el pasado seis de enero, con toda su impotente rabia destructora, fue claramente una alegoría de lo que estaba sucediendo en la mente de los actores: la destrucción de los poderes intermedios, de las representaciones partidistas y burocratizadas, para dejar en pie solo la unidad íntima y esencial entre su pueblo de América y el presidente Trump. Era la declaración de un estado de excepción en toda regla. Para los fanáticos que lo realizaron, aquel acto era legítimo, reponía un estado de justicia, neutralizaba un robo y dejaba en pie solo el poder, la autoridad y el juicio del presidente. Jugaba con la idea de que Trump era el soberano.

Sin embargo, al carecer de la propiedad de los medios de producción de la propaganda, Trump fue silenciado por los propietarios de las redes, que en este caso concreto juzgaron que esa declaración de soberanía única de Trump era una incitación ilegal a una rebelión que, de triunfar, implicaba un golpe de Estado. Por tanto, podríamos decir, alterando la vieja tesis de Carl Schmitt, que soberano no es tanto quien define el estado de excepción, sino aquel que todavía puede decidir si se trata de un estado de excepción o de un golpe de Estado. Cuando estas dos decisiones son equivalentes y contrapuestas, entonces tenemos una guerra civil.

Lo más importante de esta situación es que no ha sido otro poder público el que ha tomado la decisión. Por eso los estados de excepción disparan situaciones imprevisibles, ya que revelan el verdadero estatuto del poder real de una sociedad. Aquella noche, el Congreso estaba escondido y sin portavoz, y los jueces de la Corte Suprema no estaban reunidos en sesión. En realidad, operativo solo quedaba el presidente Trump, que en ese momento aún lo era, y por eso no convocó a la Guardia Nacional para proteger el Congreso. Sin embargo, los dueños de Facebook, de Twitter y de Instagram juzgaron que la acción de Trump no era un estado de excepción justificado, ni aceptaron como última instancia que hubiera existido un robo electoral, y decidieron cerrar las cuentas del presidente. Lo que produjeron con ese acto fue la fractura de la unión esencial entre el presidente y su pueblo. Uno quedó impotente en la soledad de la Casa Blanca, el otro quedó desorientado y entregado a su fabulación caótica y delirante. Trump no usó sus poderes constituidos para imponer su juicio porque, sin relación con sus masas, condicionado por sus abogados, evitó una acción claramente delictiva que no podría defender. El diseño del acto consistía en que el presidente no hacía nada sino que todo lo hacía el pueblo. Cuando el hilo se cortó, todo se deshizo.

La descripción de los hechos provoca una pregunta. ¿Qué habría pasado si los dueños de los medios hubieran juzgado que aquella relación entre Trump y su pueblo, que es también el público y los clientes de sus redes, era legítima y formaba parte de los poderes presidenciales? ¿Qué habría pasado si hubieran juzgado que era una expresión genuina del We the People? ¿Qué habría sucedido si para ellos no hubiera sido el inicio de una violación constitucional, sino la actuación adecuada a la situación del supuesto robo presidencial? Las preguntas revelan una condición que caracteriza una época que ya no es la de la Gestalt, en la que es imposible destruir todos los poderes intermedios entre el líder y su pueblo, algo que Hitler logró al ser el dueño de sus medios de producción propagandista. Pero al mismo tiempo revelan un estatuto del presente que permite identificar al soberano actual: el propietario de los medios de comunicación que permiten la visibilidad y la operatividad del vínculo entre el pueblo difuso y su líder. Esta vez han estado de la parte del orden constituido. ¿Pero quién garantiza que una próxima vez no se decidan del lado de la producción del estado de excepción? ¿De qué dependerá que se sitúen de una parte o de otra? ¿O qué sucedería si un próximo líder fuera propietario, como Hitler, de los nuevos medios de producción de propaganda? ¿Acaso no es esa la fuerza soberana última de Putin y del Politburó chino?

A los que les iba muy bien porque extendían sus repulsivos puntos de vista a través de estas redes y alababan la libertad de mercado y la libertad de expresión, se han escandalizado de que a la hora de la verdad los propietarios tengan el juicio político que no tuvieron al permitir que circulara la basura psíquica por doquier. En realidad, su fanatismo los lleva a hacerse la siguiente pregunta: si veníamos desmontando con gran éxito la personalidad democrática, ¿por qué los dueños de las redes han reculado cuando se trataba de desmontar la institucionalidad democrática? Estas preguntas nos indican que la síntesis de democracia y gran poder económico nunca se ha mostrado más contingente y azarosa. En realidad, los portavoces del fanatismo se escandalizan por ese acto de arbitrariedad y ahora demandan una ley que garantice justo la libertad de expresión, incluso cuando se pone en cuestión toda ley y se prepara estados de excepción. Su posición está sometida a una contradicción insuperable: una ley para abrir paso con garantías a la destrucción última de toda ley. Los propietarios de las redes no ignoran que un presidente con poderes ejecutivos excepcionales lo primero que haría por decreto sería apropiarse de las grandes redes y asegurarse así su vínculo esencial con su pueblo. El soberano no suele desarmarse del instrumento fundamental de su soberanía.

En todo caso es verdad que, desde el punto de vista clásico, se ha revelado un soberano de nuevo tipo y, si se produjera un estado de excepción, sería inevitable que quien tomase el mando se hiciera con esa arma. Lo que eso significaría es previsible: una circulación de la personalidad dogmática y autoritaria, que se impone justo por la renovación del credo quia absurdum est, la base de todo fanatismo. Será un mercado político creciente que llevará consigo toda una economía adherida. Por la formación ingente de esa personalidad avanza la nueva jugada en la vieja lucha por la definición de quién es el soberano que acompaña la vida política desde milenios. Por eso, en las condiciones actuales, el mantenimiento de la gota de decencia, libertad y razón que quede entre nosotros pasa por impedir que se declare cualquier estado de excepción. Eso implica la lucha llena de coraje por la defensa de la forma de la subjetividad democrática, sin la que nuestras instituciones estarán en un permanente estado de sitio.

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José Luis Villacañas Berlanga

Es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense y director de la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico. 

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