01 Mar 2017 (Público)
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y ex Catedrático de Economía. Universidad de Barcelona
En un artículo anterior expliqué cómo el gran poder e influencia de
las clases dominantes en España sobre el Estado (bien sea central o
autonómico) ha causado el enorme subdesarrollo de los servicios y
transferencias públicos de su Estado del Bienestar (Las consecuencias del poder de clase: el subdesarrollo social de España (parte 1), Público, 23.02.17). En
este artículo voy a mostrar cómo el poder de género determina que
dentro de la pobreza y el subdesarrollo del Estado del Bienestar,
aquellos servicios que tienen menos recursos y están menos
desarrollados, son aquellos que afectan particularmente a las mujeres, y
que son los servicios de ayuda a las familias, tales como escuelas de
infancia (mal llamadas guarderías en España), y los servicios
domiciliarios a las personas con dependencia.
Para mostrar la gran pobreza de recursos públicos para la mujer es
importante contrastar el desarrollo de tales servicios del Estado del
Bienestar en Suecia (país que ha sido gobernado por las izquierdas por la mayoría del periodo de tiempo que va desde la II Guerra Mundial hasta ahora) con los existentes en España (gobernada por fuerzas y partidos conservadores durante la mayoría del mismo periodo,
que va desde los años cuarenta a este año. El contraste en el
desarrollo de tales servicios de ayuda a las familias es enorme. De ahí
que debamos preguntarnos: ¿Cuáles son las diferencias en la financiación
y desarrollo de tales servicios públicos del Estado del Bienestar en
los dos países, y por qué estas diferencias? Y para explicarlo
permítaseme que el artículo adquiera un tono personal, pues creo que es
la manera más didáctica de señalar tal diferencia y el por qué de tales
diferencias.
Cuando tuve que irme de España debido a mi participación en la
resistencia antifascista a principios de los años sesenta, fui a Suecia
(cuyo partido gobernante, por cierto, había ofrecido gran ayuda a la
resistencia contra la dictadura en este país). Y fue así como conocí a
la que ha sido mi esposa durante más de cincuenta años. Mi esposa es
sueca, y mi suegra era también sueca. Hace casi veinte años que mi
suegra, que entonces tenía 78 años, se cayó y se rompió el fémur, una
situación que ocurre con bastante frecuencia entre los ancianos. En
realidad, la misma semana mi madre, de 92 años, que vivía en Barcelona,
también se cayó y se rompió el fémur. Así pues, tuve la oportunidad de ver cómo la sociedad sueca cuidaba a mi suegra, y cómo la española cuidaba a mi madre.
Los servicios de atención a las personas con dependencias: comparando España con Suecia
En Suecia, mi suegra tenía el derecho individual (como ciudadana
sueca, e independientemente de que tuviera o no familiares que pudieran
atenderla) a tener cinco visitas al día de los servicios públicos
domiciliarios para las personas con dependencias. Una visita por la
mañana, venía, la despertaba, y le preparaba el desayuno; otra venía al
mediodía y le preparaba la comida; otra venía por la tarde y la llevaba a
pasear en una silla de ruedas o le hacía compañía en casa; otra venía
más tarde a prepararle la cena y otra, a las dos de la madrugada, venía a
ayudarla a ir al lavabo. Cinco visitas al día. Y mi suegra, como
ciudadana sueca, lo veía como lo más natural del mundo. Y cuando cenaba
yo con mi amigo, el entonces ministro socialista de Sanidad y Asuntos
Sociales, me decía: “Vicenç, proveemos estos servicios por
tres razones. Una porque es un servicio sumamente popular. Cuando las
derechas (los conservadores y los liberales) gobiernan, no lo tocan pues
saben que pagarían un coste electoral si lo redujeran. La segunda razón
es que es más económico tener a tu suegra en su casa que en una
institución. Y la tercera razón es que creamos empleo”.
En Suecia, uno de cada cinco adultos trabaja en los servicios públicos del Estado del Bienestar
(tales como sanidad, educación, escuelas de infancia –que abren de las 8
de la mañana a las 8 de la noche, con una gran riqueza de personal y
recursos–, servicios domiciliarios –también con gran riqueza de recursos
y personal–, servicios sociales, servicios de prevención de la
exclusión social, servicios a la infancia y a la juventud, y servicios a
la tercera edad, entre otros). En España no llegamos ni a uno
de cada diez adultos. En realidad, si tuviéramos el mismo porcentaje de
adultos trabajando en los servicios públicos del Estado del Bienestar
que tienen en Suecia, tendríamos unos 3,5 millones más de puestos de
trabajo de los que tenemos, reduciendo espectacularmente el desempleo en
España.
La pobreza de tales servicios de ayuda a las familias en España
Habiendo visto qué pasaba en Suecia, veamos qué pasaba en España y
preguntémonos: ¿quién cuidaba a mi madre? En Barcelona no había tales
servicios públicos. Los únicos que había los proveía el Ayuntamiento,
pero eran solo para personas muy pobres y con una intensidad de atención
muchísimo menor que en Suecia (dos visitas a la semana). Esta
observación no es una crítica al Ayuntamiento de Barcelona, pues un
ayuntamiento no puede abonar el coste de tal servicio (en Suecia lo
pagan, aparte de los ayuntamientos, el gobierno regional, el Estado
central y el usuario, que contribuye con parte de su pensión). En
Barcelona había unos servicios privados que le costaban un riñón al
usuario. Eran muy caros (aun cuando la mayoría de las trabajadoras
empleadas en el servicio domiciliario eran ecuatorianas, a las que se
pagaba pésimamente). El elevado precio de tales servicios privados
implicaba que no fueran accesibles para las clases populares.
La pregunta, pues, continúa: ¿quién cuidaba a mi madre? Y la
respuesta la conoce cualquier mujer en España: mi hermana, de mi edad.
La
mujer española cubre las enormes insuficiencias del Estado del
Bienestar español, con un coste humano enorme. La mujer española tiene
tres veces más enfermedades debido al estrés que el hombre. Tiene también un coste social elevado, pues la sobrecarga de la mujer explica que España tenga una de las fertilidades (número de niños por mujer fértil) más bajas del mundo.
La mujer española cuida (dentro de la familia) a los infantes, a los
jóvenes (que viven en casa de los padres hasta los 29 años como
promedio), a sus parejas y a los ancianos, y, además, el 53% trabaja
también en el mercado laboral. Ser mujer en España es ser un ser
humano estresado por tantas responsabilidades, y con escasísima
(prácticamente nula) ayuda por parte del Estado.
Y todo ello ocurre en una sociedad que se define como “muy pro
familiar” en la que la familia es supuestamente el centro de la
sociedad. La hipocresía de la estructura de poder dominada por los
hombres (responsable del subdesarrollo del Estado del Bienestar, como
mostré en mi artículo anterior) aparece, entre otros muchos casos, en
la narrativa oficial del país, que se presenta como “muy pro familiar”
que contrasta con el nulo apoyo a la familia por parte del Estado, cuyas políticas públicas aquellas estructuras de poder determinan. El
poder de clase y el poder del hombre (el género dominante en las
estructuras del poder del Estado) explican la enorme pobreza de los
servicios de ayuda a las familias (y en España, cuando decimos familia,
decimos mujer). Y este subdesarrollo de estos servicios hace un daño
tremendo a la mujer y a toda la sociedad.
El olvido a los infantes. La pobreza y subdesarrollo de las escuelas de infancia en España
Otro servicio de una enorme importancia para ayudar a las
familias (y por lo tanto a la mujer) son las escuelas de infancia, un
servicio muy poco desarrollado en España, y ello a pesar de la gran
evidencia existente en la literatura científica que muestra que la
inversión pública en las escuelas de infancia en un país es una de las
inversiones más importantes que puede hacer un Estado, ya que el
desarrollo emocional, psicológico e intelectual de un infante es
esencial para el futuro de un país. Y tal desarrollo requiere
de una interacción y socialización con otros seres humanos (además de
las madres y los padres) desde una edad muy temprana.
De todo lo dicho hasta ahora es fácil deducir que el Estado (sea
central, autonómico o local) debe desarrollar tres tipos de políticas
públicas para ayudar a las familias (y, repito, por lo tanto a la mujer)
a alcanzar una sociedad justa que intente eliminar todo tipo de
explotación (tanto de clase como de género), una sociedad que sea
humana, solidaria y amable, y que ayude a sus miembros a alcanzar la
felicidad que todo ser humano merece. Una de estas intervenciones es la
de establecer servicios de apoyo a las mujeres que les permitan
compaginar sus responsabilidades familiares con su proyecto profesional.
La otra intervención pública consiste en facilitar una revolución cultural, socializando al hombre en la corresponsabilización de las obligaciones familiares. Y la tercera intervención es facilitar la independización de los hijos e hijas de sus padres,
dejando el hogar familiar a edades más tempranas que ahora. No es bueno
para una sociedad que los hijos e hijas vivan con los padres hasta que
tienen 29 años como promedio. No deberían sobrepasar los 18 años. Eso
requiere toda una serie de intervenciones que faciliten su emancipación.
Debe establecerse el 4º pilar del bienestar: ¿qué es este pilar?
Está claro que la liberación de la mujer es una exigencia para el
bienestar de toda la sociedad, hecho poco apercibido por las clases
dominantes en España. El número de hijos e hijas que desean las familias
españolas es 2 por familia (número que es también bastante común a los
dos lados del Atlántico Norte). Y en España es donde el número actual
(1,32) es más distante del deseado, solo por delante de Grecia (de entre
los países de la UE-15). Por otra parte, tenemos evidencia de que la mayoría
de mujeres desea desarrollar una profesión o trabajo en el mundo
laboral, situación que es de una gran importancia económica, pues la
entrada de la mujer en el mercado de trabajo es una condición sine qua
non para aumentar la riqueza del país (trabajo quiere decir riqueza), así como para crear empleo.
La entrada de la mujer al mercado laboral crea la necesidad de crear
puestos de trabajo para realizar los servicios personales que antes
realizaba como ama de casa.
De ahí que facilitar esta integración de la mujer en el mercado de trabajo sea una exigencia humana y también económica.
Y esto es lo que vieron los gobiernos suecos ya en los años sesenta.
Tuve el enorme privilegio entonces de conocer a Alva Myrdal, que con su
esposo, Gunnar Myrdal (más tarde Premio Nóbel de Economía),
establecieron las bases de las políticas familiares en Suecia. Ya en los
años cincuenta, el gobierno sueco era consciente que en un futuro
próximo faltarían personas para ocupar los puestos de trabajo. De ahí
que el gobierno sueco considerara dos alternativas para resolver tal
problema. Una hubiera sido la de facilitar la inmigración y abrir las
fronteras ampliamente. La otra era facilitar la integración de la mujer en el mercado de trabajo, que es la que escogieron.
En España se escogió siempre la primera alternativa (facilitar la
inmigración) sobre la segunda alternativa (ayudar a la integración de la
mujer al mercado de trabajo), en parte debido al dominio de las
derechas y del mundo empresarial sobre las instituciones políticas (el
inmigrante, por su condición de inmigrante, con menor protección social,
acepta salarios más bajos y condiciones de trabajo peores). De ahí que Suecia tenga el porcentaje mayor de mujeres en el mercado de trabajo, y España tenga uno de los porcentajes menores. Una
condición para la integración de la mujer en el mercado laboral es
facilitar su integración estableciendo unos servicios de ayuda a las
familias, como escuelas de infancia y servicios domiciliarios para las
personas con dependencias (tal como hicieron en Suecia), lo que se
conoce en España como el 4º pilar del bienestar. Tales servicios están muy poco desarrollados en España.
¿Hay posibilidades de que se establezca el 4º pilar del bienestar en España?
Sí que las hay. Pero ello requiere una gran presión social. Y sería
de desear que el movimiento feminista hiciera suya esta campaña. Me
explicaré. Y permítaseme que, de nuevo, me refiera a mi experiencia
personal.
Desde que me integré en España de nuevo, hace ya muchos años, he
intentado ayudar a todas las fuerzas progresistas que desean mejorar la
muy mejorable situación social y económica de las clases populares.
Dirijo el Programa de Políticas Públicas y Sociales de la Universidad
Pompeu Fabra (UPF), y desde allí intento poner mi conocimiento al
servicio de aquellos gobiernos, partidos políticos, sindicatos o
movimientos sociales que me pidan ayuda para facilitar su compromiso con
el mejoramiento de la calidad de vida de las clases populares. Entre
los profesores del programa tengo la suerte de contar con el economista
Josep Borrell. Su enorme experiencia en los gobiernos de España y en el
Parlamento Europeo, y su gran sensibilidad social han sido de gran
valía. Cuando fue elegido en las primarias del PSOE (contra el candidato
oficial Joaquín Almunia) me llamó enseguida pidiéndome que le ayudara. Y
nos encontramos en la estación de Sants. Siempre recordaré aquella
tarde por lo que ocurrió. Me pidió que le ayudara y recuerdo que le dije
que sí que le ayudaría, pero esta ayuda estaba condicionada a que se
comprometiera, en caso de que fuera Presidente del gobierno español, a
desarrollar diez políticas públicas. Y la primera era
comprometerse a que se establecieran los servicios a las mujeres
españolas que ya tenían las mujeres suecas, garantizando que tuvieran
los mismos derechos que tenía la mujer sueca. Y cuando me
preguntó el significado de tal promesa, le mostré una silla cercana a la
que le faltaba una pata de las cuatro que debería tener y le dije: “el Estado del Bienestar en este país es como esta silla, tiene tres patas. Una es el derecho a la sanidad (un derecho, por cierto, todavía no formalizado), otra es el derecho a la educación, y la tercera es el derecho a la pensión (derecho que todavía no existe plenamente, aun cuando las pensiones no contributivas van en esta dirección). Pero
no hay una cuarta pata, que es el derecho al acceso a los servicios de
ayuda a las familias, que debería incluir el derecho a las escuelas de
infancia y el derecho a los servicios domiciliarios (tal como ocurre en
Suecia)”. Como era de esperar, Josep Borrell me preguntó
cómo lo pagaríamos. Y yo, que sabía que me haría la pregunta, le propuse
las medidas fiscales necesarias que serían populares y que la
ciudadanía apoyaría, pues estarían basadas en aumentar la carga
impositiva a las rentas derivadas de la propiedad del capital y de las
rentas superiores. Borrell y yo titulamos a estos servicios, en recuerdo
de la cuarta pata de la silla, el 4º pilar del bienestar, término que
desde entonces ha hecho fortuna.
Cuando los socialistas gobernaron, de nuevo, más tarde, aceptaron una
parte de la propuesta que hicimos, el establecimiento de los servicios
domiciliarios (por desgracia, escasamente financiados y que los
gobiernos conservadores en España, incluyendo en Catalunya, han reducido
enormemente), sin establecer, sin embargo, las escuelas de infancia. El
hecho de que se redujera la financiación de los servicios domiciliarios
y ni siquiera se incorporaran las escuelas de infancia se debe a la escasa
presión popular ejercida sobre los aparatos del Estado, escasa presión
resultado del limitado poder de la mujer (y sobre todo de la mujer
enraizada en las clases populares) en las instituciones políticas y en
la sociedad civil. El machismo en España es muy fuerte, como ocurre en todas las sociedades con una intensa y extensa cultura religiosa.
Es cierto que hay cada vez más mujeres en las Cortes y en los centros
de decisión. Pero mi experiencia en varios países donde he vivido y
trabajado, me ha enseñado que el mero cambio de hombres por
mujeres en las instituciones representativas no es suficiente para que
la vida de la mayoría de las mujeres –que pertenecen a las clases
populares– se beneficie de ello. Esto ha pasado con los hombres
y pasará con las mujeres. Hay clases sociales dentro de los hombres y
hay clases sociales dentro de las mujeres. A no ser que las mujeres en puestos de poder representen sobre todo los intereses de las mujeres de las clases populares (que constituye la mayoría de las mujeres en cualquier país), el bienestar de estas últimas no mejorará.
Esto es lo que ha ocurrido con los negros en EEUU. No hay que olvidar
que durante el mandato del Presidente Obama, el primer presidente de
EEUU afroamericano, la calidad de vida y bienestar de la mayoría de los
afroamericanos de clase trabajadora no mejoró. Y tampoco hay que olvidar
que la mayoría de las mujeres de clase trabajadora no votaron a
la feminista Hillary Clinton, sino al candidato Trump, que se presentó
con un discurso y narrativa de clase apelando a la clase trabajadora
blanca frente al establishment político-mediático representado –según
Trump- por la candidata demócrata, la Sra. Hillary Clinton, que se
presentó como la mujer feminista en defensa de las mujeres. La candidata
del movimiento feminista, liderado por mujeres de clase media alta y
por clase de renta alta, en el caso de la Sra. Clinton, nunca se
dirigieron a la clase trabajadora y a su sufrimiento, consecuencia de la
aplicación de las políticas liberales. De ahí que las mujeres de las
clases populares votaran al candidato republicano Trump como
rechazo a lo que representaba la Sra. Clinton, el “male dominated
establishment” del Partido Demócrata, que en su día (hace ya muchísimos
años, durante la época del Presidente Roosevelt) se consideraba el
Partido del Pueblo.
De todo lo dicho en el artículo se debería concluir que los partidos
progresistas deberían ser especialmente sensibles a las conexiones entre
los dos tipos de explotación: el de clase y el de género. Este es el
reto de las y los feministas en tales opciones políticas: tener en
cuenta la dimensión de clase, priorizando siempre a las clases
populares, y en este caso a las mujeres de tales clases para las cuales
el desarrollo del 4º pilar del bienestar es esencial para mejorar su
bienestar. Estos servicios y el cambio de actitud del hombre son
elementos de enorme importancia en la liberación de la mujer -y también
del hombre-, pues este último, al sostener y mantener su
carácter explotador, disminuye y limita el potencial de su propio
desarrollo emotivo, psicológico e intelectual. La evidencia de ello es
abrumadora.
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