Nuevos derechos y política de laicidad
La multisecular historia del reconocimiento de los derechos, tanto en lo relativo a la extensión de sus titulares como en lo que se refiere a la ampliación de su catálogo, ofrece una lección constante: siempre ha existido una minoría que los posee en calidad de privilegios, incluso si no son conscientes de ello, y que, por eso mismo, ofrece una feroz oposición al cambio. Es lo propio de quienes no quieren perder sus privilegios. Con mucha frecuencia lo hacen mediante la apelación al miedo, reforzado por la ignorancia y el prejuicio. Sin olvidar que, en no pocas ocasiones, la resistencia a esa ampliación de derechos o de titulares de derechos nace de la inconsciencia o ceguera de muchos de esos privilegiados, ante la reivindicación que hacen los demás de alcanzar esos mismos derechos. Es, por ejemplo, el caso de tantos de nosotros, los hombres, que todavía hoy no acertamos a entender algunos de esos privilegios “naturales” y cotidianos de los que disfrutamos frente a las mujeres, como el de no sentir miedo a caminar solo de noche, por no hablar de otros de mayor entidad.
De esa lección se desprende otra: a lo largo de la historia, para la inmensa mayoría de los seres humanos, conseguir ser incluidos como titulares de derechos iguales ha sido posible únicamente mediante procesos de luchas sociales, con un coste enorme, también en vidas. Del movimiento obrero al sufragismo femenino pasando por la abolición de la esclavitud, la superación de la lacra del racismo o la liberación del colonialismo, los ejemplos se multiplican. Los derechos se alcanzan mediante una lucha constante por ellos. Y en esas luchas, se está combatiendo no sólo por los directamente afectados, sino por todos los seres humanos como titulares de derechos.
Pero la lucha por los derechos implica sobre todo, como comprendieron primero los humanistas y luego los ilustrados, un enfrentamiento radical de dos bandos: el del conocimiento, la ciencia y la educación, contra el que recurre a la ignorancia, el prejuicio y el miedo. Incluido el miedo al cambio, a los cambios en los hábitos y prácticas sociales. Recordemos el lema del concurso que Federico II, a instancias de Voltaire, hizo que convocara la academia de Ciencias de Berlín en 1778: ¿conviene engañar al pueblo por su propio bien?
El Progreso en el conocimiento y en el acceso universal al saber, que es posible gracias a la ampliación del derecho a la educación, son palancas clave para vencer la resistencia a las transformaciones sociales que oponen quienes, insisto, tienen más que perder en ello: sus privilegios, su sistema de dominación, ayudados por esa alianza nada santa entre las Iglesias y las élites de poder, para mantener al pueblo, a los ciudadanos de a pie, en una permanente minoría de edad.
Aun con todo eso, lo cierto es que, además de esas palancas, fue necesaria una revolución de cuyo fundamento se habla demasiado poco, a mi juicio, con notables excepciones, como este reciente discurso del ministro de Cultura y secretario de Laicidad de la Ejecutiva del PSOE, J.M. Rodríguez Uribes, La laicidad, religión de la libertad, que dio lugar a una reacción en tromba de los obispos españoles. Me refiero a la política de laicidad. A mi juicio, el alma de la democracia consiste precisamente en eso, en una política de laicidad, que consiste en la igual libertad de todos, en el reconocimiento de la mayoría de edad de los ciudadanos para decidir sobre su propio destino, sin sumisiones a poderes ajenos ni a mandatos que, por sagrados, son ajenos e inalterables.
Por eso, con Ranciére, entiendo que la democracia, que es sobre todo “el trabajo constante de democratización de la política”, significa el mejor antídoto del discurso del miedo, la ignorancia, la superstición y el engaño en política, antídoto también frente al discurso de la minoría de edad del pueblo, de los ciudadanos. Su lógica es la del ideal ilustrado de la emancipación, pero también la de la igual libertad de todos los ciudadanos frente al discurso de desigualdad de todos los “cerdos Napoleón” que, al decir de Orwell, jalonan la historia de la política como arte de dominación. Una lógica que, trabajosamente y sobre todo desde la segunda mitad del sigo XX, consigue poco a poco extenderse y desarrollarse en un número cada vez mayor de Estados, aunque este no sea en modo alguno un proceso irreversible, como venimos comprobando en este segundo decenio del siglo XXI. A esa lógica se unió, desde el fin de ese abismo al que se asomó la humanidad, las dos guerras mundiales, un nuevo impulso nacido de la conciencia de ese peligro. Me refiero a la construcción del sistema de las Naciones Unidas, con su arquitectura de derechos tendencialmente universales, garantizados por un sistema de Convenciones, y que ha impulsado una profunda y decisiva innovación: el reconocimiento de derechos específicos para grupos vulnerables: mujeres, niños, inmigrantes, discapacitados....
En no poca medida, asistimos hoy a la enésima representación de la dificultad de esos procesos de cambio en el reconocimiento de derechos, de enfrentamiento con quienes no han entendido la política de laicidad. Me refiero a intentos de enrarecer a mi juicio el necesario debate sobre la proposición de ley de eutanasia que transita en estos días por el Senado. Era de esperar la resistencia que ofrecen no pocos sectores sociales ante la introducción como derecho de la prestación de asistencia médica para adelantar la muerte, incluso si para el reconocimiento de este derecho se disponen en la ley una importante conjunto de requisitos, procedimientos y reglas para garantizar el ejercicio de ese derecho, que siempre debe partir de la voluntad libre del propio paciente, porque la ley no impone la muerte a nadie. Y, menos aún, impone un procedimiento de muerte aplicado de modo subrepticio, repentino y ajeno a la voluntad.
Es lógico que, ante la influencia que todavía tienen en nuestro país quienes se arrogan la última y sagrada palabra sobre la vida y la muerte, instalados en las verdades indiscutibles de sus dogmas, que quieren trasladar no ya a sus fieles, sino a la sociedad civil toda, aunque ésta sea cada vez más abiertamente plural y laica, se necesite una labor de pedagogía que acompañe a esta norma. Pedagogía para disipar los temores que pudiera crear, pese a que su objetivo proclamado es, insisto, poner a disposición de todos –de cualquiera que lo necesite– un nuevo derecho, que en modo alguno se va a imponer a ninguna persona o grupo. Por esa necesaria pedagogía se ha querido que esta ley sea garantista. Incluso, hipergarantista, como han señalado con argumentos no desdeñables algunas voces críticas, ante la existencia de un comité de garantía y evaluación que actúa a priori y no se limita a constatar la existencia de voluntad inequívoca y reiterada de ejercer este derecho por parte del paciente sino que revisa la formulación de esa manifestación de voluntad, incluido el proceso deliberativo que el paciente debe mantener con el médico responsable del proceso y puede incluso rechazar la solicitud. Pero ante la aparición de un nuevo derecho como éste y al menos en la primera etapa de su puesta a disposición, conviene extremar las garantías de ejercicio, también para evitar las denuncias que hablan de un supuestamente enorme riesgo de la “pendiente resbaladiza”. Un riesgo que queda neutralizado desde el momento en que se precisan con todo detalle esas garantías.
Creo que, además de dotar a la norma de un eficaz sistema de garantías, es necesaria una tarea de pedagogía cívica que explique el alcance y contenido de este nuevo derecho. Y es en este punto en el que debo manifestar mi sorpresa, incluso incredulidad, ante la campaña de descalificación de la ley que llevan a cabo los representantes de una muy importante y meritoria organización de defensa de los derechos de los discapacitados, que han conseguido involucrar a reconocidos actores en defensa de los derechos humanos, incluso al Comité de la ONU que vela por la Convención específica. Me refiero muy específicamente a una argumentación que, con todo respeto (así lo hemos hecho ver los interlocutores parlamentarios socialistas que nos hemos reunido con esos representantes en numerosas ocasiones durante el iter parlamentario de la ley, incluso en las semanas recientes), nos parece una enorme tergiversación de la ley.
Esta interpretación de la ley, que considero una seria tergiversación, le atribuye el propósito de estigmatizar a todo un grupo vulnerable, al que la ley señalaría como –si se me permite la expresión a todas luces disparatada– “eutanasiable”, precisamente por sus características. Y ello porque, según esa interpretación, la ley, en su artículo 3 y en disposiciones conectadas con él, define el tipo de sufrimiento que puede dar lugar al ejercicio del derecho a la eutanasia con el adjetivo “imposibilitante” (que, por cierto, fue una modificación del texto inicial, que utilizaba el término “invalidante”, atendiendo a esa preocupación).
No acierto a entender cómo nadie puede interpretar que una ley cuyo propósito es poner a disposición de quien lo necesite (porque sufre un padecimiento… imposibilitante) el ejercicio de un derecho que le ayude a conseguir una buena muerte, sea en realidad una ley perversa que persigue estigmatizar y violar de forma grosera el derecho a la vida de un grupo de personas, los discapacitados. Eso es una contradicción en los términos. Aun así, en aras de disipar cualquier duda, por disparatada que –a mi juicio– esta sea, el grupo parlamentario socialista que ha propuesto esta ley ha aprovechado la discusión en el Senado, en la que hemos negociado de nuevo con esos representantes y con otros interlocutores (la mayor parte de los grupos parlamentarios, excepto quienes han opuesto su veto a la ley como tal) una nueva redacción que despejara con toda claridad esa aberrante interpretación.
Así, en el artículo 3, se habla ahora de "padecimiento grave, crónico e imposibilitante": situación que hace referencia a "limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico”. Queda de esta forma despejada cualquier duda posible. No hablamos de características personales de un individuo o de un grupo. Nos referimos a una situación definida por un grado de padecimiento que tiene esa consecuencia imposibilitante.
Sin duda, el precio a pagar cuando se lucha por introducir un nuevo derecho es encontrar incomprensión. En lugar de empeñarnos en imponer posiciones asumidas dogmáticamente, una política de laicidad propone la libre crítica, el intercambio de argumentos y tiene el test de la mejora de derechos. Estoy seguro de que esta ley se abrirá camino porque la avalan buenas razones de orden jurídico, moral y político. Y porque nos empeñaremos en toda la pedagogía civil necesaria para conseguir que se entienda bien.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por Valencia.
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