viernes, 2 de septiembre de 2011

Almodóvar el sólito

Desde que acudí hace la tira de años al cine, para ver Mujeres al borde de un ataque nervios juré que no volvería jamás a ver otra peli de Almodóvar. Cada vez que volvía a encontrar por el camino otro de sus títulos tan sugestivos como los de los culebrones, volvía a reconfirmarme en mi fe y en mi instinto de supervivencia. A pesar de que en el entorno mi imagen "intelectual" y vanguardista perdía glamour a chorros. "¿Pero cómo es posible, que tú, pecisamente, manchega como Almodóvar, no te intereses por su obra?" "¿No me digas que no has visto Atame o Todo sobre mi madre? " , "es un genio, sabes".
En fin, una es prudente, normalmente, tal vez, más da la cuenta. Siento un pudor y una especie de compasión difusa cuando escucho ese tipo de comentario y contemplo la rara fusión alquímica que se produce entre la vulgaridad y sus compadres y comadres. Y esa percepción me frena. Me recomienda un silencio respetuoso y protector hacia criaturas indefensas ante el imperio del tópico, de la mercadería de las tripas disfrazadas de inteligencia y de genialidad inventada prêt a porter. Del tufo a queso manchego en aceite rancio o la textura de berengena de Almagro pocha, que te pretenden vender como si fuese una exquisitez cinéfila de El Bulli, con un Ferrán Adriá sentado en silla plegable y con batuta de ¡clack, se rueda, please!

Sin más prolegómenos lo afirmo, como en un auto de fe: el cine de Almodovar no sólo no me gusta, es que su obra me repele de un modo absoluto. Me produce una extraña sinestesia entre caricatura, encanna de noche, anarosaquintana, belenesteban, marujeo,freud en versión alaska, vulgaridad, mister bin, el trenillo de la muerte con su bruja, los escobazos y sus calaveras fosfi, telecinco, dec, estulticia gravis, repelús, dentera, terelu, matamoros y horror show pasados por calzada, la cuna de las perrunillas, del pisto y el asadillo, de las lisístratas y aldonzas engolfadas en el cotilleo por las esquinas, mientras sacuden las migas de las bolsas del pan y ponen a sus hombres a parir. Es decir, que esta nueva entrega de su feuilleton particular -toda la producción almodovariana es una misma película interminable, un contarse a sí mismo, como un Woody Allen, pero campocalatraveño cutre fashion- es un paso más hacia esa nada de nada con que mi ilustre paisano se regodea y se parte de risa a costa de la intelectualidad. Almodóvar es un Sancho Panza de los pies pensantes a la cabeza superstar. Realmente y sin saberlo, Almodóvar es al cine lo que Gurdjeff era la literatura de anticipación. Un profanador vengativo. Y es que cuando alguien intenta algo y no lo consigue, la obsesión por demostrar que aquello que se persigue no vale nada, es ridiculizarlo y divertirse en el proceso. Intentar seducir a la elite desde la contraelite. Humillarla. Es ir como un donjuán tras la virtud de Doña Inés para que , una vez seducida, se convierta en un icono de su poderío conquistador y dejarla transmutada en putón verbenero, en moza de taberna, gracias a su maestría.
Sin embargo, al final, es siempre Doña Inés, por encima de la furia misógina de todos los donjuanes, la que termina por salvar el alma desvencijada e irreconocible, de cada tenorio trasnochado. De cada Almodóvar en rebote continuo contra sí mismo.
Y Doña Inés, la madurez, la inocencia que nunca se perdió, la bondad y la belleza que brillan en otro horizonte. La inteligencia que no necesita más demostración que el soplo lúcido de la sencillez. El anima que se empareja con el animus y celebra las bodas del equilibrio.

Pues eso, cuando Almodóvar encuentre a su Doña Inés dentro de sí mismo, entonces, me apuntaré, la primera, a sus películas. Me convertiré a su causa. Mientras tanto, me quedo con el cine ligero y dulce, de las sábanas blancas.

No hay comentarios: