martes, 26 de octubre de 2010

Otra vez la vergüenza de una pena de muerte

La pena de muerte cabalga de nuevo en las noticias. Esta vez le toca a un hombre cuya vida hasta ahora había sido respetada porque no se lahabía encontrado cargo alguno contra él que mereciese una condena ni mucho menos una ejecución. El ex ministro y embajador iraquí Tarek Aziz, que trabajó por el entendimiento y el fin de las tensiones, durante el bloqueo de Irak y durante la guerra del Golfo. Este hombre de paz, que las circunstancias colocaron en medio de un polvorín y bajo la mano de hierro de Sadam Hussein.
Cabe preguntarse por qué al cabo de tantos años se decide que este hombre sea culpable de la muerte de iraquiés chiítas, cuando se ha calmado el huracán y parece que aquel país intenta levantar cabeza después de la monstruosa masacre que ha padecido y que ha dejado completamente arrasada una sociedad, que era modelo de apertura y de desarrollo en muchos aspectos, antes de que los EEEUU y sus ciegos secuaces metiesen la zarpa histérica del fantasma terrorista sobre ella. Y sobre todo su ambición estratégica de dominio y de control negociante. Una forma de aniquilar la oposición al consumismo occidental que representa el mundo islámico, por la distinta comprensión de la vida moderna que el Islam ofrece a sus millones de seguidores. Con la paradoja, en este caso, de que Tarek Aziz es cristiano de confesión católica.
Será por venganza atrasada del sector chiíta. Tal vez por intolerancia religiosa o por envidia o por rencor. Quizás por abatir el último símbolo del pasado. No sé cuál podría ser ,a estas alturas de la historia, el móvil que ha puesto en marcha la máquina del exterminio una vez más. Sea cual sea la causa, es inconcebible que todavía no estén saciados de sufrimiento y de muerte, que aún después de haber sido masacrados, ellos mismos no estén saciados de horror y sigan en la onda teminator de una guerra civil inducida por un mundo loco de atar que dirigido por un subnormal, como Bush los trituró sin piedad.
Ojalá, antes de volver a matar, reflexionen y escuchen la voz piadosa de su propio libro sagrado, el Corán. Ojalá hagan caso de ese Allah bueno y misericordioso ante el que se inclinan cinco veces al día. Y comprendan que ni esa divinidad poderosa les va a salvar de su propia decisión si ellos no lo hacen por sí mismos. Dios no puede saltarse la ley de la vida que ha creado y crea constantemente para que las criaturas crezcan y evolucionen hacia lo mejor de sí mismas. Ojalá entiendan que el peor método para recomenzar un nuevo rumbo político y social, nunca es la muerte de nadie. Y mucho menos, una condena a muerte a sangre fría. Hecha con el hielo de una mente bloqueada por los intereses y los pactos negros, sin conciencia. La muerte violenta de alguien, sobre todo amparada por una ley inhumana, no sólo no soluciona nada sino que además acumula brasas sobre la historia y el destino de quienes la decretan. Quien a hierro mata, a hierro muere. ¿No ha habido ya suficiente hierro, demasiada espada, demasiada cadena, demasiado misil exterminador, para seguir aún en la misma línea? ¿Cómo se podrá querer recontruir la paz, basándose en la muerte despiadada de alguien que trabajó para la paz y el entendimiento en medio de un infierno? ¿Será posible que la memoria de los pueblos ahogados
en sangre no les permita recuperar la dignidad de hombres? ¿O es que tal vez la guerra atroz e injusta deja a las víctimas a la misma altura moral de los verdugos? Como en el caso de Israel, que está repitiendo con el pueblo palestino el mismo tratamiento shock de los campos de exterminio nazi.
Si decidiesen asesinar a Tarek Aziz, sin escuchar las llamadas internacionales a la reconsideración de esa bárbara pena de muerte, el mundo islámico perderá totalmente la credibilidad como civilización y cuando sufran idéntico trato por parte de los judíos, tal vez no reciban la misma comprensión y apoyo que ahora. También se habrán colocado a la altura de los Estados Unidos, su enemigo emblemático, también dogmático e intransigente con lo que no da dinero y seguridad, que mata a sangre fría aún, aplicando penas de muerte como en la época de las cavernas. Y simplemente se habrán colocado en el mismo resero asesino de la crueldad.

La pena de muerte es el exponente más perverso de la crueldad humana. Más inútil. No hay atenuantes para esa liturgia del horror. Ni disculpa posible, sin un cambio radical hacia la racionalidad, hacia la conciencia, hacia el más elemental sentido y sentimiento humanos. Hacia la verdadera justicia, que aplicada desde la rigidez y la venganza se convierte en delito indecente e inperdonable si no hay arrepentimiento y un giro copernicano en el modo de entender las responsabilidades personales, civiles, políticas, religiosas. Un modo equilibrado de comprender y organizar la convivencia. Un paso imprescindible para dejar de ser simios con corbata o turbante,con tacones o con velo. Seres humanos de verdad.

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