Hay un país en el que viven numerosos políticos y
periodistas consolidados, incluso jóvenes aspirantes a entrar en el
paraíso de sus mayores. En ese país la economía funciona y crece como
hierba en campo fértil. Sus gestores se sienten muy orgullosos de su
obra y se dan parabienes de continuo. Aseguran que cualquier cambio de
rumbo supondría un experimento condenado al fracaso, un disparate.
Siempre cuentan con periodistas que aplauden sus políticas y rebaten
hasta el mareo de la audiencia los datos que contradicen la euforia. Y
con medios que les contratan al efecto.
Es un país en
el que ha aumentado la pobreza, con especial incidencia en la infantil.
Un exhaustivo informe de la OCDE señala al empleo precario, la temporalidad y los sueldos bajos como
causantes. Es decir, los efectos buscados por la Reforma Laboral que
así troceaba y repartía los puestos de trabajo que no se llevó la
crisis, aquello, esto, nunca atribuible como culpa a los ciudadanos. Son
vidas de personas que no quitan el sueño a los altos mandos del clan,
los ven como simples anotaciones contables. De hecho, otra noticia
alerta del grave costo de la depresión en la Unión Europea:
92.000 millones al año. No de la brutal extensión de la traumatizante
enfermedad, sino de lo que cuesta a las arcas de sus empleadores. Pero
esos dramas ocurren fuera del ámbito de felicidad que rodea a los que
mandan.
Porque ese país, el suyo, es sin lugar a dudas un Estado
de Derecho donde el imperio de la Ley se cumple a rajatabla. Sin
excepciones. Todos son iguales ante los sagrados mandamientos que de la
forma más ecuánime se promulgan, gracias a la iniciativa del Gobierno,
con la aprobación de las Cortes legislativas y el riguroso cumplimiento
de los tribunales de justicia, algunos nombrados por el propio Gobierno o
sus socios. Su único objetivo: lograr el bien común y el respeto a
todos y cada uno de los ciudadanos, sin discriminación alguna por razón
de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o
circunstancia personal o social.
Lo de una vivienda
digna para todos, sanidad y educación sin restricciones y algunos otros
derechos se ha dejado un poco de lado porque cuesta dinero y hay otras
prioridades a atender: sea rescatar bancos o autopistas que, con su buen
hacer, terminan sosteniendo a la nación o a los que saben qué hacer con
ella. Sea dar subvenciones, publicidad institucional, o meter la mano
en la caja si la carne es débil y la cara muy dura. Ellos se organizan.
Es de sentido común. La mayor parte de la sociedad lo entiende porque
vivimos tan bien y nos compramos tantos aparatos electrónicos en cuanto
aparecen en el mercado que compensa carencias, como las que cuenta la
OCDE. De algunos de hecho, no de todos. Así que tampoco es mayor
problema.
Una democracia consolidada en definitiva,
que se respeta con pulcritud desde los más altos estamentos del Estado.
Escrupulosamente sensibles al menor deseo de los ciudadanos, incluso
cuando se expresa en críticas.
Tal es la armonía que
los partidos que saben de esto, de su democracia, y los periodistas y
medios de su círculo no tienen más remedio que plantar cara a quien
llega en sus quejas al punto de querer cambiar algo. Se cogen las
noticias, editoriales y lo que haga falta y se ataca y se venera,
estratégicamente, para mantener el tinglado. Es ley de vida, el mal
menor, siempre certero, hagamos el Sistema grande otra vez, faltaría
más.
En ese país muchas personas siguen sin poder
encender la luz o el fuego para cocer lo poco que brinda su despensa. A
los niños los tienen masificados en el colegio, sin clases de apoyo,
pagando algunos la maldad parental de insistir en llevarlos a la
enseñanza pública. Algunas personas han ido suspendiendo sus
tratamientos de enfermedades graves, cardíacas, desde que impusieron el
copago para ahorrar. En vidas. Pero no los ven, estos se ven poco en los
altos despachos y en las redacciones de élite.
En
ese país se está deteniendo, encarcelando, llevando a juicio y
condenando a muchas personas por protestar. O por sacar las urnas a la
calle y preguntar. O por escribir tuits y cantar textos inconvenientes, o
hacer teatro con marionetas. Son malos, escoria del sistema. Sí,
algunos le llaman Sistema a esto.
Tampoco se trata de
ser exhaustivos. No vaya a ser que no alcancemos el Nirvana, lugar en
el que por lo visto se disfruta de gran confort. Claro que, en ese país,
una anciana se planta ante el nigeriano emigrante que pide a la puerta
del supermercado y le cuenta, pues lo normal, sus enfermedades. Y otra
se va a la peluquería del chino, de esas que han puesto tantas y que
peina estupendamente por 7 euros, y enebra monólogo:
— Pues yo trabajaba en el Instituto Nacional de Previsión, sabe usted.
— ….
— Oiga, le digo que si sabe usted qué era el Instituto Nacional de Previsión.
— Sí, le responde el peluquero, en una de las pocas palabras que conoce en nuestro idioma.
— Estaba en Conde de Peñalver. ¿Sabe usted dónde está Conde de Peñalver?
— Sí.
Y no le saca de ahí. Espitas de soledades y frustraciones. Siempre
mejor que el anciano que aporrea el techo del coche que le ha cedido el
turno en el paso de cebra, porque algo no fue de su gusto. O el joven
sentado en el metro en un tintineo constante de piernas, pies y dientes.
No pertenecen al club de los satisfechos aunque quizás votan para
mantenerlos.
Ese país que vuelve a apalizar
homosexuales porque es vital saber con quién se mete cada uno en la cama
y prohibir y condenar. Ese país que sigue matando y cada vez más a las
mujeres. Con saña, por derecho autoconcedido del ancestral machismo.
Ese país que lucha por volver tanto al pasado que hasta obliga a cambiar
la Plaza de la Igualdad por su antiguo nombre de Divisiones azules de
apoyos nazis y por ende franquistas. Ese país en el que la ultraderecha
ya vuelve a respirar fuerte en clima amigo.
Ese país está en Europa, en la Unión Europea, que aprueba normas, hace reuniones, muchas reuniones, emite comunicados, insta a
diferentes cosas. Y deja que la alcaldesa de Calais, Francia, del
partido de Los Republicanos, el de Sarkozy y Fillon, en un estado
gobernado por los socialistas de Hollande, condene, a muerte quizás, a
miles de personas, dado que ha prohibido bajo sanción que nadie lleve comida a los refugiados. Como ese otro país, Hungría, que cobra 1.200 euros a
los refugiados para cambiar de un campo de concentración miserable a
otro algo menos miserable. Ese continente, que les deja vagar solos, sin
atención, sin protección, que les deja morir solos, que les empuja a
morir. Y que nos tiene en vilo no vaya a ser que nos coloque en Holanda a
otro fascista.
Pues a esto le llaman Sistema, como
digo. El país en el que viven los aposentados y la mayoría desconoce. O
Casta o Trama, según las versiones, que es algo que enfada mucho a los
que disfrutan del Sistema precisamente, y les lanza a escribir fieros
artículo, de esos cargados de "presuntos" y "según ellos".
Igual a ese país hay que llamarlo H. Mudo, sin función, a lo sumo marco
para el suspiro, para el lamento. Ése que a base de aspirar en quejido
da forma a la jota, la más rotunda de las letras.
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